Psicoanálisis de las fronteras (propias y ajenas)
Podrán ser visibles o invisibles, reconocidas o negadas, más o menos permeables, pero siempre estarán ligadas a los márgenes de nuestro propio ser
Comúnmente, no hay nada de lo que estemos más seguros que del sentimiento de nuestro propio yo. Y el yo parece mantener líneas de demarcación nítidas. Este yo se nos manifiesta como algo autónomo y unitario, claramente diferenciado de todo lo demás. Pero esa apariencia es engañosa, ya que nuestro sentido de identidad se origina fuera de nosotros —a partir de interacciones tempranas con cuidadores que actúan como espejo—, se extiende hacia nuestra interioridad y, sin ninguna delimitación tajante, se convierte en parte de nuestro inconsciente, al que el yo sirve como una especie de fachada. Una pregunta central en todo psicoanálisis es: ¿dónde está el yo? ¿Dónde está el límite entre lo que es parte del yo y lo que le es ajeno? Esta cuestión es fundamental no solo para la persona, sino para las sociedades a las que pertenecemos. Dada la naturaleza esquiva del sentido de nuestros propios límites, las fronteras —comenzando por la piel— establecen los parámetros de nuestra existencia como individuos y en nuestras interacciones con los demás. Conectan y dividen. Parafraseando a Hamlet, “ser o no ser”… es una cuestión de fronteras.
En todas partes presenciamos cómo se trazan líneas divisorias en campos tan dispares como la religión, la política, la ética, la ciencia o las artes; o en intersecciones menos formales, como las del lenguaje, la edad, el género o el estatus. Ya sea al enfrentarnos a exigencias irrazonables en los lugares de trabajo o en las contiendas por la construcción de muros para mantener alejados a migrantes, continuamente debatimos dónde pintar la raya. Pero lo que consideramos moral o inmoral, correcto o incorrecto, escandaloso o aceptable, no lo definen las autoridades en el poder, sino nosotros mismos, según nuestro sentido personal de si concuerda con el yo o el no-yo. El grado de porosidad de dichas fronteras pone de manifiesto las diferencias entre cada uno de nosotros. Es una impronta de nuestra personalidad y gira en torno a la forma en que afianzamos —o no— nuestros límites. Si bien las fronteras son necesarias para la individuación, igualmente importante es la capacidad para disolverlas.
Poco después de la publicación de su libro El porvenir de una ilusión, Freud envió una copia a su estimado amigo Romain Rolland, escritor, místico y crítico social francés conocido por su humanitarismo y su llamado a la tolerancia entre pueblos y naciones. En una carta fechada el 5 de diciembre de 1927, Rolland respondió elogiando el libro por exponer una forma de creencia adolescente que prevalecía entre las masas. Expresó, además, su desconcierto por el hecho de que su autor hubiera omitido tratar la verdadera fuente y naturaleza del sentimiento de lo “eterno”, que muy bien puede no ser eterno, sino simplemente sin límites perceptibles, como oceánico, por así decirlo —parecido al nirvana—, y que no se opone a la razón, es dinámico, vitalista, creativo, socialmente adaptable e independiente de los atavíos de la religión institucionalizada. Rolland pensaba que surgía de lo que él llamaba un sentiment océanique y extendió una invitación al psicoanalista para que lo analizara. Freud aceptó, y ubicó el sentimiento oceánico como parte del yo primitivo, que luego queda reducido a un “residuo encogido” bajo la influencia de la realidad. Interpretó esos estados trascendentales de disolución de las fronteras, a los que accedemos en la vida adulta, como remanentes evocativos de la unión originaria entre madre e hijo.
Hay una necesidad real de dejar atrás el pensamiento tradicional de que las fronteras toman la forma de una línea, son más bien un territorio permeable, un campo de actividad. “La frontera es una zona muy ancha, frecuentemente es tan ancha que abarca los terrenos que pretende separar”, aclara el psicoanalista argentino Juan David Nasio. En consecuencia, son muy diversas las maneras de cruzarlas —o como ocurre con millones de personas, de vivir en una frontera—. Otra cosa es la indeterminación de los estados límite. ¿Cómo es posible habitar un lugar que, a los ojos de algunos, es una línea crudamente trazada, pero que, a la vez, quienes viven allí lo experimentan como tierra de nadie? Es precisamente contra lo que muchos se están enfrentando, día a día. Los desplazamientos masivos son una condición límite que trastoca fronteras nacionales, culturales y psíquicas —estamos siendo testigos de ello—. No son solo sus propias desgracias las que traen consigo, sino del mundo entero: “Quien es desarraigado, desarraiga a los demás”, advirtió Simone Weil a Charles de Gaulle en 1943.
Las fronteras podrán ser visibles o invisibles, reconocidas o negadas, pero siempre tendremos que lidiar, de una forma u otra, con los márgenes de nuestro propio ser. Considerar las fronteras como espacios esencialmente cosmopolitas, abiertos a lo diferente, pero también a lo contradictorio, es esencial. Se trata de un intento audaz de representar la multiplicidad de formas que pueden adoptar y da a entender que, si bien el muro puede representar seguridad para algunos, para otros es un símbolo de represión. En voz de la poeta chicana Gloria Anzaldúa, autora de Borderlands / La frontera, “las tierras fronterizas son como el Aleph de Jorge Luis Borges, el único lugar de la tierra que contiene todos los demás lugares dentro de él”.
David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.
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