Álvaro Perdices, el artista que reflexiona sobre la ruina estética española
Muebles de estilo remordimiento, restos de la antigua algodonera en Córdoba, corrupción y naturaleza salvaje. A través de fotos, vídeos e instalaciones, el artista multidisciplinar Álvaro Perdices reflexiona sobre la estrecha relación entre la ruina estética y moral en la historia de España y su patrimonio.
Hay un camino que lleva desde la decadencia del imperio español en el Barroco hasta el brillo hortera del caso Malaya con parada obligatoria en el nacionalcatolicismo franquista. La historia de nuestro país puede contarse como la de una gran ruina, aunque a veces estuviera revestida del lujo más deslumbrante. De esa relación entre ruina estética y moral, del estrecho límite entre el esplendor y la caída y de cómo se construye el patrimonio cultural es de lo que tratan los últimos proyectos del artista multidisciplinar Álvaro Perdices (Madrid, 50 años).
En el Museo CA2M, en Móstoles (Madrid), tiene hasta el 21 de agosto la exposición Espejo y Reino / Ornamento y Estado, que reúne varios elementos —arquitectura, foto, vídeo e instalación— alrededor de la historia del Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, pabellón festivo y ceremonial que ordenó construir el conde duque de Olivares para Felipe IV en el siglo XVII. Tenía la función de escaparate para la supuesta magnificencia del imperio español, como reflejaba la pompa de su decoración interior. En sus paredes colgaban retratos de los reyes y cuadros de gran formato que representaban las gestas militares españolas de la época. Algunos soberbios y otros no tanto: entre los primeros, La rendición de Breda, de Velázquez, popularmente conocida como Las lanzas. Pero bajo el maquillaje ornamental y las aparatosas obras de arte, su calidad constructiva era deficiente y pronto comenzó a generar problemas. Lo mismo que el propio imperio español, que llevaba décadas resquebrajándose. Tras varias reformas, en el siglo XIX el Salón de Reinos se convertiría en Museo del Ejército, utilizado como medio de propaganda nacionalista durante la dictadura franquista. “Ya sea como Salón de Reinos o como Museo del Ejército, el palacio hizo un ensalzamiento heroico que servía para contar la mentira de una gloria militar española”, dice Perdices. “En el caso de Franco, se intentó además crear un lugar vernáculo que tampoco existía realmente”.
Ese falso vernáculo está encarnado, en mitad de la sala del CA2M, en unos muebles de estilo remordimiento español, cuya fealdad casi ofensiva está acrecentada por un dato invisible: quienes fabricaban aquellos muebles de madera eran presos de la cárcel de Ocaña, sometidos por el franquismo a la pena de trabajos forzosos. A su alrededor, un pabellón minimalista de vidrio y acero, diseñado por los arquitectos de Estudio Herreros, alude a la reforma que Norman Foster, el gran maestro del high-tech contemporáneo, ha ideado para el Salón de Reinos original. El plan es convertirlo en una extensión del Museo del Prado, y se espera finalizar la obra hacia finales de 2024: “Esa modernísima reforma de Foster trata de eliminar las capas incómodas de la historia para blanquear el pasado del edificio”, valora Perdices.
Un blanqueamiento que comenzó en 2009, cuando se trasladó el Museo del Ejército a otro palacio representativo del imperio de los Austrias, el alcázar de Toledo. Pero el pasado se resiste a ser borrado. Perdices lo invoca a través de las fotos que expone en el CA2M y muestran detalles del museo recreándose en su grandilocuencia siniestra y cutre. En algunas imágenes el propio Perdices aparece desnudo, en un reflejo borroso: “El palacio original estaba lleno de espejos para que se reflejara el rey, ahora yo tomo su lugar como un intruso, además de aportar un elemento LGTBI inesperado”.
Esa estrategia de mezclar humor y análisis histórico la repite en El tercer patio, la instalación que Perdices ha plantado en la entrada de otro museo, el Arqueológico de Córdoba. Estará hasta verano. Allí, no muy lejos de unas piezas de mármol pertenecientes a antiguos dinteles romanos, ha colocado un conjunto de pilares de hormigón sacados de una ruina contemporánea: la antigua algodonera de Córdoba, que llegó a ser una de las fábricas más importantes del textil nacional antes de subastarse junto a otras propiedades de Rafael Gómez Sánchez —conocido como Sandokán por su tez bronceada y tupida melena canosa—, el empresario condenado por el caso Malaya. Aquel episodio de corrupción urbanística en la Costa del Sol fue otra historia de auge y caída de un imperio que ya forma parte de la leyenda de nuestro país, caracterizada por su repertorio estético de brillo y exceso: de camisas desabrochadas, oro a discreción e insobornable tendencia a la tanorexia. “Ese fue otro momento de crisis, de algo que sucumbe, y yo lo represento mediante estos elementos de arqueología moderna que traslado al museo”. Mientras, en La Algodonera, hace años que se abre paso una vegetación exuberante que acelera la decadencia de la construcción: “Son especies salvajes, no mediadas por el ser humano, que reconquistan el lugar con tanta violencia que llegan a tirar las paredes”, explica Perdices.
Pocos días antes de la inauguración de la obra en el Arqueológico comenzaba también el Festival de los Patios de Córdoba, una tradición centenaria declarada patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la Unesco. Pese a su hermosura certificada, para Álvaro Perdices esta manifestación presenta también un elemento artificioso. “Me gusta meter mi cuña para ir quebrando ciertos discursos”, explica. “Y hay que recordar que los geranios que ahora se usan en los patios cordobeses, tan folclóricos, han sido creados genéticamente en Holanda para añadirles un color rojo muy brillante que la especie original no tenía”. Todo lo contrario de lo que ocurre en El tercer patio (el título de su intervención alude al Manifiesto del tercer paisaje, del paisajista Gilles Clément, sobre los terrenos no controlados por el ser humano), que nos lleva hasta ese lugar donde la naturaleza, diversa y salvaje, ha vuelto a tomar lo que es suyo en lugar de resignarse a un papel de elemento decorativo. Otra forma de decadencia, solo que de una belleza arrebatadora.
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