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Ensayo
Crónica
Texto informativo con interpretación

El pesimismo es una mierda

Dos presencias antagónicas se cuelan sin invitación en dos conferencias del escritor sobre el futuro, en dos sesiones de psicoterapia y en una llamada inesperada. Son el optimismo y la desesperanza. Y libran una lucha de titanes. ¿Quién ganará?

EPS 2412 RESUMEN Millas
Pablo Delcan
Juan José Millás

El año pasado, por estas fechas, me propusieron participar en una mesa redonda titulada Pesimismo y literatura frente al año 2022. La mesa estaba bien remunerada y yo acumulaba dos retrasos en el pago de la hipoteca, de modo que acepté, pese a no estar seguro de si me invitaban en calidad de pesimista, de escritor o de escritor pesimista. En general, tiendo al pesimismo, pero suelo ocultarlo porque me parece más decente el optimismo.

—Evita citar a Schopenhauer —sugirió mi mujer—.

Le di las gracias por el consejo, pero no suelo citar a Schopenhauer, se hacen demasiadas bromas con él. Por otra parte, en este tipo de encuentros, el público prefiere las intervenciones personales más que las de carácter académico.

¿Desde dónde se escribe, pregunté retóricamente al comienzo de mi intervención, desde el optimismo o desde el pesimismo? Se escribe desde el pesimismo, me respondí, pero estamos obligados a mostrarnos optimistas.

—El mundo como voluntad —interrumpió uno de los participantes evocando a Schopenhauer.

—Dejemos en paz a Schopenhauer —rogué yo.

—Tú lo has citado al hablar de la obligación de ser optimistas —arguyó él.

Aunque esta injerencia me descolocó un poco, logré concluir mi exposición de un modo más o menos coherente. Como cabía esperar, además de Schopenhauer, salieron a relucir Voltaire y Leibniz, y Cioran y Kierkegaard y hasta Heráclito y Parménides, entre otros. Pero, por resumir, lo que el público esperaba escuchar era si en 2022 la luz iba a ser más cara que en 2021. También querían saber si las tropas rusas, que llevaban meses concentradas en la frontera ucrania, invadirían finalmente el país vecino, si la inflación subiría, las desigualdades aumentarían y el Mundial de Fútbol se celebraría en Qatar, etcétera. Aquellas cuestiones superaban la capacidad de análisis de quienes participábamos en el encuentro, pero los escritores nos atrevemos con todo, así que cada uno salió del paso con una teoría. Por mi parte, aseguré que la luz bajaría, las tropas rusas no invadirían Ucrania, la inflación se estancaría, las desigualdades se atenuarían y el Mundial de Fútbol se jugaría en otro sitio. Cuando me preguntaron por qué me mostraba tan optimista, dije la verdad:

—Porque el pesimismo me parece reaccionario.

—Entonces, usted es un farsante —intervino una joven—: se muestra optimista sin serlo para parecer progresista.

—No exactamente —me defendí—, a mí me gustaría ser una persona alegre, aunque soy triste, pero prefiero mostrarme como me gustaría ser porque no me gusto como soy.

—¡Vaya galimatías! —exclamó un señor con barba.

—Pero a usted —intervino otro asistente de mediana edad— también le gustaría ser, por ejemplo, físico nuclear y, sin embargo, no finge serlo. ¿Por qué finge ser optimista y no físico nuclear?

—Porque imitar a un físico nuclear —balbuceé— es más difícil que imitar a un optimista.

—En resumen —terció el moderador de la mesa—, que usted como autor, y puesto que escribe desde el pesimismo, es reaccionario, pero como ciudadano es progresista.

—Algo así —me vi obligado a admitir.

Volví jodido a casa, donde mi mujer me preguntó si había logrado evitar a Schopenhauer.

—Más o menos —dije, y me metí en la cama lleno de amargura.

EPS 2412 RESUMEN Millas
Pablo Delcan

Al día siguiente le comenté el suceso a mi psicoanalista, que me preguntó si aquella contradicción entre reaccionarismo y progresismo evocaba otras contradicciones íntimas más difíciles de sacar a la luz.

—Bueno —apunté—, me gusta mucho el picante, pero me proporciona ardor de estómago.

—No me refiero a eso —dijo ella—, aunque no deja de ser curioso que le guste lo que le hace daño.

—También quise escribir literatura infantil y sin embargo me dedico a la de adultos.

—Da la impresión de que siempre hace lo contrario de lo que desea. ¿Por qué quería dedicarse a la literatura infantil?

—Porque la literatura infantil no puede ser pesimista.

—¿Seguro?

—Seguro, no, seguro no hay nada. Pero nadie compraría una literatura infantil que incitara al suicidio.

—¿Y qué más le da vender o no? Usted suele decir que no escribe por dinero.

—Escribir por dinero es reaccionario —declaré— y a mí me gusta ser progresista, por eso digo lo que digo.

—¿Entonces escribe por dinero aunque vaya por ahí diciendo lo contrario?

—Bueno, a veces. Necesito pagar la hipoteca, además de estas sesiones, que cuestan un ojo de la cara. No me critique por eso: también usted, supongo, me analiza por dinero.

—No estamos hablando de mí.

La sesión terminó en tablas. Sé que lo peor que puede hacer una analizante es competir con su analista. Se pierde mucho tiempo y mucho dinero en esa absurda batalla, pero caigo también con frecuencia en ese conflicto de intereses.

Entre tanto llegó el año 2022, a lo largo del cual subió el recibo de la luz, Rusia invadió Ucrania, la inflación se disparó, las desigualdades aumentaron y el Mundial de Fútbol se jugó en Qatar. Todo lo cual daba lugar a una conclusión inapelable: la realidad era más reaccionaria que yo y ni siquiera se tomaba la molestia de disimularlo.

A primeros de diciembre de este año, me llamaron los mismos que habían organizado la mesa redonda de finales de 2021 para invitarme a participar en otra con el mismo título, Pesimismo y literatura frente al año 2023. La mesa estaba bien remunerada y yo había vuelto a acumular dos retrasos en el pago de la hipoteca, de modo que acepté, pese a no estar seguro de si me invitaban en calidad de pesimista, de escritor o de escritor pesimista. Mi mujer me aconsejó que evitara citar a Schopenhauer, etcétera.

Días antes del encuentro, tropecé en el periódico con una noticia según la cual la calidad del esperma de los hombres se había reducido a la mitad en los últimos cincuenta años. También la cantidad se había resentido de tal forma que nos acercábamos a la frontera de la infertilidad. Me pregunté si podría comenzar mi intervención con esta noticia pesimista, aunque disfrazándola de optimismo, pero no hallé el modo. Finalmente, decidí que daría una de cal y otra de arena. Comencé diciendo que en el corto plazo podíamos ser optimistas porque Ucrania y Rusia firmarían la paz en 2023 sin que se hubiera llegado a utilizar la bomba atómica. Aseguré que el gas y la electricidad bajarían de precio, que la inflación volvería a los niveles considerados normales, que descendería el paro, que las desigualdades se atenuarían y que seríamos felices y comeríamos perdices. Esto último, lo de la felicidad y las perdices, no lo dije, pero se desprendía de mi discurso porque no me venían a la cabeza más que buenas noticias.

Tuve incluso unas palabras de consuelo para quienes habían invertido en criptomonedas (yo entre ellos, por cierto), aconsejándoles que no vendieran, pues una vez resueltos los problemas geopolíticos ocasionados por la invasión de Ucrania, el bitcoin volvería a alcanzar un precio estratosférico que nos compensaría de las pérdidas anteriores. Tampoco me olvidé del calentamiento global, pero aseguré que los países contaminantes reducirían las emisiones de gases nocivos, etcétera. Jamás me había mostrado tan optimista, ni tan progresista, por tanto. Me sentí por momentos como un visionario, como un profeta cuya misión era transmitir al mundo buenas nuevas. Me faltó anunciar la llegada del Mesías. Mientras hablaba a un público fascinado por mi elocuencia, internamente me decía a mí mismo: “Parece que te has curado del pesimismo y del reaccionarismo y de la tristeza atroz que te envenenaban la sangre desde que eras niño, quizá puedas dedicarte por fin a la literatura infantil”.

Cuando terminé mi intervención, miré al público esperando un aplauso, pero, en vez de eso, alguien dijo:

—Hasta ahora se ha referido usted al corto plazo. ¿Qué ocurrirá en el largo plazo?

Había olvidado por completo el largo plazo, pero el reaccionario que llevo dentro saltó ante este estímulo.

—En el largo plazo —expuse— las cosas no pintan bien. Los hombres estamos perdiendo calidad y cantidad espermática y alcanzaremos en pocos años el umbral de la infertilidad. En otras palabras, la especie tiene los días contados

Se escuchó un murmullo de desolación y vi cómo mis compañeros de mesa (éramos todos hombres, igual, por cierto, que el año anterior) me miraban con lástima, como a un pobre reaccionario.

—La buena noticia —tercié enseguida— es que los óvulos nunca han gozado de una salud tan buena.

—¿Para qué queremos óvulos buenos si vuestros espermatozoides son una mierda? —preguntó una joven—. ¿Nos veremos obligadas a autofertilizarnos? ¿Hasta cuándo tendremos que ocuparnos las mujeres de arreglar todo lo que venís haciendo mal los hombres?

Tuve que admitir que la pregunta era pertinente, pero logré sobreponerme manifestando que jamás el carpe diem había tenido tanto sentido como ahora.

—¡Escuchemos a Horacio! —añadí—. ¡Vivamos cada hora como si fuera la última! En realidad, nadie sabe lo que nos deparará el futuro.

Pensé que la cita latina calmaría los ánimos, pero las intervenciones del resto de los escritores que componían la mesa empeoraron mi situación. Salieron a relucir de nuevo Voltaire y Schopenhauer y Cioran y Heráclito y Parménides, de modo que el encuentro adquirió un tono académico que dejó en buen lugar a todos los participantes menos a mí.

De vuelta a casa, mi mujer me preguntó si había logrado evitar a Schopenhauer.

—Más o menos —dije, y me metí en la cama lleno de amargura reaccionaria.

Al día siguiente volví a relatarle el suceso a mi psicoanalista, que no dijo nada. Interpreté su silencio como un reproche, como si me dijera: “No aprende usted”.

Y llevaba razón, no aprendía.

—Quizá —añadí tras unos minutos de silencio— debería aceptar que soy un pesimista reaccionario y abandonar esta lucha conmigo mismo que me deja exhausto.

Mi psicoanalista, que sin duda es progresista (para reaccionarios ya están los conductistas), dejó escapar un suspiro que interpreté como una censura.

—Está usted muy decepcionada conmigo, ¿verdad? —dije.

—De ser así, ¿le importaría a usted mi decepción o la decepción de la persona a quien yo represento? —­preguntó.

Se refería a mi madre, pues no es raro que el terapeuta o la terapeuta se conviertan, a lo largo del proceso analítico, en trasuntos de las figuras paternas.

—Pero mi madre —aduje— era muy pesimista, y muy reaccionaria, para decirlo todo.

—¿Y eso impide que le hubiera gustado tener un hijo progresista?

Entonces, hice memoria y me acordé de que cuando publiqué mi primera novela, al leer mi madre las primeras líneas, dijo, evidentemente desilusionada: “¡Qué pena, me pareció por la portada que sería un libro para niños!”.

Abandoné, perplejo, la consulta y me metí en una cafetería, donde pedí un gin tonic para celebrar el descubrimiento. ¡Era mi madre la que quería que me dedicara a la literatura infantil, no yo! Despejada esta cuestión, me dije que uno no viene al mundo a satisfacer los deseos de sus padres. Bastante tiene con cumplir los propios. Había hecho bien, pues, en dedicarme a la literatura de adultos. Si mi madre necesitaba literatura infantil, que se la hubiera escrito ella a sí misma.

En esto, sonó el teléfono y estuve a punto de no cogerlo pensando que era mi madre desde el más allá. Descolgué finalmente. Se trataba de una periodista que quería saber cómo afrontaba yo el año que estaba a punto de empezar.

—Con enorme optimismo —me escuché decir—, se arreglará sin duda todo lo que está estropeado y yo podré dedicarme a lo que he deseado toda la vida.

—¿Y qué es lo que ha deseado usted toda la vida?

—Ser un escritor de literatura infantil.

En fin.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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