Pequeña antología de grandes fracasos

Un hombre se plantó junto a nuestra mesa. No se presentó. No nos saludó. “El derecho a decidir existe”, me espetó, furioso

Dos manifestantes a favor de la independencia de Cataluña con una bandera "estelada", durante la Diada, el 11 de septiembre de 2022.Adria Puig (Getty Images)

Tras infligirles dos semanas atrás una pequeña antología de mis grandes éxitos, paso a compensarles con una pequeña antología de mis grandes fracasos, particular sobre el cual podría escribir enciclopedias. Los fracasos elegidos tratan sólo sobre un asunto de interés público, y no son ni mucho menos los más rotundos; son apenas algunos que se pueden contar.

Primer fracaso. Antes del procés, el día de ...

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Tras infligirles dos semanas atrás una pequeña antología de mis grandes éxitos, paso a compensarles con una pequeña antología de mis grandes fracasos, particular sobre el cual podría escribir enciclopedias. Los fracasos elegidos tratan sólo sobre un asunto de interés público, y no son ni mucho menos los más rotundos; son apenas algunos que se pueden contar.

Primer fracaso. Antes del procés, el día de la festividad de Sant Jordi, cuando Barcelona se llena de escritores firmando ejemplares de sus libros a los lectores, yo redactaba un 60% de las dedicatorias de los míos en catalán y un 40% en castellano; ahora, un 5% o 10% en catalán y el resto en castellano. Piénsenlo bien: esa discrepancia explica algunas cosas.

Segundo fracaso. Lyon. Principios de abril. Estoy firmándole ejemplares de mis libros en francés a una señora. “Visité su ciudad hace poco”, me dice. “Ah, ¿sí?”, pregunto. “Es usted de Gerona, ¿verdad?”, pregunta a su vez. Levanto la vista, la miro, contesto que sí. La señora añade: “Pues es más difícil encontrar sus libros en su ciudad que en cualquier ciudad francesa”.

El tercer fracaso requiere más explicaciones. En primavera conocí a Josep Martí Blanch, periodista y, entre febrero de 2011 y enero de 2016, secretario de comunicación del Gobierno de Artur Mas. “Yo estaba en la sala de máquinas donde se organizó el procés”, fue su presentación. “Ah”, respondí. “¿Tú fuiste uno de los que sacó el genio de la botella?”. Se rio, asintió; con él estaba la novelista Olga Merino. Conversamos. Tras hablar un rato sobre el procés, Martí Blanch dijo: “Tendrás que aprender a perdonar”. Me quedé perplejo. “A mí nadie me ha pedido disculpas”, contesté. Así fue como, no hace mucho, quedamos a comer en el Bilbao, un restaurante barcelonés de toda la vida; al almuerzo se sumó mi mujer. Inevitablemente, mientras comíamos nos preguntamos qué había ocurrido en Cataluña, dije que padecimos un huracán de mentiras y que, en medio de un huracán de mentiras, quien dice la verdad se convierte en el enemigo del pueblo, conté cómo me había convertido en el enemigo del pueblo. Fue al principio del procés, cuando constaté en un artículo un hecho palmario, y es que el llamado “derecho a decidir” —la llave que abrió las puertas del procés— no existe en ningún ordenamiento jurídico del mundo, ni puede existir, porque decidir es un verbo transitivo: simplemente, no podemos decidir lo que nos da la gana. “Otra cosa es el derecho de autodeterminación”, añadí. “Que sí existe, pero no en democracia: solo en situaciones coloniales, de guerra o violación masiva de derechos humanos”. En fin: evidencias que he repetido mil veces y nadie escucha… Poco después ocurrió.

Un hombre se plantó junto a nuestra mesa. No se presentó. No nos saludó. No recuerdo su aspecto físico, salvo el brillo inconfundible de sus ojos, que preferiría no recordar. “El derecho a decidir existe”, me espetó, furioso. Mi reacción me sorprendió: le alargué una mano, que él no tuvo más remedio que estrechar; antes de que yo pudiera invitarle a sentarse con nosotros, añadió: “Usted es poco democrático”. Y salió disparado. Mientras intentábamos digerir el incidente, pensé: “Esto es lo que ha ocurrido en Cataluña: que, víctimas de un envenenamiento masivo, han brotado personas con mentalidad de amo de rancho (o de plantación) que, imbuidas del sadismo de su propia virtud, se sienten autorizadas a escuchar las conversaciones de sus peones, a violar su privacidad y a interrumpirlos sin el más mínimo escrúpulo ni la más mínima consideración, sin concederles siquiera el derecho de réplica, para reñirlos por decir en voz alta lo que deberían callar”. Hablando por todos, Olga señaló el hueco descomunal que había dejado el intruso y sentenció: “Esto es lo que ha ocurrido en Cataluña”. Fue entonces cuando Martí Blanch me dijo: “En la responsabilidad que yo pueda tener, y en lo que te pueda servir, te pido disculpas por lo que ha pasado”. De nuevo me dejó atónito. “No me sirve”, le contesté. “Me sirve muchísimo: es la primera vez que alguien me pide disculpas”.

Y así fue como mi tercer gran fracaso se convirtió en mi primer gran éxito.

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