Los buitres y el anarquista, una curiosa historia de amor que dura ya seis décadas
Manu Aguilera lleva 60 años alimentando y estudiando a las necrófagas en la sierra de Guara, en Huesca. Sus observaciones han llenado ya cuatro libros y se utilizan en investigaciones científicas
Cuando vengo solo me echo a dormir y los buitres se tumban a mi alrededor. Rara vez se comen un cadáver reciente”, dice Manu Aguilera. Se pone un chaleco rojo y camina por la sierra de Guara, en el Prepirineo aragonés, hasta su comedero, un peñascal de roca pelada entre arbustos. Le seguimos un grupo de curiosos para verle convocar a los buitres leonados y a los quebrantahuesos (“quebrantas”), dos de las cuatro especies de buitres de la Península, junto con el buitre negro y el alimoche. Se ven 5 buitres, 50 y luego cubren el cielo 100, 200. Vuelan en un trazado circular, sincronizado y silencioso hasta el calvero inclinado. Es el rompedero donde los quebrantas trituran huesos y digieren los tuétanos.
Aguilera pide silencio y se acerca al grupo manso de buitres empujando una carretilla verde llena de patas de cabra. Desparrama las patas por la ladera y flotan en el aire olores de cabra y tomillo. Un estruendo de alas gigantes y graznidos desbarata la paz de la montaña. Él se pone unos guantes y se sienta entre ellos.
“Covid, deja a Ram. ¿Te has lavado para la foto?”. Envuelve un huevo con sus manos y deja una abertura por donde sale un pico torcido. “Aquí no pasa nada hasta que se llevan a un turista”, bromea.
El 90% de la población de buitres leonados (Gyps fulvus) vive en la Península. En su último censo (2018), la ONG SEO/BirdLife consideró la especie a salvo. Estuvo en peligro en 2001, cuando las vacas locas, porque se prohibió tirar reses muertas al campo y los buitres morían de hambre. Pero Aguilera dice que los buitres leonados desaparecerán. Censa dos colonias en Guara y registra menos crías cada año. Una colonia de 100 parejas incuba 29 polluelos; la otra, de 90, 38.
—Y hace dos años incubaban 80 huevos. Ya veremos los que nacen y los que llegan a adultos.
Anota algo en la libreta y gira su gorra apresando la visera con el índice y el pulgar. El sol se refleja en sus gafas negras y se enciende el pañuelo verde del cuello entre los pliegues de su polar azul. Tiene 69 años.
Los buitres son torpes en la roca: patean como buzos y corcovean chepados con la mirada absorta, gallinácea. Tienen aire de detectives con gabardinas ocres de cuello de pelo blanco. Sus picos son duros y curvos. Con ellos perforan la piel, desgarran la carne y descuajan las vísceras de los cadáveres. Irrumpen en las tripas con sus cuellos largos y retráctiles y sacan sus cabezas ensangrentadas. En la zona hay leyendas sobre algunas fieras voraces que raptan bebés en las madrugadas.
Se oye un sonido tierno, como el estornudo de un bebé. Alguien pregunta si están resfriados:
“No, es para limpiarse. Ellos respiran por un agujerito del paladar”. Agarra un pico, lo acerca para sí y le tararea una melodía improvisada al buitre. “Son como niños, ¿eh? Si lo pilla uno de esos periodistas terribles, bah, peor que dragones”.
Dice que los buitres son las aves más sociales, las únicas rapaces sin fuerza prensil en las garras y que por eso regurgitan la comida para sus polluelos. Dice que es imposible que los buitres maten a una vaca o a un cordero. Que los ganaderos culpan a los buitres para cobrar el seguro.
—Que vayan a contar milongas a otro lado —dice para sí—. Los buitres caminan sobre dos patitas.
Aguilera nos lanza comida y los buitres la persiguen, pero detienen su impulso. Nos temen.
—Bueno, pues estos son los malvados buitres. ¡Los buitres de la bruja!
Nos marchamos, pero él se queda cinco minutos a solas con ellos para deshacer el hechizo que los retiene. Echo un último vistazo y Aguilera, creyéndose solo, susurra a las aves: “Ya se van los bichos”.
Desandamos un sendero pedregoso que cruje hasta un montón de piedras. Estamos en “el santuario”. Es el territorio sagrado donde Manu Aguilera y su amigo Pepe Chávarri crearon el comedero en 1979. Entonces se creía que no había buitres en la zona. Pero ellos vieron a un quebranta, luego encontraron un pollito y los siguientes 15 años alimentaron una colonia entera. Chávarri murió, pero Aguilera los alimentó cada jueves durante 25 años más.
El santuario huele a romero, que brota entre aliagas, tremoncillos y arbustos de los que cuelgan pelvis, fémures y cráneos agrietados de carnero. Aguilera entregó a los buitres con cariño el cadáver de su perro, Marlon. Luego colgó su cráneo limpio en uno de los arbustos.
—Cuando los niños ven huesos colgando les digo que es el árbol de Navidad del quebranta, igual que ellos cuelgan bombones. Qué les vas a decir.
Cinco minutos después se oye el motor remoto de la carretilla eléctrica. Al llegar, Manu Aguilera señala el montón de piedras. Es un hito en memoria de su amigo Pepe Chávarri.
—Un hito es una costumbre del Tíbet: amontonan piedras cuando muere un escalador. No arrancan flores. Y quien lo visita pone una piedra.
Cojo una piedra quebradiza para colocarla, pero siento apuro por profanar un rincón tan íntimo, y la devuelvo al monte. Envuelto en la brisa fría de Guara, Aguilera está de pie mirando a los Pirineos. Achina los ojos y sonríe:
—¿Sabéis qué hice de niño para acercarme a los buitres?
***
Guara es un cascarón vacío. Dentro de la montaña reposa un acuífero que culebrea entre galerías. La montaña se llena de agua de lluvia a través de las dolinas. Cuando rebosa brotan los ríos: el Formiga, el Alcanadre, el Calcón, El Ésera. Por una de esas dolinas, La Grallera, se suicidó en 1966 el labrador Gregorio Santolaria. En las comisuras de esa boca oscura dejó su carné de identidad, su cartera y una botella de coñac. El acuífero se descubrió tratando de recuperar su cuerpo a 280 metros.
Guara es maravillosa para descender barrancos.
—En verano se llena de turistas —el buitrólogo autodidacta bebe un descafeinado y come un bocadillo de tortilla francesa—. Eso es terrible para los buitres porque crían en las paredes de Guara, a 200 metros de altura. Son cañones muy profundos.
Estruja el bocadillo, cruje el pan caliente, se desborda el interior. Arranca un pellizco tierno y come.
—Los buitres jóvenes tienen vértigo. Siempre están al fondo del nido. Les da pánico asomarse. Y los padres dejan de alimentarlos para que salten al vacío. Algunos están muy débiles y caen por un desfiladero del que no salen. Pero eso no es nada.
Aguilera termina el bocadillo y explica que los buitres jóvenes emigran de España a Gambia, ida y vuelta, una vez en la vida. Nadie sabe por qué. Lo llama la gran migración.
Dice que los buitres usan corrientes de aire para cruzar el Estrecho, pero que las aspas de los aerogeneradores los succionan y guillotinan. Dice que los que cruzan el Estrecho se enfrentan a cazadores marroquíes, a la sed en el Sáhara y a los furtivos de Gambia, que los envenenan para que las aves no se lancen sobre sus presas. Sorbe el café y dice que su odisea no ha terminado, que los supervivientes deben regresar a España y los que lo consiguen se enfrentan al hambre y al diclofenaco, un antiinflamatorio veterinario tóxico para ellos.
—Los buitres desaparecerán en 10 años.
Durante las misiones para recuperar el cuerpo de Gregorio Santolaria seguía vigente la ley de alimañas (de 1953 a 1979). La ley de alimañas protegía la fauna de caza. El resto era prescindible. En 1958 se habían aniquilado más de medio millón de jinetas, zorros, cuervos, gatos monteses, lobos, buitres, alcotanes, águilas, urracas y nutrias. Los furtivos vendían patas de buitre o colas de zorro por una peseta la pieza. El buitre leonado estuvo al borde de la extinción.
Los buitres alcanzan la madurez entre los cinco y ocho años y ponen un huevo al año. Viven unos 45 años, así que ponen unos 40 huevos en toda su vida. Se desconoce cuántos sobreviven a la gran migración. En 1989 había menos de 10.000 parejas de buitres leonados en España. En 2018, el último censo, 30.946.
***
Aguilera achina los ojos, sonríe, levanta una pluma de buitre y la observa a contraluz:
—¿Sabéis qué hice de niño para acercarme a los buitres? Algo que no debéis hacer si os apreciáis un poco. Cuando tenía nueve años mi abuelo me enseñó los buitres en el muladar. Me impactaron tanto que a los 12 iba solo a verlos, pero no podía acercarme porque se asustaban. En esa época decían que eran alimañas y yo quería saber por qué. No encontraba nada escrito sobre ellos, solo que eran malos y feos. No se veían como animales que limpian el campo. Entonces fui al muladar, donde tiraban cadáveres, y vi una vaca seca: piel y huesos. Me metí entre sus costillas, puse unas ramitas para que no me vieran y pasé la tarde con un cuadernito. Esperé horas. Cuando los buitres bajaron, saqué la mano y los toqué. Llegué a casa con un olor que no podía disimular y me zurraron con el batán que me doblaron. Cogí el tifus. Casi me muero, pero es igual, y cuando me recuperé cogí la bici y fui a ver a mis buitres. Aprendí un montón de cosas que se desconocían, como que eran incapaces de agarrar. Ojo con las garras de cualquier otra rapaz porque te perforan. Yo ponía las manos entre sus patitas y nada. No sé por qué no lo escribían en los libros.
El coche avanza a saltos a causa de las piedras del camino de vuelta y Aguilera cuenta que no pudo ir a la universidad, pero consiguió un boli, un cuaderno y un cadáver desde el que observar. Ha registrado datos durante seis décadas que ahora aprovechan biólogos en prácticas, documentalistas de National Geographic y los lectores de los cuatro libros que ha coescrito: Pájaro de barro, Silbido de cierzo, Uña de cristal y Las rapaces ibéricas. A veces colabora con investigaciones académicas.
Vamos a Las Pichillas de Binaced, el primer comedero que Manu Aguilera y Pepe Chávarri levantaron sobre el muladar de su pueblo. Hoy el antiguo muladar es un campo de melocotoneros. Allí echa carroña a diario a los mismos buitres de Guara. Ellos vuelan 40 kilómetros entre los dos comederos. El viaje sigue durante 70 kilómetros hasta la estatua de Leonardo.
***
Durante el trayecto, Aguilera cuenta que es anarquista como los buitres. Fue hippy y abandonó esa vida porque lo del amor libre estaba bien, pero había unos que lo hacían todo y otros que no hacían nada. Escaló montañas para gritar en las cumbres, solo y libre: “¡Mierda!”. Escalaba cuando no trabajaba en el pub, situado debajo de su negocio, Casa Rural Sanz.
—Yo decía que mientras hubiera borrachos comerían los buitres —ríe. Luego cambia a un gesto serio—. Esto me ha costado muchas cosas de mi vida: coches rotos, separaciones, he renunciado a mi familia por los buitres, pero cuando estoy con ellos me siento feliz.
En la base del comedero de Las Pichillas de Binaced hay una escultura de chatarra. Es un buitre sobre un pedestal de piedra. Aguilera moldeó la escultura en 2003 con los restos del accidente de tráfico en el que murió a los 35 años Pepe Chávarri y también Alberto Alamar, de 28. En el pedestal se lee: “Mañana, cuando yo muera, no me vengáis a llorar. Nunca estaré bajo tierra, soy viento de libertad”.
Dice que le gustaría que los buitres se llevaran su cuerpo cuando muera, como a los celtíberos, que creían, como él, que los buitres son ángeles encargados de llevar las almas al cielo. Hay un mosquetón en una de las garras de hierro. La escultura representa a Leonardo.
—En 1983 me llamó un pastor porque tenía un buitre jovencito, de estos que se caen y no vuelan. Fuimos Pepe Chávarri y yo: “Venimos a buscar al buitre”, dije. Entonces oí a la señora desde la cocina: “¡Leonardo, Leonardo!”. Unos gritos. Ella abrió la puerta y el tío subió caminando por la escalera. Flipamos. Era como un hijo para ellos. Lo criaron. Comían juntos. Creímos que volvería a la naturaleza. Anduvo suelto, pero comía en mi pequeño campo, se encaramaba a la torre de la iglesia, jugaba con los niños. En fin, lo que nunca haría un buitre. Y bueno, Pepe y yo decidimos atarlo ahí arriba y alimentarlo por las noches. Pensamos que así se enamoraría de un buitre y se marcharía. Pero tal fue la historia que una noche dos hombres lo mataron a tiros.
Buscaron a los matarifes para pedirles explicaciones, conocer el motivo.
Una brisa suave arrastra la fragancia de los melocotones. Los árboles brotan del mismo suelo donde se extendió el muladar del pueblo en el que Aguilera conoció a los buitres. Se pone el sol y se recortan en el cielo las siluetas de algunos milanos reales. Aguilera suelta el mosquetón de la escultura. Chirría el hierro contra la piedra, lo mira un segundo y explica que lo colocó porque Leonardo podría haberse salvado si no lo hubiera encadenado. De pronto parece claro por qué Aguilera gritaba “mierda” en las cumbres.
—Encontramos a los asesinos de Leonardo y les preguntamos por qué lo hicieron.
—¿Y qué dijeron?
—Que porque sí. —eps
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