Las heridas abiertas de Irak: células extremistas durmientes, refugiados confinados y millones de desplazados
Seis años después de la derrota del grupo terrorista Estado Islámico en el norte del país, viajamos con Unicef a los lugares olvidados que la guerra dejó tras de sí
Apenas un puñado de sillares tallados con inscripciones en árabe sigue en pie de lo que fue el almimbar, el púlpito de la mezquita de Al Nuri, en Mosul, desde el que Abu Bakr al Bagdadi proclamó el Estado Islámico y se erigió califa el 4 de julio de 2014. Son los escasos bloques de piedra que sobrevivieron a la voladura de este edificio tres años después, ...
Apenas un puñado de sillares tallados con inscripciones en árabe sigue en pie de lo que fue el almimbar, el púlpito de la mezquita de Al Nuri, en Mosul, desde el que Abu Bakr al Bagdadi proclamó el Estado Islámico y se erigió califa el 4 de julio de 2014. Son los escasos bloques de piedra que sobrevivieron a la voladura de este edificio tres años después, la madrugada del 21 de junio de 2017. “Al Bagdadi ordenó que la destruyeran la misma noche que huyó a Siria”, explica un ingeniero iraquí. “Decidió que este lugar del siglo XI, que había sido el símbolo de su poder, tenía que perecer con él”. Esa demolición rubricaba la derrota del Estado Islámico (ISIS en sus siglas en inglés), el grupo extremista que había gobernado durante esos tres años una porción de Siria e Irak del tamaño de la mitad de España, con una población superior a los 10 millones de habitantes, una Administración y Ejército propios, y una riqueza petrolífera que le proporcionaba 2.000 millones de euros al año que, junto a sus otros ingresos por tráfico de drogas, extorsión y contrabando, la convirtieron en la organización terrorista más poderosa de la historia.
Mosul era su capital en Irak. La segunda ciudad de este país. Una prisión gigantesca con más de un millón de habitantes. A la coalición internacional le costó someterla nueve meses de batalla urbana apoyada por ataques aéreos de EE UU y el Reino Unido. El Estado Islámico, con miles de militantes llegados de todo el mundo (incluidos una treintena de españoles que han muerto o desaparecido y cuyas viudas han pasado por el terrible campo de internamiento sirio de Al Hol), resistió con un fanatismo suicida. Convirtió a los habitantes en escudos humanos. Muchos vivieron durante meses escondidos en los sótanos. Los cinco puentes sobre el Tigris fueron dinamitados. Y también el aeropuerto, los hospitales, las comisarías y la universidad. Es el paisaje que contemplamos en la zona oeste de la ciudad.
“En esta mezquita, la más antigua y venerada de Mosul, los militantes del ISIS introdujeron explosivos en los muros para que su destrucción fuera completa; lo mismo hicieron con el famoso minarete de Al Hadba, de 45 metros, construido en 1172, sobre el que ondeó durante esos tres años su bandera negra. Más tarde, encontramos otra docena de minas ocultas en estas paredes y listas para ser detonadas”, explica en ese lugar, junto a los restos del pedestal del minarete, bajo un sol de justicia y envueltos en una nube de polvo, Alaa Mohammed, responsable de la misión de la Unesco (la organización de las Naciones Unidas para la cultura) empeñada en la reconstrucción del centro de la ciudad (destruido en un 80%) bajo el nombre Revivir el espíritu de Mosul, que pretende rescatar bajo millones de toneladas de escombros (entre los que hay munición sin explotar y restos humanos) monumentos de valor histórico como este templo musulmán, las vecinas iglesias de Al Saa’a y Al Tahera y otros 124 edificios. Conseguir el permiso de acceso a los restos de la mezquita de Al Nuri no es fácil, continúa siendo objetivo terrorista.
La toma de Mosul por los terroristas en 2014 y su liberación (según la nomenclatura oficial) tres años más tarde a cargo del Ejército federal iraquí y el kurdo (estos últimos denominados peshmerga (que se traduce como “los que se enfrentan a la muerte”) y las milicias chiíes provocaron en total 100.000 muertos y heridos, la destrucción de 130.000 viviendas y el éxodo de un millón de habitantes; la desaparición del engranaje de seguridad, sanitario, comercial y educativo de la ciudad; de su red de electricidad, saneamiento y agua, y unas secuelas de odio, miedo, sectarismo (entre suníes, chiíes y kurdos, además de otros grupos étnicos y religiosos), población desplazada, desnutrición infantil y problemas de salud mental, que seis años después de la caída del califato nadie sabe cuándo ni cómo se podrán resolver.
El hiyab (velo) rigorista es ubicuo en Mosul aunque los yihadistas hayan sido derrotados (o permanezcan ocultos en células durmientes que llevan a cabo atentados esporádicos). La mayoría de los habitantes de la ciudad prefiere no hablar del pasado: si fueron colaboradores o víctimas de los islamistas. Hay miradas de suspicacia en la parte vieja de la ciudad, donde se libraron los combates más encarnizados. En algunos rincones nos aconsejan no abandonar el Toyota Land Cruiser blanco blindado rotulado con las iniciales de las Naciones Unidas en el que nos movemos. A ambos lados de las callejuelas, entre laberinto y ratonera, hay esqueletos de inmuebles, edificios que muestran sus costillas, huellas de los impactos de los proyectiles, restos de coches que se usaron como parapetos y otros que volaron hasta los tejados por las explosiones y allí continúan.
A este distrito especialmente castigado por la guerrilla lo han bautizado “el barrio de las viudas”. Muy cerca está lo que queda del “estadio de los horrores”, el campo del Mosul FC. Los islamistas prohibieron en su califato los juegos de balón y lo usaron como polvorín, centro de detención y lanzadera de cohetes. Pasear por él, con su césped yermo y las gradas pulverizadas por los misiles, produce escalofríos. No hay que adentrarse en las zonas apartadas, donde podrían quedar artefactos explosivos. El 86% de los heridos civiles en la ciudad durante el conflicto se deben a ese tipo de bombas trampa. El 33% eran niños. En las afueras de la ciudad aún se siguen descubriendo fosas comunes.
“Con la llegada del Estado Islámico cayó en 2014 esta ciudad, pero, sobre todo, se desplomó el Estado iraquí”, explica un médico de Mosul que prefiere no ser identificado. “De la noche a la mañana, falló todo. La Administración iraquí se esfumó. El Ejército huyó. Y el ISIS implantó su barba, sus velos y sus leyes. Y colocó a sus militantes al frente de cada institución pública. Aunque no supieran leer. Y lo mismo pasó en otros lugares del país. Los terroristas ocuparon Kirkuk [la capital petrolífera] y llegaron a 30 kilómetros de Erbil, la capital kurda. Desde los modernos rascacielos de esa ciudad se podía distinguir la marcha de sus columnas. Fueron tres años de guerra sin cuartel. Ahora tenemos que reconstruir todo. Pero pasa el tiempo y seguimos igual: miles de desplazados no han regresado a sus casas porque en muchos casos ya no existen. Pero ya no somos noticia, ahora lo es Ucrania. Nos han olvidado”, concluye.
Mosul es el símbolo de lo que vamos a presenciar en otros lugares del norte de Irak: las heridas abiertas de un conflicto inacabable. Un territorio milenario, regado por el Tigris, con fronteras con Siria, Turquía e Irán, muy rico en petróleo (Irak tiene una de las mayores reservas del planeta) y controlado principalmente por el Gobierno Regional del Kurdistán (KRG). Un pueblo, los kurdos, en lucha durante siglos por decidir su destino y desde 2005 un país de facto (“tenemos nuestro Ejército, vuelos desde Erbil con todo el mundo y 26 consulados”, explica su representante en España, Ayden Osta), pero todavía incómodamente enclaustrado por imposición internacional entre las fronteras de Irak. Que es a su vez un Estado creado hace solo un siglo por las potencias occidentales y lleva 40 años en guerra civil entre etnias, religiones y facciones. Con unas fronteras interiores cuyos límites nunca están claros. Sobre todo en las zonas ricas en petróleo. Lo que provoca “territorios en disputa”. Y limpiezas étnicas que reflejan los equilibrios de poder de cada momento.
En esta región del noroeste iraquí se han originado desde 2012 seis millones de desplazados, de los que más de 1,2 millones (familias con la casa a cuestas, arrastrando por campamentos a sus abuelos y recién nacidos) no han podido volver a sus hogares por miedo, miseria y falta de documentos. Al contrario que los refugiados, estos desplazados internacionales —los IDP, del inglés internally displaced people— no están protegidos por ningún estatuto jurídico internacional. En la contigua Siria, el resultado de la guerra civil ha sido todavía más trágico, con 600.000 muertos y el desplazamiento de 13 de sus 23 millones de habitantes, de los que 300.000 permanecen aquí, olvidados, en el norte de Irak. Unicef, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, trabaja a favor de los miles de personas que albergan los 25 campamentos de la región, algunos, como en Zakho, a un tiro de piedra de la convulsa Siria y la recelosa Turquía. Para su portavoz en Irak, Miguel Mateos Muñoz, su objetivo es “colaborar al retorno de esos desplazados, un retorno que debe ser voluntario, seguro, digno y organizado”.
Incrustarnos en la estructura de Unicef en Irak, de sus profesionales y sus socios sobre el terreno (que trabajan en esta región gracias a los fondos Echo de ayuda humanitaria de la Unión Europea), nos va a permitir el acceso a esos campamentos donde el 75% de su población tiene menos de 25 años; donde la media de hijos por familia no baja de cinco; donde las mujeres solas a cargo de la familia son mayoría (ya sean viudas de militantes del Estado Islámico o viudas yazidíes que fueron esclavizadas por los islamistas); donde todos arrastran traumas y desesperación; donde muchos han nacido y otros acabarán sus días sin escapar a estas alambradas; donde nada más llegar se palpa el estrés y un malestar soterrado que se traduce en abandono escolar, violencia, maltrato, ansiedad, depresión, abusos y suicidios. Un limbo legal donde más de 40.000 niños (principalmente suníes) no reciben educación reglada ni asistencia médica pública porque carecen de papeles, incluso de las elementales partidas de nacimiento. Vinieron al mundo y crecieron en municipios dominados por los islamistas y hoy los gobiernos kurdo e iraquí no reconocen su ciudadanía. Es imposible su reintegración. Están estigmatizados. Son jóvenes que, según los relatos de los profesionales de estos campos, son impulsivos, sin formación, empachados de agravios y manipulables. Los candidatos ideales para engrosar las filas del extremismo. “Pandilleros de dios”, define un cooperante. Podrían llegar a formar parte de lo que los analistas denominan “terroristas de tercera generación”, tras Al Qaeda y el Estado Islámico.
De cerca, son chavales flacos, taciturnos, inocentes y piadosos. La mayoría viste a la occidental. Pasan los días jugando al fútbol o el vóley, y rezando. Es imposible saber lo que piensan. Uno confiesa: “Antes de la guerra éramos cinco amigos. Tres se fueron al ISIS. Ahora están muertos”. Reconocen a lo largo de la conversación sufrir desarreglos emocionales. Las enfermedades mentales son una epidemia que arrasa estos campamentos. Según un estudio que nos entrega Miguel Mateos, de Unicef: “La exposición a eventos traumáticos, la inseguridad alimentaria y la larga duración del tiempo que los jóvenes permanecen en los campamentos conducen a una mayor probabilidad de problemas de salud. La prevalencia estimada de la depresión entre esta población desplazada es casi nueve veces mayor que la de la población general”. Para otro informe: “La prolongada situación de desplazamiento afecta al bienestar físico y psíquico de estas familias. Los mecanismos de afrontamiento negativos son adoptados en gran medida por los adultos y los niños. Según los datos recopilados durante 2022, hay un aumento de alrededor del 10% de los casos de abuso sexual perpetrados por jóvenes desplazados contra niños más pequeños. También se propaga la violencia doméstica y el maltrato infantil en alrededor del 30% de los casos identificados”. Un psicólogo que trabaja en estos campamentos resume: “La estancia prolongada aquí tiene un efecto gatillo sobre los chavales que padecen una dolencia mental latente”.
Algo que podemos comprobar en el campamento de Domiz, una gran favela a una hora de la frontera, donde están refugiados desde 2012 en torno a 38.000 sirios. Las primitivas tiendas de campaña de Naciones Unidas han ido dejando paso a construcciones informales y pequeños bazares. Sus habitantes tienen pocas posibilidades de volver a su país. Cuentan con solo dos psicólogos para 15.000 niños. Uno de ellos es Samir, de 13 años, que se ha intentado quitar la vida varias veces. En 10 años solo ha salido dos veces del campamento. Le gustan las redes sociales, sobre todo TikTok. Su padre era miembro de la resistencia kurda contra el régimen sirio de Bachar el Asad y sería hombre muerto si regresara a su hogar. Su madre, vestida de forma occidental y sin velo, confiesa: “Yo también estoy loca, vivo por las pastillas. Sé que no voy a salir de aquí”.
Unicef nos va a posibilitar trabajar en el noroeste del país, una geografía donde, a cada paso, un costurón, un cráter, una ruina, una casamata, un edificio desplomado recuerdan la tragedia. Moverse en esta región no es sencillo. En las zonas calientes y los territorios disputados hay cada pocos kilómetros un control policial por el que pululan hombres armados que registran los coches, piden papeles, abren maleteros y ponen en vilo a los pasajeros. Hay una amplia variedad de check points: los de las facciones del Ejército kurdo, los de las fuerzas especiales iraquíes y también de las milicias chiíes proiraníes, poco amistosas con los vehículos de Naciones Unidas (como el nuestro), a la que identifican con Estados Unidos. “A esos, ni una foto”, nos advierte un miembro del equipo de seguridad de Unicef, antiguo oficial kurdo curtido en muchas batallas. “Y si pasa algo, no se les ocurra bajar del coche”.
Aunque Unicef tiene un mandato universal (es la conciencia global de los derechos del niño y, por extensión, de sus madres), y está presente en 190 países, solo se despliega en los territorios en conflicto a demanda de los Estados. De esa forma llegó a Irak en 1991, al inicio de la larga y destructiva década de agonía de Sadam Husein. Desde entonces, no ha abandonado esta región. Su papel ha ido evolucionando según el momento histórico de Irak: de la pura emergencia humanitaria durante los picos de la guerra a la estabilización, la capacitación y el desarrollo que lleva a cabo en la compleja coyuntura actual. Una transición de la pura emergencia al desarrollo en la que se intenta que el Gobierno federal iraquí (y el regional kurdo) se haga cargo de los desplazados y refugiados; de la educación, la sanidad y el saneamiento. Y Unicef pase a asumir un asesoramiento técnico, fortaleciendo la sociedad civil, haciendo de eje y punto de encuentro; transmitiendo las prioridades más acuciantes a cada ministerio kurdo o iraquí. Ya no se trata de dar de comer, sino de analizar el entorno, definir las necesidades y actuar de bisagra y correa de transmisión entre la financiación y el trabajo sobre el terreno, ya sean las vacunaciones masivas (y la adecuada logística y cadena de frío) o el decisivo apoyo a las mujeres.
A lo largo de este viaje la labor de Unicef se hace evidente en los flancos más descubiertos por un Estado ausente, como la inmunización de la población infantil, la nutrición de los menores, la capacitación de las madres, los sanitarios y los docentes, el tratamiento y suministro de agua (lo que denominan WASH: water, sanitation and hygiene), el refuerzo psicológico, la educación de los adolescentes (empezando por su entrenamiento en las habilidades sociales básicas), la gestión de documentos y los protocolos anticorrupción para los funcionarios iraquíes. Y dos misiones que están en la naturaleza de Unicef: la protección de la infancia y de las mujeres, desde la prevención de la violencia machista, los abusos y los suicidios a la salud mental o la lucha contra los matrimonios con chicas menores, una práctica habitual en esta región.
En mitad del trazado de la concurrida autovía entre Mosul y Erbil, entre una mayoría suní y otra kurda, entre la que fue capital del Estado Islámico y la floreciente del Kurdistán (donde el PIB por habitante es un 25% superior al de la vecina zona iraquí), llegamos a Hassan Sham. Está a menos de 60 kilómetros de la antigua plaza fuerte del Estado Islámico y recibió de lleno su influjo islamista. Tiempo atrás fue un pueblo musulmán apacible y agrícola, al que la gente de la ciudad venía a hacer pícnic, antes de convertirse en este esquinado refugio de desplazados encerrados en campamentos. Lo poco que queda de aquel pueblo de 1.000 familias es un horizonte mortecino de casas abandonadas y destruidas de un color ocre que las mimetiza con el terreno áspero y arenoso. No podemos acceder a su interior porque no ha sido desminado. La naturaleza lo va engullendo. Una guarnición kurda lo domina desde un promontorio entre alambradas, ametralladoras y sacos terreros. Algunos de estos viejos hogares de suníes han sido dinamitados por los kurdos para que no vuelvan. “No quieren que se repita la arabización de los años setenta y ochenta”, explica un analista iraquí. “No quieren que los suníes regresen”.
Hassan Sham es uno de esos lugares donde desde los comienzos del régimen dictatorial de Sadam, en los años setenta, se practicó la “manipulación demográfica”, es decir, el asentamiento de minorías de una etnia o religión en el territorio de otra etnia o religión, que a su vez era expulsada, reasentada o forzada al exilio a Turquía o Irán. En Hassan Sham la manipulación consistió en la arabización: decenas de miles de kurdos fueron expulsados y llegaron árabes, que aquí eran minoría (pero eran de la etnia de Sadam), desde el llamado triángulo suní. A comienzos de 2014, el Estado Islámico instauró aquí uno de sus feudos, apoyado por parte de esa población suní temerosa de las represalias de los kurdos y los chiíes (dos grupos represaliados a su vez durante décadas por Sadam Husein). Como en Mosul, en Kirkuk, y otras localidades de la gobernación de Nínive controladas entre 2014 y 2017 por el ISIS, se creó un limbo administrativo, sin registro de nacimientos, matrimonios, divorcios ni defunciones, y tampoco educación reglada. Hoy, gran parte de su población carece de papeles (tampoco de propiedad de sus viviendas). Son apátridas. En el verano de 2015, los peshmerga derrotaron aquí al Estado Islámico tras meses de combates. El brigadier kurdo Omar Hassan Saleh está al mando de la fuerza ocupante. “Aquí se luchó casa por casa”, explica. Uno de sus oficiales continúa: “Murieron centenares de nuestros soldados kurdos. Fue una sangría. El ISIS obligó al entrenamiento militar a sus niños, que distribuían munición y avisaban si había heridos en el campo de batalla”.
Muchos de aquellos vecinos del pueblo viven hoy solo a unos centenares de metros, en tres campamentos de desplazados. Son más de 6.000 personas de las que cerca de un 40% carece de documentos. La mayoría son mujeres que no pueden abandonar los campos ni tampoco traspasar los controles policiales. Sobre el terreno, Unicef lucha para que las niñas no abandonen los estudios, no se las segregue por sexo ni se las case con 13 años. Suha es una de ellas. Tiene 15 y contempla cada día desde el campamento las ruinas de la que era su casa. Su padre y su tío estuvieron tres años en la cárcel por colaborar con el ISIS. Al parecer tienen causas pendientes. Tres de sus primos permanecen en prisión. Desde los seis a los nueve años vivió en una casa ocupada en el Mosul yihadista y, tras la derrota, huyó con siete miembros de su familia y se instalaron aquí. Suní tradicional y con el rostro cubierto, es, al mismo tiempo, rápida, directa y muy inteligente. Ha sido objetivo de los programas escolares y para la obtención de documentos de Unicef. Presume de sus buenas calificaciones, que muestra orgullosa. Y prepara un té en la impoluta tienda de campaña familiar, tapizada con viejas alfombras y refrescada por un antediluviano equipo de aire acondicionado indio. Quiere estudiar Farmacia y llevar a su familia de peregrinación a la Meca. “Soy muy religiosa, para mí el islam es lo más importante de la vida. Pero aquí tengo oportunidades. Me han dado libros, voy a clase, hago deporte y tengo amigos. Me gustaría salir de aquí, irme a Europa, ser doctora, pero no sé si lo conseguiré algún día”.
Más de la mitad de las familias relacionadas con el Estado Islámico están a cargo de una mujer. Unicef trabaja con ellas en dos direcciones: identificando y gestionando cada caso a través de trabajadores sociales y proporcionándolas educación y apoyo psicosocial. “Sus padres y maridos han muerto o están presos, desaparecidos, desesperados, locos. Y ellas han tenido que hacerse cargo de los niños y los ancianos. Las verá tapadas con sus hiyabs, pero se han empoderado y tienen un papel cada vez más importante en la sociedad iraquí”, explica una psicóloga. Nos reunimos con siete de ellas, vestidas de negro y con el rostro velado. “Nos consideran mujeres del ISIS, torturaron a nuestros maridos para que se inculparan y luego los mataron. A muchas nos violaron. En los controles policiales nos meten mano los kurdos y chiíes, y algunas se tienen que prostituir con los soldados para alimentar a sus familias. Casamos pronto a las niñas para que sean un problema menos, porque con 18 años ya son viejas. No tenemos papeles ni futuro. Hay mucha depresión y suicidio. Esto es como un campo de concentración”.
—¿Estaban mejor con el Estado Islámico?
—Sí. Los suníes estamos peor que en 2003, cuando los americanos mataron a Sadam y le dieron el poder a los chiíes, que se vengaron de nosotros. Ahora, en Irak gobiernan los chiíes de Irán. Y nuestro destino es la muerte.
En el campo contiguo nos encontramos con una veintena de hombres entre los 30 y los 45 años que han mantenido alguna relación con el ISIS. Viven separados de las mujeres. Son hoscos, distantes, mantienen la vista en el suelo; prefieren no mencionar el pasado. Todos han estado presos en cárceles kurdas, aunque sus sentencias no son válidas para los tribunales iraquíes, por lo que, en cuanto salgan de aquí, podrían ser detenidos. Incluso ajusticiados. Algunos prefieren no ser fotografiados. Y temen ser represaliados tras esta conversación. “Esto es una guerra civil y es difícil demostrar quién ayudó al ISIS, y si lo hizo por simpatía o por miedo”, explica uno de ellos. “Nos sueltan de las cárceles y no sabemos dónde ir. En la parte kurda no nos quieren. Para volver a tu pueblo el Ayuntamiento te tiene que dar un permiso de seguridad; alguien te tiene que avalar. Pero no se fían de nosotros. Ni nosotros de ellos”.
Ayaz nació en el campamento de Bersive, un erial de lona vieja y chapa afilada a dos horas de Mosul. Tiene ocho años y es un niño silencioso y observador. Su madre, Waheeda Qasim, le ha vestido con su mejor camisa blanca. A los cuatro años tuvo fiebre amarilla y está enfermo del hígado. Apenas se relaciona con su entorno. Su familia es yazidí, un grupo étnico-religioso de unas 500.000 personas (y otras tantas en la diáspora) afincado desde el siglo II en las remotas montañas de Sinjar, en el norte de Irak, sobre el que el Estado Islámico practicó un genocidio (según lo ha definido Naciones Unidas) en el verano de 2014. En pocos días, hasta 10.000 yazidíes fueron asesinados, 7.000 mujeres secuestradas, violadas y esclavizadas, y 200.000 personas huyeron de su hogar en dirección a las montañas, una cifra de desplazados que se mantiene inalterable. Sinjar, su capital, es una ciudad muerta, por la que campan las milicias de distinto signo, a la que nadie quiere volver. En 2020, los gobiernos iraquí y kurdo firmaron el llamado Acuerdo de Sinjar, para facilitar su retorno. Ha resultado papel mojado. Los yazidíes continúan fuera de sus hogares. Su tabla de salvación para que el mundo no los olvide es Nadia Murad, de 30 años, la activista yazidí que estuvo secuestrada por el Estado Islámico, escapó, gritó al mundo las atrocidades del ISIS y obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 2017.
Cuando Waheeda Qasim relata el día que los militantes del ISIS llegaron a su pueblo en el verano de 2014, acude a tu cabeza la imagen de los nazis entrando en las aldeas de Ucrania en 1941. Hay momentos en que habla con firmeza; en otros, se rompe. Tenía 17 años y estaba embarazada de cuatro meses de Ayaz. “En mi pueblo éramos 1.000 familias. Los días previos vimos en televisión que los terroristas venían a matarnos. Decían que éramos adoradores del diablo. Los militares kurdos nos abandonaron. Y el 3 de agosto atacó el ISIS. Llegaron en camionetas con ametralladoras. Nos ordenaron que cogiéramos nuestras cosas y abandonáramos en fila nuestras casas. Separaron a las mujeres de los hombres e hicieron otro grupo con las más guapas y jóvenes, las había de 12 años. De muchas no volvimos a saber nada. Gritaban que iban a matar a los hombres y convertir al islam y casarse con las más jóvenes. Algunas lo hicieron para salvar su vida. Nos metieron en una casa grande a las afueras y todas llorábamos. Abusaron de algunas. Se las sorteaban por 15 dólares. Nos pegaban. Yo pensé en suicidarme. Fuera sonaban gritos y disparos. No lo puedo olvidar. Asesinaron a mi hermano y mis primos. Yo tenía miedo por el bebé. Estuvimos tres días en esa casa. Nos gritaban que habían matado a los hombres y nos tocaba a nosotras. La tercera noche nos escapamos unos 10 hacia las montañas. Allí encontramos muchos yazidíes. Dormíamos en las piedras. No teníamos agua. Estuvimos escondidos tres meses. Fue muy duro. En enero de 2015 llegamos a este campamento y me puse de parto. Este hijo es muy especial para mí”.
—¿Cómo se encuentra ahora?
—Cuando llegué estaba loca. Nació el niño, le miré y pensé que no quería más. He sido injusta, le pegaba, luego con el programa de crianza he cambiado. Y he puesto una pequeña peluquería para sacarme algún dinero.
—¿Volverá a su casa de Sinjar?
—No quiero que mis hijos crezcan aquí, con frío y calor, sin colegio. Quiero para ellos una vida buena, con educación, abierta, pero no tenemos casa ni dinero. Tengo miedo por mis hijos. ¿Qué futuro les voy a dar?
En Mosul, al puente Al Suhada, sobre el Tigris, lo llaman simplemente “el tercer puente”. Es uno de los cinco que separa el este y el oeste de la ciudad; el epicentro de los peores combates contra el ISIS. Fue bombardeado en 2016, y reconstruido en 2020. Nada más cruzarlo en dirección a la ciudad vieja, te topas a la derecha con los restos de lo que fue el Mosul Hotel inerte entre un océano de escombros. A la izquierda hay un inmenso bloque de hormigón abatido por los misiles como un castillo de arena: era el hospital Ibn Sena, el mayor de la ciudad. Fue utilizado por el ISIS como base de operaciones y fabricación de explosivos. En ruinas desde 2017, parece imposible su reconstrucción. La capacidad hospitalaria de Mosul continúa diezmada desde la liberación y los centros de salud tienen que hacer equilibrios para atender la demanda de una ciudad maltratada a conciencia durante una década.
Por ejemplo, el ambulatorio Al Quds, un centro de familia sin equipamiento ni apenas camas, que tiene que prestar servicios médicos a más de 20.000 personas. Parte de su infraestructura se ha emplazado en contenedores. Aquí Unicef realiza un enorme trabajo de vacunación, cualificación de equipos, capacitación de las madres y nutrición infantil. En 2014, con la ocupación de la ciudad por el Estado Islámico, un millón de habitantes huyeron. El doctor Ammar H. Yahia se mantuvo en su puesto. “Era mi obligación. El ISIS puso al frente de esta clínica a uno de sus barbudos que no era médico. Le preocupaba más si las enfermeras llevaban el velo que si faltaban medicinas. Los cristianos tenían terror a venir al médico. Solo quedó un pediatra de 10. Era el caos. No solo destrozaron la ciudad, sino todos los servicios. Incluso los depósitos de medicamentos, porque eran antivacunas. Aún hoy escasean las medicinas para enfermedades crónicas”. “Sin olvidar los problemas de salud mental”, añade la doctora Amina Mama. “Esta ciudad está llena de gente traumatizada. El 37% de los niños padecen desórdenes mentales. ¿Cómo vamos a crear así un nuevo Irak?”.
Esa es la gran pregunta. ¿Se puede construir una nueva sociedad sobre esos cimientos de sectarismo, desconfianza y rencor? En el campamento de Debaga, que alberga a 8.000 personas, charlamos con Sara, de 15 años, suní, de negro, con el rostro tapado, que vivió el asedio de Mosul y cuya familia estuvo relacionada con el Estado Islámico. No puede regresar a su casa. Y con Aveen, de la misma edad, con un elegante vestido regional, rostro sin cubrir y abundante maquillaje. Es kurda de Makhmur, un territorio disputado. Su padre, policía, está amenazado de muerte por los islamistas. Ambas creen que el futuro es de las mujeres. Habla Aveen: “Cuando llegamos al campamento tenía miedo de los árabes, desconfiaba. Ya no. Estudiamos juntas, nos respetamos y hemos cerrado heridas”. Continúa Sara: “Tenemos que volver al punto de partida, cambiar la mentalidad del odio a la aceptación. Abrir el puño y dar la mano”. Se abrazan. Y así continúan hasta el final de la conversación. Es un bonito final.