El grito de Doñana, un humedal sediento
Las lagunas de Doñana se quedan sin agua. La sequía ha dado la puntilla, pero nadie duda de que detrás del desastre ecológico se encuentran las extracciones del acuífero para alimentar la agricultura y el turismo
El todoterreno deja atrás el control de entrada y se adentra botando por la pista en una de las áreas restringidas del parque nacional de Doñana (Huelva y Sevilla), escoltado por pinos, sabinas, brezos. “Está seco, muy seco, más seco que nunca”, constata Eloy Revilla, investigador y director de la Estación Biológica de Doñana, germen de este espacio protegido, al volante del vehículo. Incluso la vegetación más resistente sufre los estragos de la escasez de precipitación. Estamos a mediados de octubre, y a lo lejos se divisa una llanura, vacía, con el lecho resquebrajado por la sequedad: la laguna permanente de Santa Olalla (debería contar con agua todo el año), o lo que queda de ella. Su desolación simboliza el maltrato al humedal del parque nacional de Doñana, uno de los más importantes de Europa, que sufre desde hace décadas extracciones para dar de beber a la agricultura intensiva de frutos rojos y al turismo. Con el régimen natural completamente perturbado, la interminable sequía ha dado la puntilla al espacio natural.
De uno de los bordes de Santa Olalla —ha llegado a cubrir 45 hectáreas— mana un pequeño regato que se pierde hacia el centro de la laguna manchando la tierra de un marrón más oscuro. El cauce ha aparecido varias semanas después de la marcha de los veraneantes de Matalascañas a finales de agosto, lo que permite al acuífero subir de nivel en esa zona y surgir. La macrourbanización, que recibe a unos 150.000 visitantes durante el estío, linda con el espacio protegido y se nutre del agua subterránea que debería estar alimentando esta laguna y la Dulce, las únicas permanentes de las 54.252 hectáreas del parque nacional, además de las temporales. El parque está rodeado de otros territorios con menor nivel de protección (parque natural) que conforman el espacio natural de Doñana en las provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz.
“Esto es solo un pequeño alivio que no soluciona el problema”, añade Revilla contemplando el manantial, mientras arranca un pequeño tallo de taraje, una de las especies vegetales que acaban por colonizar las lagunas cuando no se inundan durante varias temporadas. Un escenario cada vez más habitual.
Al fondo de Santa Olalla, un grupo de 15 flamencos solitarios emprende el vuelo, sin más compañía que una vaca tumbada plácidamente a pleno sol sobre el secarral. Es difícil imaginar la realidad otoñal en la que debería estar sumida la laguna: un magnífico espectáculo de aves limícolas picoteando en el barro a la búsqueda de pequeños invertebrados. Al avanzar la estación, llegan miles de patos, gansos, ánsares… desde el norte de Europa, también a las marismas, zona húmeda de extraordinaria importancia, al este del parque nacional, junto al margen del Guadalquivir. Suelen inundarse en otoño con las lluvias porque su suelo es impermeable, al contrario que el arenoso de las lagunas, que filtra el agua y necesita que suba el nivel del acuífero para llenarse. Al principio de primavera o verano se secan y se transforman en territorio de caballos, vacas, ciervos o jabalíes.
El último informe de seguimiento de aves acuáticas de la Estación Biológica de julio de 2022 concluye que su número fue el más bajo de los últimos 40 años, debido a la “gravísima escasez de lluvias de este invierno [el de 2021]”. Se censaron apenas 87.500 individuos, muy lejos de los algo más de 470.000 del año anterior.
El drama de la falta de agua en Santa Olalla se repite en las lagunas que salpican los arenales del parque. Han desaparecido el 60% de las casi 3.000 documentadas. “Antes se inundaban unos años sí y otros no, porque el clima es mediterráneo y la precipitación es muy variable, pero lo que no es normal es que llevemos décadas así y las estemos perdiendo también”, aclara Revilla. Este año hidrológico, que ha terminado en agosto, se han registrado en la Reserva Biológica de Doñana 282,5 litros de agua por metro cuadrado, mientras que la media de los últimos 10 años fue de 445 litros. Y en julio se batió el récord de temperatura con 46,3 grados, seis más de la media de ese mes desde el año 1978, cuando comenzaron los registros.
—¿No se desesperan?
—Hay veces que cuesta salir de la cama, y que nadie diga que no conocía la situación —responde Revilla.
Su obligación, como miembros de la Estación Biológica de Doñana, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), es “continuar investigando y contarlo a la sociedad”, acota. Y espera que “por fin” las administraciones se pongan de acuerdo y se coordinen para aplicar una solución. “Capaces son, otra cosa es que sean conscientes de la necesidad y la urgencia que existe. Llevamos 30 años diciéndolo”.
La velocidad a la que se están produciendo los cambios asusta. “No es la sequía”, se enfada Carmen Díaz, investigadora de la Estación Biológica de Doñana desde hace 40 años, abriéndose paso entre árboles y arbustos que cierran el paso a la búsqueda de la laguna del Brecillo, una de las que ya solo viven en el recuerdo. “¿Tú crees que esto es una laguna?”, pregunta señalando a las sabinas, los jaguarzos, los brezos o los pinos que invaden el antaño humedal, que no dejan entrever ninguna pista de lo que el Brecillo era y dejó de ser. En el proceso de pérdida de estos ecosistemas acuáticos primero aparece la pradera, después los juncales y, por último, la vegetación terrestre.
“Este cambio no ocurre en un par de años, porque el sistema está acostumbrado a la impredecibilidad de las lluvias del ambiente mediterráneo. El problema aquí es que al acuífero no le da tiempo a recuperarse para superar los periodos secos”, aclara. Pone como ejemplo de adaptación a la zona a los sapos, “que igual te crían en octubre que en enero”, dependiendo de las lluvias. Lo que no soportan son varios años sin reproducirse.
La gran riqueza de Doñana es la variedad de la red de charcas y lagunas entre las que se mueve un flujo de especies, clave para mantener la biodiversidad de sus ecosistemas acuáticos. En Doñana viven 11 de las 13 especies de anfibios de Andalucía occidental, galápagos, tortugas, libélulas y una gran cantidad de invertebrados y plantas acuáticas.
—¿Tiene salvación el humedal?
—La situación de Doñana es insoportable. El cambio radical se ha producido en los últimos 10 años y va tan rápido que o lo arreglamos ya o está muerto —contesta.
De camino a la laguna del Zahillo dos ciervos escenifican de forma involuntaria el mal momento de su hábitat. Observan el todoterreno sin hacer amago de escapar y sin dejar de escarbar en uno de los zacallones, como se llama a los huecos excavados artificialmente cerca de las lagunas para que el ganado y los animales silvestres puedan beber, sobre todo, en verano.
En el parque faltan aves acuáticas por la escasez de agua, pero los ciervos y los jabalíes son una constante. Bajo un alcornoque, medio centenar de ciervos observan al vehículo desde el que Juan Pedro Castellano, director del parque nacional de Doñana, enumera las circunstancias que, en su opinión, han conducido a la situación actual: variabilidad climática, dos años muy secos y cambio climático. “Esto es una belleza, y no lo hemos preparado”, bromea. Para completar la estampa, un águila imperial ibérica planea cerca del coche durante unos minutos.
Castellano, al contrario que los científicos de la Reserva Biológica, que forma parte del parque nacional, se declara “razonablemente optimista” porque se están tomando medidas para minimizar el impacto ambiental desde hace tiempo. “Se levantaron 1.000 hectáreas de cultivo en La Rocina que ahora son parque; se han quitado 7.000 hectáreas de eucaliptos, que consumen mucha agua, y en 2015 se adquirió la finca de Los Mimbrales en la que se cultivaba y que supone un ahorro de 6,7 hectómetros cúbicos de agua”, describe.
Lo acompaña en la visita Enrique Borrallo, director general de Espacios Naturales Protegidos de la Junta de Andalucía, que señala al trasvase de 20 hectómetros cúbicos del Tinto, Odiel y Piedras a la cuenca del Guadalquivir aprobado en 2018 como la solución para evitar las extracciones del acuífero. “Es el Gobierno el que tiene que finalizar las infraestructuras, nosotros le ofrecemos nuestro apoyo”, plantea pasando la patata caliente al Estado. El 13 de octubre, el Ministerio para la Transición Ecológica inició los estudios para completar el trasvase, del que están recibiendo, de momento, solo cinco hectómetros cúbicos para abastecimiento y agricultura.
El clima de optimismo se evapora con Felipe Fuentelsaz, coordinador de Agricultura de WWF. Él muestra la otra realidad del entorno, los pozos que salpican el territorio fuera del vallado del espacio protegido, que alimentan las huertas de arándanos, frambuesas y fresas, como uno situado en el arroyo de Moriana al que se accede sin problemas. Esta construcción en concreto “no tiene derechos, pero está preparando su regularización”, informan desde la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir (CHG). Fuentelsaz asegura que se van a oponer a la legitimación de la infraestructura porque se encuentra en un arroyo considerado como corredor ecológico por el plan de la corona forestal. La construcción de ladrillo capta las aguas superficiales hurtándolas al arroyo, que conecta con otros cursos que desembocaban directamente en las marismas.
“NO+ACOSO”, grita una pintada cuando se accede a la zona cero, entre Lucena del Puerto y Moguer, la más conflictiva por el crecimiento de cultivos ilegales, y a la vez por ser la cabecera del arroyo de La Rocina, el principal que vierte a Doñana. Fuentelsaz sabe que no es bienvenido por estos y otros lares, tras 20 años de perseguir explotaciones, balsas, sondeos… en uso pero sin autorización. “Hay hasta un grupo de WhatsApp que advierte de la presencia de ecologistas, agentes fluviales e incluso periodistas”, asegura. Según sus estimaciones, existen 1.000 captaciones ilegales, mientras que la CHG las reduce a entre 200 y 375, una estimación en función de la superficie detectada por satélite.
Más adelante, una gran balsa de agua sale del arroyo de la Cañada, como si se tratara de una entrada natural del propio cauce. Pero es artificial. El Seprona la clausuró en 2020. “¿Y ahora qué?”, pregunta Fuentelsaz, “porque has hecho un gran daño al arroyo, has metido una excavadora, y ahí se queda, como tantas otras, sin restaurar”. A los lados de la carretera se observan explotaciones abandonadas, con jirones de plástico colgando.
—Tras tantos años de lucha, ¿cómo se siente?
—Decepcionado, cansado. El problema es que obtenemos pequeñas victorias y grandes derrotas. En Doñana nunca se celebra una victoria completamente.
La superficie de riego actual legal, con datos de la CHG, es de 18.592 hectáreas en las masas de agua de Almonte, Marismas y La Rocina. En esta última es donde se localizan las mayores infracciones: 776 hectáreas ilegales. En 2014 se aprobó una amnistía a productores sin permiso de riego con un plan que ordenó las zonas con cultivos del norte de la corona forestal de Doñana, conocido como el plan de la fresa. En ese momento, el 50% de las hectáreas cultivadas eran legales y el resto no. Tras las regularizaciones, quedó un 10% fuera de la ley en la cuenca del Guadalquivir. “Fue un pacto social y de las administraciones de gran ayuda para nosotros, porque hasta ese momento no sabíamos quién se podía regularizar y quién no”, explica Alejandro González, comisario de aguas de la CHG.
En la última vuelta de rosca, el PP de Juan Manuel Moreno y Vox presentaron dos proposiciones de ley para legitimar huertas que consideran que tienen derechos de riego demostrables, a los que no se tuvo en cuenta en el plan de 2014. Una propuesta que ha provocado el rechazo de las asociaciones ecologistas y ha roto la tradicional unión de los agricultores. La Asociación de Agricultores Puerta de Doñana, almonteños, no apoya la iniciativa. Consideran que las hectáreas regadas sin permiso constituyen una ilegalidad “permitida por las administraciones” y puntualizan: “No nos oponemos a que se legalice más superficie, pero no con el agua que hay”. Mientras, la Plataforma de Regadíos del Condado sostiene que es necesario reconocer los derechos históricos de los propietarios de 800 hectáreas, que pueden demostrar que han recibido hasta subvenciones públicas.
WWF recuerda que sobre España pende la sentencia del Tribunal Europeo de Justicia de la Unión Europea de 2021 que concluye que las “extracciones desmesuradas de agua subterránea” en Doñana incumplen las directivas marco de Agua y de Hábitats. Como consecuencia, se deben tomar medidas para preservar el espacio protegido de la sobreexplotación. Legitimar más hectáreas de regadío no les parece el mejor camino para evitar que se causen más daños al acuífero y a la zona de especial protección para las aves (ZEPA) de Doñana.
De vuelta al parque nacional, en la cota 32, la más alta, el paisaje seco cambia y la falta de agua se desdibuja para el ojo profano. La bruma de la mañana se pega al amanecer, ondulante entre las copas de los pinos, de las sabinas… ocultando las cercanas playas atlánticas, pero sin fuerza para disfrazar los edificios de Matalascañas, que se perciben chirriantes e inamovibles.
“¡Chisss!, un venado”, advierte Jaime Robles, cuarta generación de una familia de guardas de la Reserva Biológica de Doñana, germen del parque nacional, que se creó con las 6.800 hectáreas de marismas que compró la organización ecologista WWF en 1963 y que cedió al Estado. Seis años después, el 16 de octubre de 1969, se funda el parque nacional de Doñana, figura que fortificó el espacio con vallas e impedimentos para entrar, pero que no paró nuevas amenazas al amparo del desarrollismo y a pesar de las advertencias de los conservacionistas. Ese mismo año, unos meses antes, se declara Matalascañas de interés turístico nacional. Y en 1971 se cierra el círculo que desembocará en los conflictos actuales, al considerar también de interés nacional la colonización de determinadas zonas regables con las aguas subterráneas. Protección y desprotección al mismo tiempo.
“Aquí se trabaja más con el oído que con la vista”, dice Robles, para advertir más adelante entre el lecho blanco de la fina arena, huellas de zorro, de liebre, de lagartija… Todo bajo control, también los furtivos, cada vez menos frecuentes, aunque todavía se cuelan a por piñas, muy bien pagadas. “Huele a jabalí, venado, pasto seco…”, husmea, mientras circula por la “autopista de verano”, dos profundas rodadas abiertas en medio de la marisma seca cubierta de brezo, material constructivo de las antiguas chozas en las que también se empleaba junco. Es la zona de la Vera, una estrecha franja de transición entre la marisma y los cotos y dunas. En sus ancianos alcornocales, restos de bosques antiguos, crían en primavera garzas, garcillas y martinetes. Son las famosas pajareras de Doñana. Alfonso Luis Ramírez, técnico del CSIC, se acerca a uno de los alcornoques, del que cuelgan unos cubos negros. Comprueba el estado foliar de los árboles, “que está decayendo en general”.
Robles aprendió de los mejores maestros: “Nuestros padres y compañeros antiguos, los sabios del campo”. Hijo de uno de los guardas conocidos como históricos, vivió los primeros 27 años de su vida en el coto. Él y el resto de chavalería, los hijos de otros vigilantes, se subían por la mañana en un Land Rover camino del colegio, saltando charcos, felices (“no te aburrías”, dice). Ese conocimiento profundo hace que a Jaime le duela todo lo que le pasa a la reserva. “A veces te quedas con la congoja de no haber hecho algo, pero no tienes poder de decisión”.
A lo largo de los años ha visto evolucionar el parque hacia un lugar con menos agua. “He conocido las lagunas de agua hasta arriba y secarse, ¡claro que se han secado, años casi por completo!, pero no tanto. Aquí se han juntado altas temperaturas, sequía y cambio climático”. Santa Olalla sufrió en otros dos momentos los estragos de profundas sequías y perdió el agua en 1983 y en 1995, desde que hay registros.
En la valla de entrada a la Reserva Biológica de Doñana espera su padre, también Jaime Robles, ya jubilado. Entró de guarda en 1970 y se jubiló en 2011. “Toda una vida, solo falté el tiempo del servicio militar”, sonríe. Y ha sido “muy feliz”, a pesar de no tener electricidad hasta que Felipe González comenzó a pasar los veranos en Doñana. “Antes nos apañábamos con un carburo por la noche, y los frigoríficos eran de butano”, recuerda. Pero “lo pasado, pasado está”, y de vuelta al presente solo ve que “como no se pongan medidas se va todo a pique”.
Recuerda que antes no había casi agricultura: “No te podías imaginar la que iban a armar”. Vive cerca, en Matalascañas, a 300 metros del parque nacional, y no entiende la razón de “ese montón de piscinas, ¡si tienen la playa al lado!”. En su época se dedicaban a la guardería, a atender visitas, a controlar a los furtivos que pillaban todos los días y a cazar conejos, ánsares…, todo lo que no fuera caza mayor, que se reservaba para “los señoritos que venían todos los días”. Aunque él nunca ha sido “muy aficionado a la escopeta”.
A la salida de la reserva, Jaime Robles padre se funde en un abrazo con la científica Rosa Ribas. Llevan años sin verse, desde su jubilación. Ribas y su compañero Isidro Ramón son investigadores del equipo de seguimiento de ecosistemas acuáticos y regresan de la zona de dunas, de “buscar huellas de tortuga mora”. No han tenido éxito. Las tortugas “ya deberían haberse activado, pero están esperando a ver si llueve”, comenta. Una pista más de cómo afecta la escasez de agua al espacio protegido, que alberga una de las dos únicas poblaciones de tortuga mora de la España peninsular, una especie en estado crítico.
En esta situación nadie duda de que hay que tomar medidas, ni siquiera los agricultores, que reclaman el trasvase para clausurar los sondeos. La CHG informa de que ha iniciado una serie de mejoras, que se centran sobre todo en el control de las extracciones, con modelos matemáticos y constituyendo comunidades de usuarios con capacidad de vigilancia sobre el acuífero. Para minimizar la afección de Matalascañas, van a trasladar a corto plazo los sondeos más cercanos a las lagunas. Conservacionistas y científicos advierten de que el tiempo se acaba. “Doñana es el centinela en la situación ambiental en la que nos encontramos, y hay que reaccionar porque vamos a tener problemas, no solo en un lugar tan emblemático como este que llama la atención”.