Meditación, zen, yoga, reclusión en monasterios... crece la huida del ruido
Retiros de meditación sin palabras ni gestos, ‘mindfulness’, zen, yoga, reclusión en monasterios, alejamiento en lugares aislados… Viaje a un fenómeno social que crece día a día, acompañado de toda una explosión editorial.
Algo hay que no encaja en la misteriosa frontera entre el ruido y el silencio. Entre el ruido con o sin sonido de nuestras sociedades y el silencio íntimo o compartido de quien pretende otra realidad. Este texto no resolverá el puzle, así que el lector ávido de respuestas y alérgico a las interrogantes —pura antítesis del proceso filosófico— puede dejarlo aquí, y hará bien. Se perderá, eso sí, un puñado de experiencias de vida que ilustran el único telón de fondo posible: la duda, lo insondable. Otra posibilidad hubiera sido dejar en blanco todas estas páginas. Quizá sería lo suyo, en homenaje al silencio.
Infinidad de creyentes de diferentes religiones o búsquedas espirituales y multitud de agnósticos y ateos coinciden hoy en el hartazgo del guirigay ruidoso. También en la necesidad de buscar el silencio como medicina de males físicos, mentales y espirituales a través de prácticas como la meditación de raíz cristiana, budista o hinduista, el zen, el yoga, el mindfulness, el encierro temporal en monasterios, los propios retiros de silencio y hasta el aislamiento voluntario durante años en lugares alejados. Aquí juegan el partido igual los aspirantes a la trascendencia que los paganos irreductibles. De acuerdo, hace más de 1.400 años que murió Saturio, aquel anacoreta visigodo de familia rica que se retiró a la vida contemplativa y silenciosa en una húmeda cueva a orillas del Duero en Soria. No parece necesario llegar a tanto: como el bueno de Saturio solo hubo uno, pues menudo era, hasta acabó en santo.
La oferta en torno al tema del silencio es hoy asombrosamente amplia, incluido un auténtico bum editorial con decenas de títulos sobre la materia inundando las librerías. Y, como no puede ser de otra forma, hay de todo: desde auténticos militantes de la ayuda al otro hasta los oportunistas de la última hora, pasando por dudosos profesionales del altruismo y una inacabable tipología. Este es un viaje subjetivo, solo uno entre los cientos posibles. Un viaje en busca de quienes van en su busca. En busca del silencio.
Visitando a los Amigos del Desierto. Un retiro de silencio y meditación
Se acaba la tarde de un viernes de marzo cuando llegamos a Sant Honorat, el centro espiritual de los misioneros del Sagrado Corazón en Randa, al sur de Mallorca, en la montaña. El destino del viaje es uno de los numerosos retiros de silencio y meditación que organiza al año la red Amigos del Desierto, fundada en 2014 por el sacerdote y escritor Pablo d’Ors y con presencia en España, México, Estados Unidos, Argentina e Italia. Cada año, más de 600 personas acuden a retiros de silencio como este.
El objetivo: poner en valor y afrontar algunas máximas. Por ejemplo, dos de las que el insigne pensador, profesor y escritor George Steiner pronunció hace seis años en una amplia entrevista con EL PAÍS. Una: “No hay que tener miedo al silencio, solo el silencio nos enseña a hallar en nosotros lo esencial”. Dos: “Los jóvenes ya no tienen tiempo de tener tiempo”. O cualquiera de las muchas que el propio D’Ors plasmó en su Biografía del silencio (editado por Siruela, primero, y por Galaxia Gutenberg, después), librito breve e inmenso y uno de los más insólitos superventas editoriales de los últimos tiempos (cerca de 300.000 ejemplares vendidos en 41 ediciones): “Pensamos mucho la vida pero la vivimos poco”. “Mirar algo no lo cambia, pero nos cambia a nosotros”. “Meditar ayuda a no tomarse a sí mismo tan en serio”. “Ese océano oscuro y luminoso que es el silencio”.
Así que hasta el hechizante paraje de Sant Honorat se han acercado Tomeu, Verónica, Alex, Marcello, Nazareth, Julián, Jaume y los demás. Veinticinco personas de todo pelaje y condición (el más joven, un chico mallorquín que viene desde Austria, debe de tener 25 años y la de más edad es una señora encantadora de Palma de 90 años) dispuestas a callarse —a callarnos— durante 40 horas y a mirarse —a mirarnos— por dentro.
Todo ello al módico precio de 170 euros, todo incluido: habitación individual y espartana con vistas de quitar el hipo, comidas con productos de la huerta que podrían figurar en la carta de un restaurante vegetariano de alto standing, sesiones de meditación, sesiones de gimnasia, charlas y puestas en común. Y todo bajo la sabia y serena batuta de cuatro monitores o maestros meditadores, María Pilar, Cristina, Miguel y Rafa: una secretaria de juzgado, un profesor, una directora de colegio y un juez que hacen esto gratis et amore sacando el tiempo de debajo de las piedras y recorriendo España para formar a nuevos silenciosos.
Doce sesiones de meditación de 25 minutos cada una, de rodillas —con el culo pegado a una banqueta de madera y haciéndote cisco los empeines, que quedan aplastados contra el suelo— , o en postura de yoga, o simplemente sentados en una silla. Soy el único de los 25 que nunca antes ha meditado. Se nota. De los tres “anclajes” necesarios para poder meditar —las manos, la respiración y recitar un mantra— solo tengo sitio para dos. El mantra se resiste.
Surgen las interrogantes. ¿Hay que meditar como se es, o hay que escapar de cómo se es para poder meditar? ¿Cómo vaciar la cabeza de lo utilitario, el devaneo y la elucubración y cómo hacer sitio a lo esencial? Por cierto, ¿qué es lo esencial? ¿Cómo se respira bien? ¿Cuál es el objetivo de meditar en silencio? Respuesta de uno de los maestros: “No esperar que nada pase… porque ya está pasando”.
Ni una palabra. Nada de miradas. Gestualidad cero, incluidas las comidas. No estamos aquí para ser simpáticos. Movimientos lentos. No estamos aquí para el espasmo y la prisa. Proscrito el móvil. No estamos aquí para seguir enganchados al mundanal ruido. Nada de libros. No estamos aquí para leer. Solo una libreta y un bolígrafo para anotar pautas de postura y respiración, recomendaciones —espirituales o no— y líneas de pensamiento sugeridas por los monitores.
Y el silencio. Bueno, es un decir. Nada como un retiro de silencio para comprobar que el silencio total no existe. Pasará un avión. Ladrará un perro lejano. El canto de los pájaros. El estruendo del viento en los cristales. El crujido de la madera del techo. La respiración acompasada de tu meditador o meditadora de al lado, con quien a veces acabas sincronizándote. Crepitará la leña en la chimenea. Sonará un gong. Fin de la sesión. Volverás a casa entusiasta, dubitativo o escéptico. El silencio es libre. También su impacto en cada cual. El silencio también es miedo. Te lleva a lo desconocido.
Viaje a la quietud benedictina. Tres días en el monasterio de Silos
Murciélagos revolotean frenéticos por entre las arcadas del claustro románico. Son las 21.20, acaba de terminar el tiempo de la cena en la abadía benedictina de Santo Domingo de Silos (Burgos) y tres o cuatro sombras deambulan congeladas alrededor del ciprés centenario que cantara Gerardo Diego. “Enhiesto surtidor de sombra y sueño”. Enseguida empezarán las Completas y, con ellas, se cerrará el agotador ciclo de oficios religiosos que cada día concelebran los 23 monjes de Silos y sus invitados foráneos en la hospedería.
Por 40 euros, el huésped (en Silos solo hombres) tiene derecho a pensión completa e ilimitadas dosis de paz… siempre que la busque. El hermano Moisés, el hospedero, tan solo pide cuatro cosas: quedarse un mínimo de tres noches y un máximo de siete, no utilizar la abadía como un mero hotel desde el que hacer turismo, no meter ruido y estar en silencio salvo en situaciones imprescindibles, y ser puntual en las comidas y —si se acude— en los actos religiosos. No siempre se cumple el reglamento, especialmente en los puntos 2 y 3. “Hoy no comemos aquí, nos vamos de turismo y a comer un corderito a Covarrubias” o “Vamos al pueblo a echar un café y lo que venga” son frases que podían escucharse durante la estancia reciente que sirvió de base a esta historia. Pero son excepciones.
Las habitaciones —y en concreto esta 202, de nombre Santa Virila— son espacios perfectos para la práctica del silencio. También el claustro, los pasillos, la huerta y la iglesia, donde solo el canto gregoriano de los monjes, puro suspiro acompasado de 1.500 años de antigüedad, irrumpe como banda sonora. Una banda sonora, recuérdese, que en 1993 coronó las listas de éxitos discográficos con más de 160.000 discos vendidos. Escucharlo en directo en las vigilias (seis de la mañana), sentado en el propio coro cuando te invita a hacerlo uno de los monjes (como ha ocurrido hoy), es un raro privilegio.
Hasta aquí vienen estudiantes en plenas oposiciones, ejecutivos de empresa en busca de limpieza mental (“vengo al menos una vez al año y paso una semana, y me largo con las pilas cargadas hasta arriba”, asegura uno de ellos, que prefiere no decir su nombre), aficionados al románico, simples curiosos y católicos practicantes que encuentran aquí un contexto perfecto. “Aquí el silencio impresiona cuando pasas la primera noche…, es algo que se oye”, explica Toni, de Villena (Alicante), en esta su segunda estancia en Silos y después de cuatro caminos de Santiago en soledad y silencio absolutos. Apenas una hora después, durante el oficio de sexta, un autobús entero del Imserso irrumpirá en la iglesia de la abadía entre murmullos, primero, y conversaciones en voz alta, después. La ingrata sensación en ese momento es que, en lugar de en un templo de silencio, estamos en un Corte Inglés del “turismo espiritual”. “El Imserso es que es temible”, lamentará en el comedor el hermano Moisés.
Siete años en soledad. Arturo, el ermitaño de Santa Bárbara
Arturo Rigol, barcelonés de 63 años, lleva siete viviendo solo aquí arriba, en una de las montañas que rodean Alcañiz (Teruel). Es el ermitaño de Santa Bárbara y vive en silencio, exceptuando las contadas escapadas que hace al pueblo a por provisiones o al médico. Tras dar no pocos tumbos, hace siete años se enteró a través de un amigo de que se había muerto el anterior ermitaño y de que buscaban otro. “Y vine enseguida y me cogieron”, explica mientras rodeamos la ermita en un día gris plomo que amenaza aguacero y ha traído un cierzo que taladra los huesos.
“Yo no soy creyente, y me considero libertario. ¡No anarquista, ¿eh?, que si no estaría poniendo bombas!”. Arturo escapó de una vida digamos azarosa y acabó en Santa Bárbara, donde arregla la ermita, cuida la hierba y ayuda en todo lo que puede cuando sube la romería de San Salvador, en junio, o la de Santa Bárbara, en diciembre, y también cuando se reúnen aquí los quintos de Alcañiz. El resto del tiempo está aquí arriba, con la única compañía de su propio yo y de sus perros Popo y Zen, en medio del monte, rodeado de zorros, tejones y liebres. Arturo es un ermitaño. Y, si nos atenemos a la definición de la RAE, también un anacoreta: “Persona que vive en lugar solitario, entregada enteramente a la contemplación y a la penitencia”.
—Y en medio de tanto silencio, ¿a qué se dedica?
—A la contemplación.
—¿Y qué se dice usted? ¿Habla mucho consigo mismo?
—Muchoooo…, pero ya estaba acostumbrado porque había practicado meditación zen hace años.
—¿El silencio ayuda?
—El silencio claro que ayuda, te ayuda a encontrarte a ti mismo. Yo aquí solo discuto conmigo. Y claro, siempre tengo razón, ¡ja, ja, ja, ja! Pero oye, a veces también es complicado, no siempre es fácil. Por ejemplo, después de la pandemia y del confinamiento me costó mucho volver a estar solo…
Arturo vivió 10 años en Venezuela y allí trabajó, se casó y tuvo a su hija, Joana, de 33 años, que es diseñadora, vive en nueva York y a la que no ve desde hace 15. La verá ahora, con motivo de la Barcelona Fashion Week, en la que ella participa. También tiene dos nietos, a los que no conoce. Supuestamente los conocerá en diciembre. “Me tiemblan las piernas solo de pensarlo”. Su mujer murió de una pulmonía cuando tenía 37 años. Arturo y la niña se la encontraron muerta en la cama.
El anacoreta de Santa Bárbara da un abrazo. Luego vuelve. Al silencio.
Vuelta a Alcañiz por un camino de cabras, coche hasta Zaragoza y AVE Zaragoza-Madrid. Qué curioso. En el “coche en silencio” que oferta Renfe, el jaleo es olímpico. Tres veinteañeros comentan eufóricos el fin de semana que han pasado en Barcelona. El señor de al lado habla durante unos 20 minutos de no se sabe qué demonios de venta de materiales. Cuando se le regala una mirada de abierta perplejidad, responde con otra de amenazante interrogación. Estaría genial aplicarles, si existiera, la “máquina romperruidos” que se inventó el escritor José Ángel González Sainz en su libro La vida pequeña. El arte de la fuga.
Nadie protesta en el tren. Coche en silencio. Definitivamente, este país no tiene remedio. Pero sigamos el viaje.
La periodista hiperactiva que hizo ‘clac’. Una conversación con Mar Cabra
El 28 de junio de 2020, la periodista Mar Cabra, que ganó un Premio Pulitzer gracias a su labor de coordinación en la investigación y publicación de los llamados Papeles de Panamá en el seno del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ), escribió un artículo en EL PAÍS. Su título: Cuando la mente cae esclava de la tecnología. En él relató su particular vía crucis como consecuencia de lo que llama sin tapujos “mi adicción a la tecnología”. Era el prolegómeno de la nueva vida de Mar Cabra, que decidió, si no apagar el interruptor, sí modularlo hasta el punto de cambiar de vida. Dejó Madrid y se fue a vivir a Aguadulce (Almería). Del ruido al silencio. De la tormenta perfecta a la meditación.
Hoy, con la perspectiva del paso del tiempo y del radical cambio de usos y costumbres en su vida, Mar Cabra recuerda así lo ocurrido: “De repente mi cuerpo me empezó a enviar señales, perdí un ovario, empecé con problemas de tiroides…, y en mitad de unas vacaciones de verano me dije: ‘Esto no puede seguir así, tengo que parar esta rueda’. Yo ya había empezado a hacer meditación y había iniciado un camino más hacia el silencio. Empecé a irme todos los meses de retiro de silencio y meditación. Era como cuando sales del agua y tus pulmones hacen ‘¡aaaahhh!’. Pero cuando publicamos los papeles todo volvió a ser una locura. Estaba todo el día en televisión, daba charlas, viajaba sin parar…, estaba otra vez metida en una inercia peligrosa. Entonces, un día me permití una hora de silencio mientras me bañaba y ahí sí, ya sentí que tenía que parar”.
Si bien mantiene una importante actividad profesional, puede decirse que Mar Cabra cambió de vida. “Sí, me quité de en medio y empecé un camino de redescubrimiento en el que el silencio y la meditación fueron claves. Si no hubiera parado, habría tenido consecuencias mucho peores para mi salud. Creo que no estamos siendo conscientes del daño que este ritmo y este ruido están provocando en nuestra salud mental y física”.
Salud, bienestar, meditación y compasión. Natalia Martín Cantero y la “industria del ruido”
Periodista especializada en temas de salud, psicología y bienestar, Natalia Martín Cantero se dedica desde hace más de 20 años a recibir e impartir clases y sesiones de yoga y meditación, y es instructora de entrenamiento y cultivo de la compasión para la Universidad de Stanford (EE UU), disciplina que aúna enseñanzas de mindfulness, estudios científicos y disciplinas de compasión y autocompasión. Desde hace años acude con regularidad a Plum Village, el centro budista del monje Thich Nhat Hanh (el maestro zen vietnamita fallecido en enero y considerado por muchos como el monje budista más influyente después del Dalái Lama), en el suroeste francés, a cuya comunidad pertenece.
“El silencio”, reflexiona, “es la piedra angular de cualquier tradición contemplativa. El ‘noble silencio’ se refiere tanto a la forma física del no hablar como al silencio interior… y a la escucha, que son dos caras de la misma moneda”.
Sus fuertes convicciones incluyen un escepticismo militante y una acerada crítica a lo que considera “un gran oportunismo actual en torno a las cuestiones del mindfulness y la meditación”. ¿Hay una industria del silencio? “Más bien lo que yo creo que hay es una industria del ruido”, aclara, “y para contrarrestar esto hay personas que ofrecen constantemente fórmulas y más fórmulas y venden muy bien lo suyo, pero yo creo que el silencio no tiene nada que ver con eso”. De hecho, con la pandemia han surgido, según su opinión, “muchos oportunistas y muchos cantamañanas que se aprovechan de cómo está la gente, y se ha creado, es cierto, una industria de la contemplación y una competencia feroz por el público”. Natalia Martín Cantero lo tiene así de claro: “Aquí todo está a la venta…, y el silencio también”.
Una de las vías de escape en busca del silencio que hoy causan verdadero furor en la oferta de ciertos establecimientos hoteleros de lujo son los denominados “baños de bosque”. Parece un invento reciente y sin embargo… “Yo viví en San Francisco y me fui de allí en 2008. Y por aquel entonces ya había hoteles, escuelas y centros que ofrecían a la gente irse al campo a ver crecer el trigo, y pagabas tu buen dinerito por ello”, recuerda Natalia Martín Cantero.
Cuando el ‘Silencio’ sube a escena. Juan Mayorga y Blanca Portillo: sin palabras
Todas las personas que han participado en este reportaje coinciden en lamentar que nunca conceptos como el silencio, la escucha o la atención —de este último, la escritora y pensadora Simone Weil hizo una verdadera profesión de fe— han estado tan arrinconados…, casi mal vistos. Consecuencia en la vida práctica: alguien callado es, antes que prudente o educado, alguien sospechoso. O soso. O cobarde. Frente a eso se sitúa el 90% de la clase tertuliana y nos situamos, en general, amplísimas parcelas de los medios de comunicación. “Hay una cultura de la invasión, un horror vacui que hace que el tiempo de silencio, de espera y de escucha sean tiempos perdidos…, es una cultura del narcisismo y de la exhibición”, explica el dramaturgo Juan Mayorga, que cimentó en el silencio su discurso de ingreso en la RAE y, a partir de ahí, escribió el monólogo Silencio, que interpreta Blanca Portillo y que triunfa por toda España tras haberlo hecho en el Teatro Español de Madrid.
Si se piensa en el silencio, es obligatorio pensar en lo no dicho, y en este punto Mayorga alude a Walter Benjamin y su teoría de la traducción y de lo no traducible (La tarea del traductor). “Él viene a decir que lo importante en una traducción es precisamente lo intraducible en la lengua de partida, que desafía a la lengua de llegada a extenderse y a ahondarse. Eso a lo que atiende fundamentalmente es a lo que no comprendemos del otro y, por tanto, requiere una actitud especialmente hospitalaria, y la actitud hospitalaria por antonomasia es la de la escucha, pero claro, eso requiere un esfuerzo”.
Una metáfora eficaz —y no precisamente confortable para el espectador— del valor apisonador que puede encerrar el silencio son esos cuatro minutos y medio que Blanca Portillo interpreta asombrosamente en la obra de Juan Mayorga, y que aluden a una composición (¿no-composición?) del músico John Cage titulada 4′ 33″. Una actriz callada en el escenario durante 4′ 33″. Así describe Portillo este reto: “Se trata de compartir 4 minutos y 33 segundos de silencio con el público de un teatro, cosa que no suele ocurrir normalmente. Eso se convierte en una comunión. Y claro, hay gente que se siente incómoda. En una función, un señor gritó: ‘¡¡¡¿Cuánto queda?!!!”.
Claramente hay en esa escena un ingrediente de provocación, también de aviso a navegantes: “Tiene mucho de provocación, claro que sí, es poner la atención sobre nuestra falta de silencio. Pero a partir de esa escena de cuatro minutos y medio, te puedo asegurar que los siguientes silencios que se producen en el teatro son infinitamente más profundos que los que se han producido anteriormente. El público entra en otro estado”. Palabra de Blanca Portillo, que confiesa al final de la conversación: “Estoy deseando hacer un retiro de silencio”.
El cine. Una banda sonora callada
El crecimiento de la seducción del silencio en nuestros días es exponencial…, pero la cosa viene de lejos. Miles y miles de creyentes, ateos, agnósticos y mediopensionistas cayeron rendidos en 2005 ante la belleza inquietante de una película como El gran silencio. El director alemán Philip Gröning la rodó en el monasterio cartujo de la Grande Chartreuse, en los Alpes franceses. Pudo hacerlo 16 años después de haber pedido permiso a los monjes, que le respondieron: “Es demasiado pronto, ya le llamaremos”. El documental, de casi tres horas, permaneció durante meses en un cine de Madrid y ganó el Premio del Cine Europeo al Mejor Documental. La película tiene, por increíble que parezca, una banda sonora editada en disco: pisadas en la nieve, el murmullo de una lumbre, el trabajo en la celda, las risas del monje en el tiempo de recreo. La banda sonora del silencio.