Las chicas de la 3: la tortilla rellena más importante de Buenos Aires
Una serie lanzó a la fama el humilde local de Patricia Rodríguez Real y Romina Moore. Su pequeño local en la capital argentina se ha convertido en un imán para locales y turistas
Crocante, calórica, sabrosa, grasosa, gustosa, intensa. ¿Será el sabor del queso, derretido y caliente; la papa a punto: cortada en cuadrados milimétricos? ¿La combinación del jamón y el huevo? ¿La simpatía con la que Patricia Rodríguez Real responde las preguntas sobre cómo se hace la tortilla rellena? ¿La precisión con que Romina Moore la prepara? ¿O la recomendación del documental Street Food: Latinoamérica, en el que protagonizan el capítulo sobre Argentina? Por algunos de estos motivos, aquí, en el pabellón 3 del Mercado Central de Buenos Aires, a 17 kilómetros de la capital federal, hay 20 personas esperando para probar los platos de Las Chicas de la 3. Algunos son trabajadores, pero también hay turistas que, si no fuera por ellas, de ningún modo se hubieran acercado a este lugar, alejado del circuito clásico porteño.
El local, de 30 metros cuadrados, está emplazado junto a cajones de lechuga fresca, tomates brillantes y melones bien amarillos. Pablo Seifert y Cecilia Morales son bolivianos. Vinieron a Buenos Aires por una semana y decidieron dedicarle uno de sus días de vacaciones a la experiencia. “Nos llamó la atención el reportaje que les hicieron en Netflix y supimos que no podíamos irnos sin probar la tortilla”, dice Pablo, y cuenta que un taxi los trajo desde su hotel en Palermo. En unos minutos degustarán la especialidad de la casa, unas empanadas de verdura, y luego, como buenos fans, se harán una selfi con las dos cocineras.
El documental Street Food: Latinoamérica se estrenó durante la pandemia. Patricia y Romina podían trabajar porque su profesión era considerada esencial. “Pero llegaba gente con criaturas, que nos contaban que se habían hecho permisos truchos para venir a comer”, dice Rodríguez. “¡Una locura!”. Moore cuenta que se siente incómoda cuando alguien quiere una selfi con ella. “Me da un poco de vergüenza que me la pidan, porque no soy nadie”. “La gente quiere la tortilla y quiere la foto”, agrega Patricia. A los extranjeros les gusta vivir la experiencia. “Y, en general, los mercados de las capitales están armados para el turismo. La gente no es boluda. Es turista, pero no boluda”, dice.
Hace más de 30 años, Ramón, el padre de Patricia, era empleado de la confitería ubicada en la parte de arriba del local. Ascendió a encargado y luego, con ahorros, pudo comprarlo. Blanca, la madre, también empezó a trabajar allí. Y cuando Patricia terminó la secundaria, les dijo que se quería sumar al negocio familiar. A Romina la conoció en 2009, en un partido de fútbol. Se enamoraron. A las pocas semanas estaban saliendo. Y dos años después, trabajando juntas.
Las dos reconocen que, con tanta demanda del otro lado del mostrador, es difícil trabajar con la pareja. “Hay que conocer quién es cada una, asumir los egos y saber pedir perdón”, sintetiza Rodríguez. Sobre cómo surgió la especialidad de la casa, dice que un día se había enfriado una tortilla. “Decidimos cortarla al medio y rellenarla. Así pasamos de un plato que nadie miraba a otro que nos sacaban de las manos”, dice la cocinera.
El secreto, cuentan, es la constancia, la prolijidad, la calidad de la materia prima y la rigurosidad en el proceso. “Yo estoy mirando las papas todo el tiempo”, dice Moore. “Si hay cuadraditos más grandes o más largos, los saco. Si la mozzarella está muy aguada o muy salada, la cambio. Y si el jamón tiene las puntas secas, lo reemplazo”. Aunque se venda en un mercado, dicen, el suyo es un plato de autor.
Por día hacen 50 tortillas. A veces, muchas más. Como los sábados y domingos no abren, durante los feriados la cola para comprar se hace larguísima. “Sabemos que llegar hasta aquí es un engorro”, dice Rodríguez. “Pero, al mismo tiempo, eso nos permite poder atender el negocio de manera personalizada. Si estuviéramos frente al Obelisco, tendríamos que trabajar con reserva”. Y que despachos de comida hay muchísimos, pero muy pocos se detienen en la atención desde la cocina. Moore la interrumpe: “La dedicación que ella le brinda a cada cliente es un delirio. Puede haber seis personas pidiendo cosas al mismo tiempo y ella les responde a todos con una sonrisa. Tiene una paciencia admirable”. Patricia sonríe en silencio.
“También es un ejercicio. Hace 25 años que hago lo mismo. Podría estar podrida, pero me empezó a ir bien en el año 24. ¿Podés creerlo?”, dice Patricia. Se ríe con ganas y cuenta una estrategia secreta. “A veces, al cortar, las porciones quedan desparejas. Pero a la persona a la que estoy atendiendo siempre le sirvo la más grande”.
Algunos clientes les sugieren que pongan más mesas, que contraten personal extra o que tengan tortillas preparadas para calentarlas y, así, reducir la demora. “Yo sé que podríamos simplificar los procesos y poner franquicias en distintos puntos del país, pero no quiero caer en ese facilismo. Quiero que la gente, que está amargada mientras hace la cola, se vaya sonriendo”, dice. “Como la piba que hoy me confesó: ‘¿Sabés el mal humor que tenía?, hasta que me tocó sentarme. Y, la verdad, la experiencia valió la pena”.
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