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La España que pintó Sorolla

Sorolla viajó incansablemente por toda España en busca de la luz, y de la naturaleza, y de las gentes. En el centenario de su muerte, replicamos sus viajes plantando la cámara fotográfica justo donde él plantó el caballete

Patio del rey D. Pedro, Alcázar de Sevilla (Sevilla, 1910)
Patio del rey D. Pedro, Alcázar de Sevilla (Sevilla, 1910)Museo Sorolla Madrid / Eduardo Nave
Borja Hermoso

La de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923) fue, pese a las apariencias, una vida exagerada. Lo fueron su éxito popular, su prestigio entre reyes y aristócratas, su cotización de mercado, su casa de Madrid de aires andalusíes e italianizantes y su pasión familiar. Viajó por toda España y pintó compulsivamente playas y rocas, mares y montañas, jardines y patios, borrachos y niños, en un periplo que, en el centenario de su muerte, hemos querido evocar viajando a sus escenarios favoritos para —utilizando su mismo tiro de cámara— colocarnos en el lugar exacto donde él plantó el caballete.

Patio del rey D. Pedro, Alcázar de Sevilla (Sevilla, 1910)

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El microcosmos de jardines, patios y albercas del Real Alcázar de Sevilla fue una de las más queridas fuentes de inspiración para Joaquín Sorolla. El pintor había acudido a la ciudad en 1908 para retratar a la reina Victoria Eugenia y su romance con la vieja Hispalis ya nunca se quebraría. Si en general Andalucía le había regalado una poesía sobria de luces y sombras, Sevilla y más concretamente el Real Alcázar le brindaron un universo de intimidad y silencio cercanos al simbolismo. Aquí, en el patio del Rey Don Pedro, Sorolla compone un mundo azul, ocre, blanco y verde —que hoy pervive aunque en distintas dosis, como puede comprobarse en la fotografía— cuya luz cegadora de la tarde de un verano en el muro blanco parece que pueda tocarse. Museo Sorolla Madrid / Eduardo Nave

Clotilde y Elena en las rocas de Jávea (Jávea, Alicante, 1905)

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“Esa piedra tosca que en la sombra adquiere tonos marrones y rojizos y que en el sol destella en dorados”. Así definirá el pintor valenciano el paisaje del cabo de San Antonio, en las proximidades de su amada Jávea, tan cercano y tan distinto de los de su Valencia natal. Sorolla conoció la localidad alicantina en 1896 y ya, durante esa primera visita, escribe una carta a su esposa, Clotilde García del Castillo, en la que le dice, rendido: “Este es el sitio que soñé siempre, mar y montaña…, ¡pero qué mar!”. El artista volvería en el verano de 1898 y, ya con su familia, en los de 1900 y 1905, cuando pinta esta vista del cabo rocoso con su mujer y su hija pequeña, Elena. Para entonces, ya era un artista consagrado. Colección particular / Eduardo Nave

El Patio de Comares, La Alhambra de Granada (Granada, 1917)

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“En todas las regiones en las que pintó disfrutó de sus bellezas y de sus gentes…, pero se enamoró especialmente de Sevilla y Granada”. Palabra de Blanca Pons-Sorolla, biznieta del artista y auténtica cancerbera de su legado. Y tiene razón. Del Real Alcázar hispalense ya se ha hablado aquí, pero la belleza de los patios, edificios y jardines de la fortaleza de los nazaríes le llevó a ejecutar allí infinidad de apuntes, dibujos y pinturas. Joaquín Sorolla visita Granada por vez primera en 1902 y vuelve en 1909, 1910 y 1917. Pintó allí 46 paisajes, no solo de la Alhambra (como esta excepcional vista del Patio de Comares bajo la luz de la mañana, un paradigma de quietud), sino también de Sierra Nevada, el Albaicín y el Sacromonte. Museo Sorolla Madrid / Eduardo Nave

El rompeolas (San Sebastián, 1917)

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Los veranos donostiarras de principios del siglo XX, cuando San Sebastián ya era una de las mecas del turismo estival español y europeo, tenían a los Sorolla como auténticos hijos pródigos. Allí, el artista, armado de un pequeño maletín de pinturas que paseaba por toda la ciudad, afrontaba el reto de sustituir su amada luz mediterránea por los cambiantes cromatismos del Cantábrico. Todo le atraía: el furor del mar, los grises del cielo, los verdes del monte. Y todo lo pintó: las playas, el puerto, el río, las tabernas…, pero la alegoría perfecta de su “amor donostiarra” fue la obsesiva serie de versiones sobre el rompeolas con el monte Ulía al fondo. Todo ello se tradujo en una paleta más grisácea, azulada y violácea, como evidencia la versión aquí mostrada. Colección particular / Eduardo Nave

Segundo jardín de la Casa Sorolla (Madrid, 1917-1918)

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“La pintura de jardín es un género en sí mismo en la producción pictórica de Sorolla, que se inicia a partir de 1907 en La Granja de San Ildefonso (Segovia)”, explica Enrique Varela, director del Museo Sorolla de Madrid, donde el pintor quiso unir en un mismo sitio su casa y su lugar de trabajo. Aquí los jardines son punto y aparte, “su propio paraíso en la Tierra”, dice Varela. Mirtos traídos desde la Alhambra, setos de boj, rosales, almendros, hortensias, azaleas, peonías, azulejería sevillana, columnas de Medina Azahara, cerámica de Triana, estatuas romanas… Una joya de reminiscencias andalusíes e italianas. Un hogar. Un estudio. El 'universo Sorolla'. Museo Sorolla Madrid / Eduardo Nave

María en la playa de Zarauz (Zarautz, Gipuzkoa, 1910)

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En 1910, Joaquín Sorolla; su esposa y musa, Clotilde, y sus hijos, María, Joaquín y Elena, se instalan por un mes en el hotel La Perla de Zarautz, a 21 kilómetros de San Sebastián. Zarautz había sido elegido como lugar de veraneo por la reina Isabel II, el rey Alfonso XIII y los duques de Alba. Eso convirtió este bello pueblo costero en un cosmopolita lugar de interés para la alta burguesía madrileña. Ello no pasó inadvertido a Sorolla, que buscaba un sitio donde poder retratar la luz cantábrica, pero más tranquilo que San Sebastián. Aquí pintó a su hija María en el malecón, con la localidad de Getaria al fondo. En Zarautz, además, Sorolla encontró un nuevo tema pictórico que le apasionó: los borrachos que llenaban las sidrerías del pueblo. Colección particular / Eduardo Nave

El grito del palleter (Valencia, 1884)

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Un jovencísimo Joaquín Sorolla —apenas 21 años— ejecuta en 1884 este colosal lienzo al óleo que representa el momento en el que las clases populares de Valencia, una vez que han tenido noticia de la revuelta en Madrid, se levantan en 1808 contra el invasor francés y contra el rey José Bonaparte. El personaje que manda en la composición, que arenga a campesinos y vendedores en las escaleras de la Lonja de Valencia y que da título a la obra, es el vendedor callejero de ‘palleters’ (pajitas para hacer fuego) Vicente Domènech. El tema no se le ocurrió al joven pintor porque sí: era el obligatorio para la prueba final de cara a la obtención de la beca de pintura en Roma que concedía la Diputación valenciana (donde hoy está el cuadro). El tratamiento de la luz y las sombras por parte de este genio precoz es abrumador. Sorolla ganó, claro. Diputación de Valencia / Eduardo Nave

Vista del Tajo, Toledo (Toledo, 1912)

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‘Vista de Toledo’, ‘Toledo desde los cigarrales’ y esta ‘Vista del Tajo’, dentro de una larga serie de obras, atestiguan la recurrente pasión del pintor por la ciudad imperial, dentro de su generalizada pasión por las tierras de Castilla. Nos colocamos —como hicimos a lo largo de todo este viaje por la España que pintó Sorolla— en el que consideramos el lugar exacto donde se situó el propio artista e intentamos evocar las formas y la luz que él plasmó en sus pinturas. El lector podrá comprobar que, pese a la similitud de situaciones y de horas del día y el idéntico tiro de cámara, emular la luz de Sorolla resulta, como poco, presuntuoso. Contemplen, si no, ese reflejo del puente de Alcántara sobre el Tajo. Museo Sorolla Madrid / Eduardo Nave

El ratón de Guetaria (Getaria, Gipuzkoa, 1908)

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En la ficha que sobre esta pintura incluye el Ministerio de Cultura y Deporte dentro de su archivo digital Colecciones en Red dice así: “En España, la nueva cultura del veraneo pone de moda sobre todo las playas del norte, donde el clima más fresco permite a los elegantes conservar la compostura”. Se refiere, claro está, a la España de principios del siglo XX, aunque quizá podría servir para retratar las tendencias turísticas de hoy en día. El periplo por la costa vasca entre Biarritz, San Sebastián, Zarautz y Getaria le iba como anillo al dedo a Sorolla, que encontraba en estos lares una paleta bien distinta a la mediterránea. Ahí siguen esas rocas en el mar, y ahí sigue el monte San Antón…, popularmente conocido como Ratón de Getaria por su forma de roedor tumbado. Archivo Digital Blanca Pons-Sorolla / Eduardo Nave

Vista de Ávila (Ávila, 1912)

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Primero, el fotógrafo Eduardo Nave se colocó bajo el Puente Viejo y lo inmortalizó con idéntico tiro de cámara que el utilizado por Sorolla en su pintura 'El Puente Viejo de Ávila', de 1910. Nada que hacer. El escenario, con el paso del tiempo, ya era otro lugar. Elegimos otra estampa, esta sí, perfectamente reconocible pese a los 111 años transcurridos: las murallas que él inmortalizó en 'Vista de Ávila'. Sorolla puso la ciudad en el mapa internacional. La visitó en 1910, 1912 y 1913, y la conoció gracias a uno de sus discípulos, Eduardo Chicharro. La reciedumbre del lugar le hizo mella, queda claro en sus diarios: “Yo no sé lo que me ocurre con la luz de Ávila y el frío mezclados, que sin sentirme mal, hay algo que me quita el deseo de pintar a gusto […] Me fastidia lo castellano, es demasiado bárbaro”. Museo Sorolla Madrid / Eduardo Nave

Desde que con apenas 18 años visitara las salas del Prado para copiar con denuedo a Velázquez, Ribera y El Greco, hasta su prematura muerte en Cercedilla (Madrid) dos años después de sufrir la hemiplejia que lo fue apartando de la pintura, la de Joaquín Sorolla y Bastida fue una vida de auténtica estrella. Ya lo era, probablemente, aun sin él saberlo, cuando a la edad de 22 años la Diputación de su Valencia natal lo escogió entre otros muchos jóvenes estudiantes de arte para su beca de formación en pintura en Roma, tras quedar los jurados impresionados por la obra que había presentado a la prueba final, El grito del palleter. En la Ciudad Eterna conoció el arte del clasicismo y el del Renacimiento y, a buen seguro, se empapó de la única e intransferible luz romana de naranjas y violetas que más adelante poblaría muchas de sus pinturas. Y en París conoció otra de las presencias que a la postre iban a impregnar su obra, con las mismas dosis de violencia en el trazo y serenidad en el concepto: la impronta impresionista vía Monet. Sí: mucho hay de pincelada impresionista en su trayectoria, la trayectoria de lo que muchos entusiastas del reduccionismo y la simplificación han dado en llamar algo así como “un vulgar y corriente pintor naturalista al que no se le daba del todo mal copiar la naturaleza y el rostro de las personas”. Pues, poniéndonos vulgares y corrientes, ponte tú y hazlo, que diría el otro. Y si no, contémplense esas olas, esos montes, esos estanques, esos jardines y esos ropajes blancos y se comprobará en segundos cómo el luminismo de Sorolla bebe —más allá de un prodigioso manejo de la luz— de esas fuentes.

Claro que pintó paisajes y temas populares desde una óptica realista sin mayor ambición que la de triunfar en un mercado del arte que, en el arranque del siglo XX, se reducía al ricachón de turno que no quería líos con manchones extemporáneos y riesgos plásticos. Cuando no aristócratas deseosos de verse guapos y hasta algún rey que supo perfectamente quién era en aquellos momentos el artista español por excelencia. Y no solo español: ahí está la gloria internacional de Sorolla y su culminación en los paneles gigantescos para la Hispanic Society de Nueva York por encargo del multimillonario Archer Huntington, cíclopes pictóricos sobre el tipismo español que, a la postre, lo dejaron exhausto física y mentalmente y cuyo efecto positivo en la trayectoria del pintor nunca acabó de quedar clara.

Sorolla viajó incansablemente por toda España en busca de la luz, y de la naturaleza, y de las gentes, tal y como queda patente en estas páginas. Es lo que Enrique Varela Agüí, director del Museo Sorolla de Madrid, define como “la pintura plenarista”, que explica así: “La esencia misma de la pintura de Sorolla está indisolublemente unida al concepto de viaje. Pintar al aire libre implicaba movimiento, inquietud, viajar. Y Sorolla fue un pintor eminentemente viajero”.

Como confiesa su bisnieta Blanca Pons-Sorolla partiendo de los testimonios de su abuela María y de su tía abuela Elena, hijas del artista, “se enamoró especialmente de Sevilla y Granada, pero en todas las regiones que pintó tuvo amigos que le acompañaron y disfrutó de sus bellezas y sus gentes. No hay más que leer sus epistolarios con Clotilde, su mujer, para corroborarlo”.

Lo menos que puede decirse es que, pese a sus etapas de auténtico estrellato en vida, su fortuna crítica no fue siempre la misma, como explica Enrique Varela: “Hubo momentos de máximos reconocimientos y hubo posicionamientos críticos por parte de intelectuales de la España del 98. La España del momento estaba en el diván, en posiciones algo convulsas, que trascendieron también al ámbito de las prácticas artísticas”.

Blanca Pons-Sorolla, que se encarga de velar por la defensa y la difusión del legado de su bisabuelo, considera que Sorolla lleva ya “mucho tiempo siendo reconocido como el gran pintor que es en España y en el extranjero. Y solo nos queda una gran retrospectiva en uno de los grandes museos de Estados Unidos para terminar de respaldar la categoría de su obra”.

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Sobre la firma

Borja Hermoso
Es redactor jefe de EL PAÍS desde 2007 y dirigió el área de Cultura entre 2007 y 2016. En 2018 se incorporó a El País Semanal, donde compagina reportajes y entrevistas con labores de edición. Anteriormente trabajó en Radiocadena Española, Diario-16 y El Mundo. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra.

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