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Pamplinas
Columna
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La palabra comer

Nada define mejor al mundo en que vivimos que ser capaz de producir alimentos para todos y no hacerlo. | Columna de Martín Caparrós.

Martín Caparrós

Siempre me intrigó que la palabra comer empezara con co. Parece tontería: al fin y al cabo, también empiezan así conato y coleta y cojonudo, copito y copita, coso y cosa y cola y coma, entre otras miles. Pero, en general, el prefijo co-, en castellano y no solo en castellano, supone alguna forma de co-laboración, de co-incidencia. Y el hecho de comer no parece ser nada de eso: ¿qué más individual que el acto de llevarse comida a la boca, masticarla, tragarla?

Comer no es nuevo, claro, pero tampoco tan tan viejo: durante más de 2.000 millones de años, los seres vivos —no muy vivos, no muy seres— no lo hacían; conseguían sus escasos recursos tomando energía de los rayos del sol, de moléculas sueltas en el aire y el agua. Hasta que, hace solo 500 millones, organismos ya más sofisticados —más ávidos— descubrieron una forma increíble de progresar. Fue, faltaba más, la primera gran manera de apropiarse del esfuerzo ajeno: consistía en tragarse organismos más pequeños. Ahora llamamos Cámbrico a ese periodo que marcó uno de los grandes momentos en la historia del mundo, un cambio realmente radical: la invención de la alimentación, el invento de la desigualdad. Aquellas bestias prosperaron, crecieron, desarrollaron más y más instrumentos —bocas, dientes, lenguas, intestinos finos— y se comieron literalmente el mundo.

Desde entonces, comer se volvió la meta central del animal. Hasta que llegaron unos que, a fuerza de comer tanto, aprendieron a decirlo: inventaron palabras, letras —e incluso la fabada. En castellano la palabra fue comer, y siempre me intrigó; hasta que esta mañana, más aburrido aún que de costumbre, decidí sacarme por fin la vieja duda: ¿por qué nosotros solos? ¿Por qué los italianos y franceses y catalanes dicen mangiare o manger o menjar, los ingleses y alemanes eat y essen, y nosotros comer?

Mangiare y manger y menjar eran fáciles: vienen del latín popular manducare, masticar, que sería comer si no tragáramos. En cambio los germanos conservaron la misma raíz indoeuropea que el latín elegante, edere: de ahí, essen o eat. Y también lo hizo el castellano, solo que se quedó con una de sus varias formas, la que incluía a otros: com-edere, comer con.

Comer, literalmente, en nuestra lengua, es engullir en compañía. Todo depende, entonces, de lo que definamos como compañía. Si es, una vez más, nuestro reducido núcleo —esos con los que nos sentimos ligados por la sangre o la elección o la fatalidad, nuestra burbuja— o son las personas en general. Allí se esconde, aunque no mucho, toda una idea del mundo.

Nada define mejor al mundo en que vivimos que ser capaz de producir alimentos para todos —para que realmente comamos con— y no hacerlo. Nuestra civilización también tuvo su Cámbrico, el momento histórico más importante que la historia no registra: en algún momento de los años setenta fuimos, por primera vez, capaces de producir comida suficiente para todos. Lo consiguieron las mejoras de las técnicas agrícolas que habían empezado con la Revolución Verde de los cincuenta; tras milenios de no poder, habría sido un gran quiebre. No lo fue. Podíamos —podríamos, podemos—, pero no lo hicimos ni lo hacemos: en el mundo sigue habiendo 800 o 900 millones de personas —una de cada nueve— que no comen suficiente, mientras los demás mascamos y mascamos y preferimos seguir produciendo alimentos para empachar a los consumidores ricos. Nos comemos el planeta mientras una parte importante del planeta no consigue comer —y ni siquiera lo pensamos mucho.

O sea, que no comemos con; comemos solos. Lo cual tiene sentido, si acaso, para ingleses y alemanes y franceses e italianos e incluso catalanes, con perdón. Para los que hablamos castellano, comer así no es comer. Si comemos mientras otros no lo hacen, no comemos, memos: solo memos.

O, más clarito: hijos de mil putas.

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