Belleza insobornable: estos rostros, estos tiempos
La perfección estética no es lo que era. Ha roto con casi todas las normas y corsés y ha abrazado la diferencia. En las caras de los modelos protagonistas de estas imágenes se refleja la revolución que ha traído el siglo XXI. Y la escritora Gabriela Wiener reflexiona sobre lo que es bonito hoy, cuando hasta a nuestro carácter le hemos puesto filtros.
Sospecho de la belleza que no habita en los intersticios de lo vulnerable y lo feroz. En 2022 le hemos puesto un filtro hasta a la belleza interior. Y cuando manda la ansiedad por el único ángulo de la cámara en que no se encuentran la papada y la estupidez, la belleza ya no está en el ojo de quien mira ni en lo mirado, está en otro lugar. Fronterizo, bastardo, excesivo. Siempre odié el color marrón, me parecía el color más feo de todos hasta que me di cuenta de que era el color de mi piel. Si el Renacimiento sublimó la belleza clásica, nosotros sublimamos el abismo. Como pececillos de colores en el agua turbia de la pecera, abrimos los labios y los pegamos al cristal. Belleza deforme, periférica, belleza de la diáspora.
Cayó el centralismo de la belleza, el imperio de lo natural y el tongo del artificio, cayó el imperio de lo cuqui y cayó narciso al agua, los confinaron como a todes. Por eso la belleza 2022 no es una cara bonita, es una cara completa, respirando con la nariz y la boca descubierta. La vieja normalidad como giro deslumbrante. ¿Qué queda cuando la justicia y la ética son modelos de abyección, cuando solo somos el ahogado más hermoso del mundo?
En estos años nos han vendido el chándal de Armani, la última florecilla que brota del asfalto, la Rosalía choni y un jabón Dove. Bello es lo caro, y bello es lo gratis y lo nuevo y lo viejo y lo pobre y lo bueno y lo malvado y lo muerto. No ha cambiado el mundo, ha cambiado el lote de productos expoliados. Ya no el cuerpo ario, nazi, apolíneo, sino las larvas. Ya no la puesta de sol, sino la cicatriz. Ya no la maja desnuda, sino la cabeza guillotinada. Ya no el bodegón, sino el arcoíris en un escupitajo. La estética fugaz del top manta antes de ser sofocada por el orden. El glam de la esclavitud. No, la belleza no existe, no nos la van a colar esta vez.
Ahora no me digas que los guapos son los raros. Y que los raros somos nosotros. No me digas eso en el siglo XXI. ¿La nueva belleza es la nueva cuota? Belleza sería que las condiciones estructurales cambiaran para las negras, las asiáticas, las marrones, las discas y las gordas. No solo para la foto. Sería biutiful. Dirty chic. Representación no, redistribución de la belleza. O feocracia real ya. Hagamos otro canon, otro más, el enésimo. El que estropeaba la foto ahora es modelo. Check. Y en el piso de abajo siguen cosiendo en serie bolsos y zapatos para que otros se vean bellos en serie. Eso para cuándo. Hemos venido a morir del virus juntos a un salón de belleza, diría Bellatin. Al menos no lo haremos solos. Me robo para los fines el epígrafe de Kawabata: “Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana”.
Pero después de tanto buscarla, quizá sí exista la belleza, una agazapada en el paisaje de los supervivientes, en lo que no se ha ido, en lo que aún no hemos perdido. Somos guapas de saldo, de guerrilla. Nos queda la belleza del cuerpo que cuenta historias. El perfil griego de las guardianas de la memoria. El sexy subido de los defensores de los bosques. El contorneo de las latin queen borrachas de deseo y desamor. El perreo de las que sobran. El garbo presuntuoso de las yeguas del apocalipsis. Y las ojeras hermosísimas de haber peleado contra algo monstruoso. Que bellas nos vemos cuando escapamos de la muerte.
*Nacida en Lima hace 46 años, Gabriela Wiener es escritora y periodista. En 2008 irrumpió con Sexografías, entre la crónica literaria y las memorias lúbricas. En 2012 narró su embarazo en Nueve lunas. Su último libro es Huaco retrato (Penguin).
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