¿Por qué tomamos imágenes obsesivamente? La fotografía, en el diván
Inmortalizar las experiencias se ha convertido en parte esencial de las mismas. Pero las fotos siempre han sido frontera entre el yo íntimo y el yo público. Y son un instrumento útil para el psicoanálisis
Las fotografías, como los sueños, están cargadas de significado inconsciente. Frecuentemente, algunos de mis pacientes traen a la sesión una fotografía. Tomemos por ejemplo la del gato Puccini, fallecido hace un tiempo. No solo puso cara al duelo de mi paciente por la pérdida de una relación de 12 años con su mascota, también nos dio acceso a sus sentimientos sobre otras pérdidas remotas pero significativas, que habían permanecido latentes, hasta que sus asociaciones, vinculadas a la imagen, las trajeron de vuelta. La instantánea se ha convertido en uno de los principales filtros entre el entorno y nosotros. Pensar la fotografía a través de la lente del inconsciente puede ayudarnos a comprender la óptica revolucionaria que impregna casi todos los circuitos de nuestra vida contemporánea.
De hecho, según Freud, la fotografía como medio se asocia con los efectos psíquicos del trauma: la automaticidad del proceso, la lente de la cámara abierta y la sensibilidad de la película a la luz se prestan a esta asociación. Así como la instantánea, hasta cierto punto, pasa por alto la intención y la convención artística, también el evento traumático pasa por alto la conciencia. Ambos implican una impresión indeleble de algo generado en el exterior. Ya en la década de 1930, el filósofo y crítico Walter Benjamin propuso que la cámara revelaba algo que denominó el “inconsciente óptico”. Como los recuerdos latentes, los detalles de la información fotográfica se enfocan y se vuelven visibles. Benjamin los describe como “destellos”.
Además de encontrar su destino en el consultorio de un psicoanalista, tradicionalmente estas imágenes terminaban siendo relegadas a los confines de un álbum familiar, o en un cajón. Las de hace mucho las podemos encontrar en mercadillos, incluso en museos, bajo la rúbrica de “fotografía vernácula”. Los expertos debaten si tienen el estatuto de arte. Ciertamente, es difícil ver estos rectángulos de gelatina plateada o de vivos colores, con su tersura brillante y sus bordes blancos, excepto a través de una neblina distorsionada de nostalgia.
“Las fotografías alteran nuestras nociones de lo que vale la pena mirar y lo que tenemos derecho a observar”, escribe Susan Sontag en Sobre la fotografía, y propone que el resultado más grandioso de la empresa fotográfica es darnos la sensación de que podemos contener el mundo entero en nuestras cabezas —como una antología de imágenes—. “Al dotar a este mundo ya abarrotado de un duplicado de imágenes, nos hacen sentir que el mundo está más disponible de lo que realmente está”, sostiene Sontag.
Quizás el término “fotografía” es algo restrictivo, especialmente en nuestra era de teléfonos inteligentes, que invitan a cualquiera a tomar instantáneas en cualquier momento, y con una calidad cada vez mayor. Incluso la distinción entre instantánea y vídeo se ha vuelto borrosa. Y así, tomar imágenes se ha convertido en una de las principales formas para experimentar algo y dar apariencia de participación. La cantidad de instantáneas tomadas en todo el mundo cada día se está disparando —en 2023 se toman 54.400 fotos por segundo, una estadística que podría decirse que indica neurosis en lugar de placer—. ¿Por qué tomamos tales instantáneas? ¿Y qué vamos a hacer con ellas ahora?
La fotografía parece ser uno de los principales medios para la articulación de nuestros deseos opuestos y complementarios de intimidad y de exteriorización. El deseo de mostrarse es fundamental en el ser humano y precede al deseo de tener intimidad. Contribuye a la sensación de existir, desde los primeros meses de vida. Esta peculiaridad tiene su origen en el hecho de que el niño se descubre en el rostro de su madre. El psicoanalista Donald Winnicott propone que la presentación del yo en la vida cotidiana es una forma permanente de mirar a través de la mirada de los demás —y, en un sentido amplio, en las reacciones de otros—, es la confirmación del yo mismo. El neologismo extimidad, propuesto por el psicoanalista Jacques Lacan, da cuenta de esta dinámica. Es el proceso por el cual fragmentos del yo íntimo son ofrecidos a otros para ser validados. Su puesta en juego es parte de un deseo no necesariamente consciente, así que no se trata de exhibicionismo. Por el contrario, el deseo de extimidad es inseparable del deseo de encontrarse a uno mismo a través del otro. Necesitamos de la intimidad para construir los cimientos de la autoestima: es porque sabemos que podemos ocultar, que queremos revelar ciertas partes privilegiadas de nosotros mismos. Este proceso puede vincularse con la distinción entre el yo público y el yo privado.
Las sociedades industriales nos han transformado en ciudadanos adictos a la imagen. La particularidad del deseo de extimidad induce a compartir nuestras imágenes con una multitud. En última instancia, tener una experiencia se vuelve idéntico a tomarle una fotografía, y participar en un evento público es cada vez más equivalente a mirarlo en forma fotografiada. Parafraseando al poeta francés Stéphane Mallarmé, quien solía decir que todo en el mundo existe para terminar en un libro, Susan Sontag se aventura a proponer que “hoy todo existe para terminar en una fotografía”.
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David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.
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