La vuelta de Roberto Saviano a Nápoles: amenazas de muerte, exilio, odio y somníferos para dormir
El autor de ‘Gomorra’, que tiene una vida clandestina, recorre los escenarios de una obra que le costó una condena a muerte por parte de la Camorra y un exilio forzoso que dura ya 16 años. “No tengo miedo a morir, pero sí a continuar así”, dice
Los dos coches blindados aparecen a las 9.15 junto a la estación de Termini de Roma. Tres carabinieri bajan de un Volkswagen Passat oscuro, observan alrededor e indican la puerta por la que hay que subir. Dentro espera un tipo algo dormido, taciturno y con cara de no saber exactamente en qué punto de su vida se encuentra después de 16 años malviviendo con identidades falsas en cuarteles de la policía, pisos francos, islas sin nombre u otros países. “Cuánto tiempo…”, saluda afectuosamente. La frase, que pronuncia algo distraído con el móvil en la mano, sirve también para resumir su historia.
La gente a la que colgamos el cartel de héroe no suele arrepentirse de sus gestas. Roberto Saviano (Nápoles, 42 años), sin embargo, ya no está hecho de esa pasta. Quizá no signifique mucho a estas alturas, pero el escritor italiano ha tocado fondo y ya no repetiría casi nada de lo que le condujo al asiento trasero del coche blindado que atraviesa a esta hora el tráfico infernal de Roma con la sirena puesta. Escribiría aquel libro, pero no lo habría convertido en una bandera ni se habría expuesto de aquella manera. Especialmente la mañana del 17 de septiembre de 2006, cuando, siendo todavía un periodista licenciado en Filosofía, acudió a Casal di Principe para hablar de una obra que radiografiaba las costumbres, las fechorías y el sistema económico de los clanes de la Camorra napolitana. La forma en que lo había contado, la tensión, la capacidad para dibujar una constelación tan clara en el universo del crimen organizado, fue considerada una amenaza. Una bomba que vendió más de 10 millones de copias y se tradujo en 50 países.
Saviano se levantó ese día en medio de su discurso como poseído y apuntando con el dedo denunció a los capos que sometieron durante décadas el territorio: los Schiavone, los Iovine, los Bardellino o los Zagaria. Mirando al tendido, soltó lo que le condenó en vida: “Marchaos, no sois de esta tierra. Dejad de serlo, echémoslos, no sois nadie, vivís escondidos”. Al cabo de dos meses, su madre recibió la primera amenaza de muerte en el buzón de casa: una foto de su hijo con una pistola apuntándole en la sien. La policía obtuvo también una carta —que muestra al reportero en su teléfono— con los planes que se habían trazado para liquidarlo. El entonces ministro del Interior, Giuliano Amato, decidió ponerle una escolta. Iba a durar algunos días. Pero han pasado ya 16 años.
—Claro que me arrepiento. Fue una boutade. Tuvo un significado fuerte pero corto. Todo lo que me sucedió lo desencadenó aquello. ¿Cómo estoy? Entro y salgo de ciclos de depresión agudísima. Y la única terapia es intentar evadirse. Hay algunas cosas que son automáticas, como si estuvieras en una guerra, siempre desconfiando. Te acostumbras a ser reactivo con los que consideras enemigos. Y el único modo es estar tranquilo, tener confianza en alguien. Porque la cabeza está totalmente comprometida, estás en una neurosis continua, no tienes percepción de la realidad, no entiendes un carajo. Te llevan de un lado a otro, no conoces los caminos…
—¿Qué le ha ayudado a sobrellevarlo?
—La vendetta. Sé que no es algo noble. Es solo una ilusión, como beber un vaso de veneno y esperar que sea tu enemigo el que muera envenenado. Pero al menos me ha tenido despierto. No sé si los amigos y la familia han ayudado. Sabes, llega un punto en el que te conviertes en un peso para ellos. Conoces muchas asquerosidades y hablas de ello en la mesa. Y eso es un error que no cometeré más porque les arruinas la vida. Ahora mejor hablo con ellos de música o de fútbol.
Los dos vehículos en el que viajan siete agentes aceleran y serpentean por el atasco hasta la salida que lleva a Nápoles. Saviano vive hoy en un minúsculo apartamento lleno de libros en el centro de Roma, pero ha pasado media vida trasladando de cama su insomnio. Apenas ha vuelto a su casa desde que escribió aquel libro que se convirtió también en la base de una fabulosa película de Matteo Garrone y de una serie que acompañaría de forma religiosa las costumbres catódicas de los italianos durante ocho años y cinco temporadas. Ese es parte del drama. Italia adora su universo, pero una parte también le odia a él. Funciona así: hoy no puede caminar entre la gente, bajar a tomar un café por Quartieri Spagnoli —el barrio donde vivía y escribió el libro antes de condenarse al exilio— o ir a comprar la mozzarella de Aversa que adora. Su familia tuvo que mudarse cuando comenzaron las amenazas. Primero su hermano, enfermero. Luego el resto. “Les arruiné la vida”, lamenta. Nápoles se ha convertido hoy en un incómodo diván donde se psicoanaliza sin poder bajar apenas del coche.
Saviano, a pesar de todo, no ha muerto. No lo han asesinado ni se ha suicidado, aunque lo haya pensado tantas veces. Y ese quizá sea su pecado, como solía decir Salman Rushdie sobre su propia condena. De eso va la novela gráfica que acaba de publicar con el ilustrador Asaf Hanuka y que ha titulado Todavía estoy vivo (Reservoir Books). Un viaje fugaz a través de los últimos 16 años, que también pasó en un apartamento de Nueva York, donde vivía bajo la identidad de un tal David Dannon. “¿Tú crees que podía colar que me llamase así, con esta cara y este acento? Los americanos tienen muy poca imaginación…”, bromea mostrando aquella identidad en el carné de la universidad donde enseñaba. El libro es un grito desesperado por recordar al mundo que todavía sigue aquí, contra la muerte en vida del olvido. “Mucha gente me ve como un impostor porque yo debía morir. Mi principal culpa, a ojos de tanta gente, es no haberla palmado todavía. Una de las frases más miserables que escucho siempre es: ‘Si hubieran querido matarlo, ya lo habrían hecho’. ¿Significa que los escoltas de presidentes o ministros son inútiles? A veces también escucho: ‘Giovanni Falcone y Paolo Borsellino [magistrados asesinados por la Cosa Nostra en 1992] sí eran valientes y no Saviano’. Pero lo dicen los mismos que les escupían en la cara”.
La amargura ha corroído parte del personaje. Y ese tipo exhausto y con ojeras, un chaval que congeló parte de su vida a los 26 años, no logra ocultar la tristeza tremenda que hay en sus ojos ni reconciliarse con una tierra que adora, pero que solo puede ver a través de una ventanilla blindada. El viaje a ese mundo perdido dura casi dos horas por la Autopista del Sol, la más antigua de Europa. Al otro lado del cristal se ven pasar las construcciones abandonadas, las montañas perforadas por las máquinas para producir cemento y algunos hoteles de mala muerte que servían a la Camorra para cerrar tratos. Los conoce todos. Los carteles advierten ya del desvío a Casal di Principe, a pocos kilómetros del lugar donde creció y vivió con su familia. Una de esas casas destartaladas fue la villa de Walter Schiavone, amo y señor del clan que condenó a Saviano. Cuando la mansión Scarface —así la llamaba en Gomorra— fue confiscada por el Estado, los secuaces del capo le prendieron fuego. Saviano, que nunca ahorró en detalles escénicos, entró un día y orinó en la bañera. El gesto fue un granito de arena más en su condena.
Casal di Principe
El origen de la condena
Es imposible entender la vida de Saviano, hijo de un médico campano y de la directora de un museo, nacido en el barrio bien de Chiaia y criado en Caserta, sin el homicidio de Peppe Diana. Cuando el párroco de Casal di Principe fue asesinado, el autor de Gomorra apenas tenía 12 años. Don Peppino, uno de esos curas íntegros y comprometidos, había empapelado el pueblo con un manifiesto contra la Camorra y una insistente frase: “No me callaré”. El clan de los Casaleses ordenó su muerte, pero no la ejecutó hasta el 19 de marzo de tres años después: justo el día de su santo. “Es así como les gusta matar, para que se recuerde siempre”, explica el escritor mientras el convoy entra en el cementerio donde está enterrado. El sacerdote llegó a la sacristía ese día, recibió tres disparos a bocajarro en la cara y se desplomó en un charco de sangre en medio de la iglesia. Aquel día ocurrieron dos cosas: el pueblo colgó sábanas blancas en los balcones contra los asesinos. Y Saviano comenzó a contar aquel mundo. “Decidí no volverme a callar”.
En el cementerio esperan desde hace una hora el único testigo de aquel asesinato y el alcalde Renato Natale, que años después ha vuelto a ser el regidor de Casal di Principe. “Ese tío es para mí como el Che Guevara. Un tipo valiente a quien quisieron hacérselo pagar”, dice Saviano antes de bajarse del coche y comenzar a caminar por el cementerio escoltado por los agentes, armados y con escudos antibalas. A Natale, un tipo enjuto y con un carácter arisco curtido por la adversidad, lo martirizaron los clanes por oponerse a sus negocios. Una noche, un tractor volcó varias toneladas de estiércol en la puerta de su casa. Otro día, una excavadora le colocó los restos de una rotonda de tráfico arrancada de sus cimientos porque había osado no contratar a una de las constructoras de las familias locales. “Renato sigue vivo por la sencilla razón de que lograron destituirle con un cambalache”.
La mayoría de los miembros del clan que condenó a Saviano han sido arrestados o han muerto. Casal di Principe (21.483 habitantes), un lugar donde llegó a esconderse un arsenal de guerra, está hoy algo más tranquilo. Los hombres que le amenazaron durante el juicio de 2008 a través de una carta que leyó un abogado, los capos Francesco Bidognetti y Michele Santonastaso, fueron sentenciados el pasado mayo. Teóricamente se cerraba un capítulo negro de la historia reciente de Italia. Pero la gente ya se ha acostumbrado a ciertas cosas. “Me esperaba más eco en las noticias. No hubo casi nada. Ahora se da casi por descontado. Y luego está siempre el tema de los tocacojones. He intentado explicarlo en el libro. Cuando cuentas la herida del dolor, llega un punto en el que el dolor eres tú y la gente no quiere que le dé más problemas. Pero sigo pensando que la única manera de curar el dolor es iluminarlo”.
La Camorra se ha transformado desde entonces y ha adoptado la estrategia del silencio. Antes se permitían matar a curas como Diana, a alcaldes como Angelo Vassallo (2010), a sindicalistas como Federico Del Prete (en 2002) o a inmigrantes inocentes, como los ocho africanos asesinados al azar en la matanza de Castel Volturno en 2008. Menos muertos, más negocios. Hoy es una multinacional que factura unos 33.000 millones de euros anuales, según datos del instituto Eurispes, con sus principales ramificaciones en España o Dubái. “Las mafias son los principales contribuyentes italianos. No evaden nada. Deben justificar los movimientos para limpiarlo todo. Tienen tanto dinero que quieren pagar hasta el último céntimo de impuestos. La economía capitalista y la mafiosa se parecen mucho a veces. De modo que explicar el mundo mafioso no es explicar una tribu marginal o social. El problema es que cada vez se habla menos de ello. Fue una moda. Existe solo en las series que todavía funcionan. Pero ni siquiera los periódicos están encima. No le importa una mierda a nadie porque ahora se mueven en plataformas financieras idénticas a los grandes grupos. Y nadie quiere bloquear los flujos económicos que circulan en torno a Luxemburgo o Londres. Significaría arruinar a muchas empresas”. Ellos ya lo hicieron en la región de Campania.
Las Velas de Scampia
El paraíso logístico de la Camorra
Casal di Principe está a 25 kilómetros de Secondigliano, el barrio napolitano que le declaró la guerra en los ochenta. La periferia es una caótica línea de puntos que los clanes fueron uniendo para enriquecerse, aunque costasen cientos de muertos. El 23 de noviembre de 1980, sin embargo, sucedió algo que cambió para siempre el paisaje social y económico de la zona. La tierra tembló a las 19.34 bajo el suelo de Irpinia, un territorio entre Campania y Basilicata, dos de las regiones más pobres del sur de Italia. Duró 70 segundos, pero enterró vivas a 2.914 personas y destrozó centenares de miles de hogares en los alrededores de Nápoles. La sacudida, de 6,8 en la escala de Richter, obligó a miles de familias desposeídas a buscar techo en algunas periferias recién construidas de la ciudad. Barrios diseñados como una utopía urbanística que buscaba aligerar y poner orden en el caos de Nápoles. “El terremoto de Irpinia está en el origen de todo”, recuerda Saviano, que contó esa historia en su libro y en su serie.
Las Velas de Scampia (icono de la serie Gomorra), diseñadas por el arquitecto Francesco Di Salvo a comienzos de los años sesenta y hoy en proceso de demolición, fueron uno de esos proyectos. Las torres de hormigón, que pueden verse ya desde la ventanilla del coche blindado de Saviano, se construyeron en forma triangular, imitando la perspectiva de un grupo de velas. Era la metáfora de un viento nuevo que soplaba hacia el futuro. Un proyecto social que debía acoger a 80.000 personas en un lugar con espacios verdes, pero también con una cierta empanada mental de ideas utópicas alrededor del cemento. Pero se transformaron en una constelación de estructuras de protección oficial, pisos ocupados y venta de droga controlada en su mayor parte por la Camorra. Y por un clan que marcó a fuego el relato y la iconografía de Saviano.
Scampia ha sido el escenario principal de las cinco temporadas de la serie Gomorra. Todo parte de Paolo Di Lauro, hijo adoptivo de una familia humilde del barrio de Secondigliano, curtido como vendedor ambulante. Empezó a trabajar a las órdenes de Aniello La Monica, histórico capo de la zona en los años ochenta, conocido también como El Carnicero por su costumbre de arrancarles el corazón a sus víctimas. Pero Di Lauro, conocido como Ciruzzo o’Milionario, tenía hambre y terminó asesinando a su protector, se independizó y comprendió mejor que nadie por dónde pasaba el futuro de Scampia. Aquel espacio, donde no hubo comisaría hasta 1997, era un paraíso logístico. La desgracia en la que el patriarca del clan sumió a aquella zona, un ermitaño que apenas salió de casa durante su largo reinado, no impidió que siempre fuera percibido como un benefactor contra el que nadie jamás se reveló. Tuvo 10 hijos varones que en los libros de cuentas que la policía le incautó aparecían como F1, F2, F3… (por figlio, hijo) en orden cronológico. Uno de ellos, Cosimo, fue quien inspiró a Saviano para construir a Genny Savastano, protagonista de la serie Gomorra, que tanto revuelo levantó aquí.
Nada más llegar al barrio pueden leerse pintadas en los muros como “No a Gomorra” o “Fuera Saviano”. “¿Puedes creer que en 20 años jamás ha habido algo escrito en un muro o una marcha contra la Camorra? Yo escribí el libro y convocaron una manifestación contra mí”, explica mientras entra en el viejo cuartel de los carabinieri de Scampia, el barrio donde se encuentran Las Velas. Saviano ha pasado ya casi media vida durmiendo en camastros de comisarías y compartiendo cenas y confidencias con los agentes. Aunque todos le llaman dottore, es casi uno de ellos. Es difícil pensar que un tipo que lleva 16 años viendo la realidad en libros, escuchas y pantallas tiene algo que enseñar a los tipos que se juegan la vida en uno de los barrios más duros de Europa. Pero es un narrador sobrecogedor y enseguida se forma un corrillo de una decena de policías para escucharle. “¿Qué se sabe de los Di Lauro?”, dice como dándoles bola.
Marco Di Lauro (38 años), último exponente del clan que convirtió ese experimento urbanístico en el mayor supermercado de droga de Europa, hijo del capo Paolo Di Lauro, fue arrestado hace cuatro años. Era el segundo mafioso más buscado de Italia —después del siciliano Matteo Messina Denaro—, llevaba 14 años huido y, como sucede siempre con los grandes padrinos, fue hallado en un modesto apartamento al lado de su barrio de siempre, con su pareja, dos gatos y las zapatillas de andar por casa puestas. El territorio —es la única norma— solo se controla desde el territorio. Una ironía que hurga en la herida de Saviano, incapaz de volver al suyo. Desde entonces, el barrio lo gestionan bandas más pequeñas. Pero ni la policía ni los carabinieri han conseguido desmantelar los puntos de droga, tal y como le explican a Saviano. “Cerramos uno y al día siguiente vuelven a estar ahí vendiendo”, relata una agente mientras llegan las pizzas que compartirán con el escritor y los reporteros de El País Semanal. “Lo que ha cambiado es la sociedad civil. Cuando yo empecé a hacer este trabajo había mucho interés, pero ahora no. Por eso no han cambiado las cosas en lugares como Scampia o Casal di Principe”, lamenta Saviano. Y ellos, que pisan esta calle cada día, solo pueden asentir.
El músculo de Saviano, lo que incomodó más a la Camorra, es su modo de contar las cosas. Algunas de sus historias ya habían sido publicadas o estaban en las sentencias judiciales. Él no lo oculta. Pero optó por novelarlo, humanizar las investigaciones. Y de eso le acusaron también tantas veces. “El mundo criminal está hecho de muchos elementos ridículos, pero también de aspectos fascinantes, porque trata de la vida y la muerte. Los mafiosos se preparan las frases, como en el teatro, porque saben que en un momento concreto, dicha de esa manera, atraerá a los suyos o funcionará como amenaza. Y yo esa partitura la he estudiado, escuchándolos, leyendo las actas… Lo que genera una atracción emotiva hacia un personaje es que permita entender algunos asuntos de manera más profunda o inmediata. Y los criminales a veces ayudan a descifrar la realidad. La gente ve su vida sin la mediación de las convenciones de la sociedad. Las dinámicas son las mismas que las de las familias, las empresas…, solo que ahí se asesina. En el mundo en el que vives tú, a veces toca fingir. Pero el mundo criminal desnuda de todas las hipocresías al mundo real y muestra su sistema nervioso con crudeza”.
Nápoles
La ciudad prohibida
Las Velas de Scampia están a 20 minutos del centro de Nápoles por una carretera elevada en la que obligan a pagar un ridículo peaje. A veces, cuando llega hasta aquí y comienza a ver el Vesubio (hoy está algo tapado por las nubes), se deja ir y fantasea con la idea de volver. Comenzará comprando una casa, vendrá los fines de semana y poco a poco recuperará la vida perdida. Con un poco de suerte, podrá tener una relación de pareja normal y formar una familia. “Luego no lo logro. Es muy difícil mezclar esos deseos con esta vida. En Nápoles solo siento odio hacia mí, desprecio y desconfianza. Obviamente, el mundo ligado al negocio del crimen me detesta. Pero también hay un universo de izquierdas que considera que he explotado un problema por ambición, por exhibirme. Es absurdo, todo el mundo ve Gomorra, pero luego me acusan a mí de haber difundido el mito criminal. Existe un territorio desde hace un siglo con esas historias, con el mayor abandono escolar de Europa, con un paro endémico…, pero el problema es que mis historias ensucian Nápoles”.
Saviano pasea por San Martino, uno de los miradores en lo alto de la ciudad. Es lo más cerca que puede caminar del centro. La escolta ha rechazado dar un paseo con el escritor por los callejones de Forcella o Sanità. Ni siquiera ha podido bajar del coche cuando todos los carabinieri que le acompañan, la mayoría napolitanos, han parado para comprar en una pastelería algunos dulces típicos. Siempre es la misma historia con la gente que le increpa. Si está vivo es que no había para tanto. “La muerte es fundamental para los italianos para cambiar de opinión sobre una persona. Una vez muerto, caes mejor. Le pasó también a Pasolini, difamado e insultado en vida. Pero luego ya no podía entrar en la dinámica de la envidia sistémica de un país donde no hay trabajo y posibilidad de realización. Pero ¿qué coño se puede envidiar de esta vida de mierda?”.
Saviano no puede dormir sin somníferos. Y eso hace que sueñe poco. Pero hay dos escenas recurrentes cuando pierde el conocimiento en algún camastro. En la primera está en una habitación sin puertas o ventanas y para salir puede hacerlo por un solo un agujero. “Sé que me llevaría fuera, pero no entro por claustrofobia. Cuando veo al terapeuta se lo pregunto. Coinciden en que hay algo que dice que para salir de esta historia tendré que matar una parte de mí. Y el otro sueño…”, dice sonriendo, “el otro es que vuelvo a tener pelo…, ¡qué sufrimiento! Parece poco, pero quien los tiene no puede imaginarlo…”, bromea.
El final de los sueños casi siempre es confuso. También el de la propia vida cuando uno está amenazado. La de Saviano vuelve a hacerse borrosa cuando el convoy enfila la autopista y las dos horas de regreso a Roma, y a él comienzan a caérsele los párpados. “No sé cómo terminará esta historia. Pero lo ha invadido todo. Estoy muy desesperado. Pero la rabia me ha consumido completamente. También el rencor. No tengo miedo a morir, pero sí a continuar viviendo así. Y si dejo que vaya tal y como va ahora mismo, acabará fatal. Pero mira, a veces pienso en la frase con la que he titulado la novela gráfica y que saqué de Papillon: ‘Hijos de puta, todavía sigo vivo”.
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