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Todas las luchas de Puigdemont

El ‘expresident’ fugado recupera protagonismo tras las elecciones generales del 23-J. Esta es una semblanza de un político atípico y solitario, enfrentado de nuevo a la disyuntiva entre responsabilidad y convicción

Acto del Consell per la Republica Catalana en Perpiñán (Francia), el 29 de febrero de 2020.
Acto del Consell per la Republica Catalana en Perpiñán (Francia), el 29 de febrero de 2020.Albert Garcia
Jordi Amat

Lunes, 30 de octubre de 2017. Han pasado tres días desde la declaración de independencia. Bruselas. Carles Puigdemont llega a la sede de la Alianza Libre Europea, plataforma de partidos nacionalistas que defienden el derecho a la autodeterminación en el Parlamento Europeo. Se rencuentra con algunos consellers. Desde el viernes, todos están cesados tras la aplicación del artículo 155 y esa mañana el fiscal general Maza ha presentado una querella contra todos. Rebelión, sedición, malversación. Puigdemont expone una idea que no sabe concretar: preservar el valor del 1 de octubre, confrontarse con el Estado desde el corazón institucional de Europa. Toni Comín reparte un informe elaborado el día anterior por Gonzalo Boye. El martes, el abogado escribirá otro. “Se trata de hacer un litigio estratégico para desmontar el andamiaje judicial y legal que han montado en España para perseguir a quienes han ejercido su derecho a discrepar”. Plantea una defensa técnica y política sin la que no se explican los últimos seis años de Puigdemont.

El jueves anterior, al mediodía, Puigdemont —54 años, casado y con dos hijas— confesó que no aguantaba la presión. “Hay una revolución en marcha ya de los nuestros. Se me dan de baja los diputados”, escribe al lehendakari Urkullu. “No puedo aguantar”. Al recordar esas horas, no problematizará su decisión —una declaración simbólica que desembocó en el colapso del autogobierno—, sino el asedio al que fue sometido para convocar elecciones. En el momento más trascendental de su biografía, cuando había llevado el pulso con el Gobierno central hasta la prórroga y había aceptado actuar por responsabilidad más que por convicción, sucumbió. Dejó pudrirse la situación, desbordado, buscando tiempo para seguir viviendo en las expectativas. Listo y reservado, con talento para magnetizar con discursos y en redes. Más que un político de raza, interpreta el liderazgo carismático hasta chocar con la realidad.

Lo demostró la campaña de las elecciones autonómicas convocadas por el presidente Rajoy. Desde los márgenes de su partido, devorándolo desde dentro, se creó una candidatura —Junts per Catalunya— para hacer converger el movimiento independentista con el mito legitimista que él ya encarnaba. La lista se elaboró en la habitación de un hotel en Lovaina. Lo cuenta Núria Orriols en Convergència. Metamorfosi o extinció. Todo pivotaba en torno a su figura. Lo visualizó el vídeo de campaña. Anda solo por un parque en una estampa de lejanía otoñal, la voz de la actriz Sílvia Bel recita los nombres de los políticos encarcelados, él mira a cámara, se escucha “perquè torni el President, s’ha de votar el President” (para que regrese el presidente, hay que votar al presidente). Reunió a miles de catalanes en una manifestación en Bruselas. La noche de las elecciones, en la habitación de un hotel en la capital belga, David Madí recibió un mensaje. En una pizarra, anotó su apuesta sobre los resultados antes de conocerse el recuento oficial. El independentismo revalidaba la mayoría. Sí. Dentro del bloque, inesperadamente, Junts ganó. También. La felicidad se desbordó. “España tiene un pollo de cojones”, dijo Puigdemont.

Aunque fue candidato a la investidura y se creó un cierto suspense por si aparecía en Barcelona, no volvió. La suspensión del pleno anunciada por el president del Parlament —Roger Torrent, de ERC— acataba de facto la prohibición de la investidura a distancia dictada por el Tribunal Constitucional. Los republicanos fueron acusados de traidores, manifestantes rompieron el cordón policial en el Parc de la Ciutadella, la rivalidad partidista ocultó las limitaciones de la confrontación discursiva. Puigdemont experimentó un sentimiento que le obsesiona, que atraviesa sus dos libros de memorias y que no perdona: la traición que lo desampara, la deslealtad que lo ningunea. Mandó un mensaje a Comín: “Esto se ha terminado. Los nuestros nos han sacrificado”. Alguien fotografió su teléfono, Ana Rosa Quintana vendió la exclusiva como su agónico fin.

Pero nada lo revigoriza más que desafiar al españolismo cuando lo presenta como el enemigo número uno derrotado. La caracterización como enemigo, que imposibilita comprender al personaje, ha tenido dos dimensiones. La caricaturización como un loco o un aprovechado, cuya primera expresión fue la payasada que Albert Boadella montó frente al chalé en Waterloo donde Puigdemont se instaló. La otra, reducirlo al “prófugo” que se debía cazar más por orgullo nacional que por justicia. Todo para no preguntarse por las contradicciones que su doble ciudadanía, española y europea, iba a implicar en un largo proceso.

Puigdemont en el vídeo de capañana del 21D 2017 de junts por Catalunya
Puigdemont en el vídeo de capañana del 21D 2017 de junts por Catalunya

25 de febrero de 2018, para empezar. El coche en el que regresaba de Dinamarca estaba monitorizado por el CNI y, tras cruzar la frontera, la policía española alertó a la alemana para que lo detuviese. El juez Pablo Llarena activó la euroorden. Estuvo encarcelado preventivamente. El tribunal del Land estudió si debía extraditarlo. “Los jueces alemanes llegaron a comparar lo ocurrido en Cataluña con las protestas para impedir la ampliación del aeropuerto de Fráncfort”, explica Lola García en El muro. Atenderían la euroorden por malversación. Llarena la retiró. La estrategia de Boye funcionaba.

Empezó el período más fecundo de esta etapa. Puigdemont construyó en Waterloo un personaje anacrónico, solitario y romántico que fascinaba: un líder independentista del siglo XXI que había escapado de la persecución judicial. Despertaba fervor. En pueblos y ciudades catalanas se pintaba su rostro en las paredes junto al lema “No surrender” (no a la rendición). Era un mito. Su figura iba más allá de su espacio político, ejercía de líder del independentismo.

Fue ponteado por su grupo en el Congreso y no participó en las negociaciones de la moción de censura, pero vengó la traición forzando la expulsión de su secretaria general. Al tiempo, su partido nodriza, la enésima refundación de Convergència, parecía disolverse en un movimiento —la Crida— que quería agrupar al independentismo y que él lideraría. El presidente Quim Torra, designado por él, se presentaba como su vicario. El Palau de la Generalitat acogió la fundación del Consell per a la República: un organismo parainstitucional cuyo objetivo era internacionalizar el independentismo. Cuenta con unos 100.000 asociados, él lo presidía, su sede era la casa de Waterloo. Allí lo visitaban representantes de minorías nacionales, lo entrevistaban cabeceras destacadas (incluso podía rechazarlas), dio conferencias en diversas capitales europeas.

Si la Junta Electoral se lo permitía, se presentaría a las elecciones europeas en mayo de 2019. “Si tengo el acta de eurodiputado, vuelvo a Cataluña”. Aunque la JEC trató de impedirlo, y se pensó una candidatura alternativa con Boye, Xavier Trias y Bea Talegón, al fin se presentó. Oriol Junqueras, preso, por ERC. Puigdemont arrasó. El presidente Tajani, de entrada, no autorizó la recogida del acta. El día de constitución del pleno, 10.000 manifestantes viajaron a Estrasburgo para apoyar a Puigdemont. Alojado en un hotel al otro lado de la frontera, Boye le recomendó que no cruzase el puente porque sería detenido en Francia. Otras expectativas frustradas. Meses después, el Tribunal Supremo condenó a los líderes del procés. Tras la extraña derrota de 2017, el independentismo esperaba reactivarse. Jornadas insurreccionales. La policía quedó desbordada. Decenas de detenciones pendientes de juicio.

En noviembre de 2019 murió el padre de Puigdemont. Solo pudo seguir el funeral por videoconferencia. A finales de ese año, gracias a un fallo del Tribunal de Justicia de la UE sobre Junqueras, obtuvo el acta que garantizaba la inmunidad. Aquí cierra los dietarios que redactó con el periodista Xevi Xirgo. Es la paradoja de la normalidad institucional. Tenía cargo oficial, pero dejaba de ser noticia internacional. Aparecía en los medios catalanes. El final de etapa fue un acto multitudinario en Perpiñán convocado por el Consell. 29 de febrero de 2020. La covid, como un fantasma, recorría Europa. El confinamiento puso en hibernación al independentismo, no podía seguir movilizándose.

Puigdemont, en el acto de Perpiñán, en febrero de 2020.
Puigdemont, en el acto de Perpiñán, en febrero de 2020.David Borrat (EFE)

En estas circunstancias el mito Puigdemont empezó a desgastarse. La Mesa de Diálogo, que siempre criticó, cambió el tablero de juego. Cuando su Consell dio a conocer el documento Preparem-nos, proponiendo una nueva estrategia de confrontación, apenas tuvo eco. Tras los indultos que el presidente Sánchez anunció en un Liceo donde los invitados aún llevaban mascarilla, algunos presos recuperaron papel político. Su detención en Cerdeña encendió las luces rojas y los teléfonos de su séquito de repente se calentaban en Alguer, pero todo se resolvió sin más consecuencias.

El mito ha ido desgastándose y Junts sigue siendo su movimiento, más que un partido

Mientras en Cataluña se descolgaban estelades, las encuestas de opinión reiteraban que ni los independentistas consideraban factible la independencia y ERC vivía su ciclo victorioso, Puigdemont quedó descolgado. Su círculo se reducía, cada vez más encerrado en una cámara de eco donde pocas voces le contrarían. En Madrid se sabía que era un problema por resolver, como el expresidente Zapatero se atrevía a repetir, pero había dejado de ser una amenaza. En Barcelona, aunque el independentismo mayoritario lo respetaba, el más beligerante lo sumó al pack de la traición de los líderes a quienes responsabilizan de la rendición. Se había dejado de creer en la expectativa del retorno como momento reactivador del independentismo. Waterloo dejó de ser el lugar de peregrinación.

A la hora de formar el nuevo gobierno de la Generalitat presidido por Pere Aragonès, la negociación de Junts la comandó Jordi Sànchez. El pacto lo sintió como otra traición, sus afines no entraron en el Govern y él esperó el momento de salir del gobierno. O pacta él o va contra el pacto. Sànchez se apartó del partido. En el Parlamento Europeo su actividad más destacada era la protesta para consumo interno. El Consell, que le había ilusionado, ya le parecía un partido donde incluso le cuestionaban. Allí confía en los veteranos Lluís Llach y Toni Castellà. Le quedaba la estrategia de Boye, cada vez más enrevesada, que le permitía seguir viviendo en las expectativas: un día los tribunales europeos le darán la razón, y así, mientras añoraba a una familia sin estabilidad (como escribió Josep Maria Fonalleras), tanta soledad habría tenido sentido.

Letrero en la residencia del expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont en Waterloo (Bélgica).
Letrero en la residencia del expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont en Waterloo (Bélgica). Leo Rodríguez (EFE)

Le quedaba la vía judicial y su autoridad, y su capacidad de veto, en Junts. El partido que se creó en torno a su figura, ¿qué es? ¿Es un partido antisistema (del 78)? ¿El partido de gobierno que añoran las elites locales y que ahora lo buscan aunque tampoco disponen de palancas en el Estado para buscar una salida? ¿El partido puro que abandona las instituciones si no puede mandar?

Mientras Puigdemont no lo clarifica, Junts sigue siendo su movimiento. Lo certifican sus militantes, lo defienden sus emisarios. “Así no podemos seguir”, dijo Jordi Turull en la ejecutiva de Junts tras visitarlo en Waterloo en agosto pasado. Trasladaba el mensaje de Puigdemont: salir del Gobierno. Consulta a las bases. Salieron. “Hacer política en Junts es incómodo porque somos coherentes”, ha explicitado en alguna otra ocasión el portavoz Josep Rius. Su círculo de confianza son ellos dos, también Albert Batet y Míriam Nogueras. A ella la designó como candidata a las generales y le dijo no a Jaume Giró: el hombre a quien había planteado ser alcaldable en Barcelona hace un año también le falló al defender la permanencia de Junts en el Gobierno de la Generalitat. Vetando sobrevive. No lo convertirán en lo que tanto temía Josep Tarradellas: acabar como una figura de cera olvidada en el exilio. Como él, necesita ser reconocido por el Estado como el interlocutor.

A los suyos les ha pedido que nada de filtraciones. Negociará él. Y que no lo presionen

Miércoles, 5 de julio de 2023. Faltan dos semanas para las elecciones generales. Bruselas. Parlamento Europeo. Rueda de prensa de Puigdemont, Comín, Ponsatí y el abogado Boye. Ha sido un mal día. El Tribunal General de la UE ha avalado la retirada de la inmunidad de los tres eurodiputados. Podrían reactivarse las euroórdenes. Aunque el delito de sedición ha sido derogado, aunque la extradición es lejana, la acusación por malversación lo llevaría a la cárcel. La lucha continúa, dice el expresident, interpretando el papel de los últimos seis años. Pero Ponsatí, también hoy, rompe el guion. “La especulación recurrente que las sentencias europeas llevarían al retorno del president Puigdemont tampoco ha abierto camino hacia la victoria”. Sobre este discurso implacable hay quien fantasea con crear un nuevo espacio electoral intransigente que ya no cuenta con Puigdemont. La escuchó incomodado.

Y la noche del 23 de julio, en las portadas de nuestra prensa conservadora, después de tantos meses, su nombre en los titulares. La llave de la investidura, a pesar del retroceso del independentismo, también de Junts, bajo una alfombra en la casa de Waterloo. Los cónsules piden información. Los medios internacionales vuelven a preguntar. Otra vez llamadas del mundo de ayer, como las que recibió en octubre de 2017. “Hemos aprendido de los errores de los otros”, afirma Josep Rius pensando en ERC; “no los cometeremos”. Seis años después, otra vez, Puigdemont, ante la disyuntiva entre principios y responsabilidad. A los suyos les ha pedido que nada de filtraciones. Negociará él. Y que no lo presionen.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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