Lídia Jorge, escritora: “Hoy están creadas las condiciones finales para las dictaduras universales”
Los libros de la autora portuguesa, traducidos a más de 20 idiomas, están enraizados en el vibrante magma histórico del Portugal contemporáneo. Su nueva obra recrea los últimos años de su madre en una residencia
Esta entrevista se realizó en la misma casa de Boliqueime, en el Algarve portugués, donde Lídia Jorge nació hace 78 años, en un salón donde se mezclan vidas pasadas y futuras. Aquí se juntan la nostalgia por la abuela que le enseñó las estrellas mientras dormían al raso y la preocupación por la nieta que pertenece a la generación que busca las constelaciones en el móvil. La escritora creció en esta casa matriarcal donde faltaba dinero para zapatos pero sobraba amor por la literatura. En la universidad descubrió las otras miserias que causaba la dictadura de Salazar. Casada con un oficial paracaidista, trabajaba como profesora en Beira, Mozambique, cuando los capitanes de abril abrieron la puerta de la libertad tras casi medio siglo de asfixia. Un día feliz para Lídia Jorge, que ignoraba aún que acabaría casada años después con Carlos Albino, el periodista que planificó la operación para emitir en Radio Renascença la canción ‘Grândola, vila morena’ como señal para desencadenar el golpe el 25 de abril de 1974.
A los protagonistas de aquello dedicó la novela ‘Los memorables’. Casi todos sus libros están enraizados en el magma histórico denso y vibrante del Portugal contemporáneo, que incluyó el derrumbe de un imperio colonial que se remontaba a las exploraciones de los navegantes de los siglos XV y XVI y la magia de la Revolución de los Claveles. Desde 1980, cuando se estrenó con ‘El día de los prodigios’, ha publicado 13 novelas, además de libros de cuentos, poesía, ensayo, teatro y literatura infantil, que se han traducido a más de veinte idiomas y han recibido reconocimientos como el Premio de la FIL de Lenguas Romances o el Jean Monnet de Literatura Europea.
En 2022 publicó en Portugal ‘Misericordia’, editada este año en España por La Umbría y la solana con traducción de María Jesús Fernández, que responde al encargo que le hizo su madre antes de morir de coronavirus. Es una novela magistral que ha recibido el Premio Médicis en Francia, además de varios galardones en Portugal, sobre los últimos meses de una mujer en una residencia de mayores, donde la vida sigue fluctuando, como siempre, entre luces y tinieblas. Una obra que rinde tributo a la generación de europeas a la que perteneció su madre. Podían haber sido cualquier cosa, pero tuvieron que conformarse con un destino doméstico. Ellas traspasaron sus sueños a hijas como Lídia Jorge.
Pregunta. Este libro solo le da alegrías.
Respuesta. Hasta ahora me ha dado muchas, sí.
P. Aunque es un libro que nace del duelo por su madre.
R. Hay un poder subversivo en la escritura. Consiste en tomar el mundo, transformarlo y ofrecerlo de otra manera. En este caso, creo que el poder transformador de esta narración me reconcilió y permitió que superase mi propio duelo. Y creo que puede repetirse con los lectores. Las narrativas que más ayudan a los demás son aquellas donde se siente que hay una verdad esencial.
P. ¿Es la falta de misericordia una característica de esta época?
R. La palabra misericordia tiene un acento muy fuerte en el imaginario religioso y filosófico. El pecado, la relación con el bien y el mal o la conmiseración desaparecieron. A esto se añade el elogio del egoísmo de Ayn Rand, que no permite más que vivir en un mundo darwiniano. La palabra misericordia, por lo tanto, ha desaparecido. Nunca tomé en serio durante tres años la petición de mi madre para escribir un libro llamado ‘Misericordia’. Cuando murió, no sabía qué hacer con la palabra. Luego escribí este libro y un periodista mexicano me dijo: «Pero esta es la palabra que falta en el mundo». Más tarde descubrí varias creaciones con el título de ‘Mercy’ y que Galdós tituló así una novela, tal vez en un momento en que se necesitaba piedad, igual que ahora.
P. Su novela retrata la vida en una residencia donde hay amor, piedad o mezquindad. Nada que ver con la vida infantilizada que se impone a los mayores.
R. Un hogar de ancianos es un laboratorio vivo. Pensaba que en la vejez había una disminución de sentimientos o aspiraciones, pero mi experiencia durante tres años fue lo contrario. Todo se multiplica porque la gente siente que las posibilidades se están acabando. Ahora, desde un punto de vista social, este modelo de residencias es anticuado. Forma parte del sistema capitalista neoconservador. Mientras que invertir en niños, que también están fuera de la cadena de producción, significa invertir en el futuro, los ancianos son los grandes marginados porque no hay esperanza de que produzcan.
P. ¿Y cuánto hay de biografía de su madre?
R. Está lo esencial. Es la biografía de mi madre y de millones de europeas que nacieron en los años veinte del siglo pasado. Ellas tenían capacidad para ser licenciadas, pero se convirtieron en amas de casa con un gran deseo de saber. Hicieron algo extraordinario: al no tener acceso al conocimiento formal, soñaron para sus hijos, especialmente sus hijas, lo que ellas no habían logrado.
P. Eran mujeres con carencias materiales, pero tenían esperanza. A la inversa de ahora.
R. Sí, cierto.
P. ¿Es mejor carecer de bienes materiales o de esperanzas?
R. Son más saludables las sociedades con dificultades materiales, pero con esperanza. En el ciclo hegeliano, es el momento de la propuesta y no el de la contradicción, en el que vivimos ahora. Los jóvenes de hoy se enfrentan a algo demasiado complejo e impactante. La muerte en el universo no existía en nuestro espíritu ni en el de nuestras madres. Hoy el peligro es planetario y cósmico. Antes había rituales de salvación y aunque no creyeran en Dios, creían en la comunidad. Hoy no hay creencias metafísicas ni se cree en el grupo humano. El espacio digital al que no estamos acostumbrados es tremendamente solitario. Los niños se sienten perdidos por la falta de compañía y al mismo tiempo por lo infinitamente grande y disperso del mundo digital.
P. Entramos en una era nihilista.
R. Estamos. La cultura nihilista de principios del siglo XX es la que propició, entre guerras, a los dictadores. Hoy están creadas las condiciones finales para las dictaduras universales, que la Segunda Guerra Mundial había revertido. Olvidamos que entreguerras la palabra dictador fue muy positiva. Aquí en Portugal la gente se alegraba porque por fin teníamos uno, Salazar. En la actualidad hay terribles guerras promovidas por dos dictadores igual de dictadores, uno en una democracia y otro en un régimen autocrático. Y piensan que este es el momento de crear este nuevo orden, que se basa en el nihilismo, o diría yo, en el objetivismo de la guerra y en la convicción de que el egoísmo es la única filosofía que importa.
P. Los chicos ven con más simpatía que las chicas esos modelos autoritarios.
R. Para ellos es el futuro y lo moderno. Somos nosotros quienes pensamos que es un retroceso. Cuando Trump dice que no habrá más elecciones, está diciendo exactamente eso. Los europeos occidentales somos idealistas, vivimos en la era de Kant, pero para ellos eso no existe. Nos enfrentamos a un choque gigantesco entre dos visiones. Muchos jóvenes aspiran a algo heroico, porque olvidamos que todo joven quiere ideales épicos. Hemos cambiado el mundo a veces sin justicia, hemos creado democracias que permiten la corrupción y el nepotismo. Los jóvenes piensan que los valores como la justicia no se aplican.
P. Cuando nació Portugal vivía en la dictadura del Estado Novo de Salazar. ¿Qué recuerda de los días sin libertad?
R. Aquí me daba cuenta de que algo andaba mal, pero no tenía conciencia política. En el instituto dirigí un periódico y ahí vi que había un mundo de opositores al Estado Novo. En la universidad, descubrí las huelgas, las muertes de los colegas, la persecución al Partido Comunista, el miedo, la dimensión de la pobreza o la falta de libertad de expresión. Formé parte de las brigadas de universitarios que ayudaron a limpiar casas tras las inundaciones de 1967 en Lisboa y fue una conmoción brutal saber que el número de muertos [cerca de 700] era muy superior al que decía el Gobierno.
P. Estudió Filología Románica y después se fue a Angola y Mozambique, donde descubrió la mentira de la guerra colonial.
R. La guerra ya estaba perdida y decían que no. Decían que los soldados no morían en combate si no por accidentes. Hacían lo que Putin está haciendo hoy, al afirmar que Ucrania es una misión especial. Nuestro dictador hablaba de una misión de soberanía. Era una guerra que no había forma de ganar nunca porque la población quería ser libre. Si la mentira tiene varios calibres, todos ellos fueron utilizados. Dejaban ir a las esposas de oficiales que podían conseguir un trabajo, como mi caso, para dar un aire de normalidad, pero yo nunca vi normalidad en África. Nunca. Siempre me di cuenta de que se trataba de una ocupación. Estaba rodeada de oficiales convencidos de que se trataba de un momento equivocado de la historia y que luchaban por un ideal falso. Y así tuve la alegría de darme cuenta de que había una oposición que luego derivó en el Movimiento de las Fuerzas Armadas.
P. La Revolución de los Claveles fue pacífica en Portugal, pero violenta en Maputo (entonces Lourenço Marques), la capital de Mozambique. ¿Hubo violencia en Beira, donde vivía?
R. No. Los africanos suelen decir que el 25 de abril fue un baño de sangre para ellos. Es una injusticia culpar a la revolución. Habría ese baño de sangre de cualquier forma. Hay que observar la situación en su plano histórico, era una herencia del XIX después de tres siglos de colonización. Yo no tengo miedo de recordar esto, las personas tienen miedo de parecer racistas o neocolonialistas. Salazar decía con cinismo que no era posible dar las independencias porque las etnias se matarían entre sí. Era un falso argumento, pero tenía algo de verdad, que era la idea de que tras la salida de los portugueses habría guerra. Y fue lo que ocurrió. Todavía hoy hay desentendimientos étnicos en Mozambique, Angola o Guinea-Bissau. Los intelectuales africanos tienen que contextualizar las cosas desde el punto de vista histórico y no culpar de manera ciega solo a la colonización portuguesa o crear una especie de odio contra la blanquitud. Es necesario comprender que hay grados.
P. Entre abril y agosto de 1974, mientras estuvo en Beira, ¿tuvo miedo?
R. Sí, claro. Pero más allá de eso, comprendía que iba a ocurrir algo malo para las poblaciones locales. Pensaba que cada nuevo día que los portugueses pasaban como colonizadores, era un día más en la futura agresividad. Recuerdo una visita a un aserradero acompañada por Mário Semente, que era un empleado al que habíamos enseñado a leer y escribir y que había criado a mis hijos. Éramos muy amigos. Cuando avanzábamos por un barrio de cañizo fuimos rodeados por un montón de personas. Yo pensé que no saldría viva de allí. Mário Semente me dijo ‘la voy a salvar’ y les convenció. Por supuesto, di media vuelta. Ellos no sabían que era una profesora que defendía las redacciones de los alumnos negros de las burlas de los blancos en el liceo. Ellos no sabían nada sobre mí, pero querían vengarse en mi cuerpo y yo lo comprendí. Si en ese momento me pegan un tiro o me matan con un machete ocurriría por la venganza de un conflicto histórico. No era sobre mí, era sobre lo que yo representaba. Por lo tanto huyo de las discusiones maniqueístas porque la realidad es más compleja. Yo vengo de brazos levantados y con una bandera blanca en las manos y digo somos semejantes, tenemos los mismos derechos y deberes, nos entendemos, dormimos unos con otros, tenemos hijos mixtos, no importa el color de la piel, lo que sí importa es que nos eduquemos todos. El diálogo debe hacerse evitando al máximo el resentimiento.
P. Los portugueses fueron los primeros en colonizar y los últimos en descolonizar África. ¿Qué diferencia su colonialismo de otros?
R. Fue brutal, pero se hacía en nombre de la salvación de las almas y cosas así. En eso se parece al español. Podíamos comer o dormir juntos, pero no les dimos desarrollo ni cultura. Los portugueses se quedaron con la idea de que eran buenas personas y que no había racismo porque todos somos hijos de Dios. Las colonias vivieron en una antigüedad absoluta, tal como vivieron los portugueses. En Estados Unidos los ingleses construían una iglesia, un tribunal, una escuela, reproducían la división de poderes de Inglaterra. Nosotros no. La Iglesia era el hospital, el tribunal, todo. El colonialismo portugués pretendía ser más cristiano y, por lo tanto, con más cinismo. Los portugueses fueron esclavistas hasta más tarde que los ingleses. Debemos darnos cuenta de que no fuimos mejores que los demás.
P. Se cumplen 50 años del fin de la dictadura y la guerra. ¿Siente desencanto por la sociedad que han construido en Portugal?
R. Cincuenta años no son suficientes en términos de nación. Nos beneficiamos de la democracia, de todos los logros reales del 25 de abril, de la desaparición de hábitos arcaicos sobre la conducta de las mujeres o de una sanidad pública a pesar de sus fallos. Cuando era niña teníamos una hechicera y si queríamos ir al médico, había que caminar kilómetros. Tengo en la frente la señal de una herida que me curaron con un frijol. Ahora nos acercamos a Europa y uno de los problemas es que la desilusión del mundo democrático nos ocurrió antes de tener nuestros pilares bien asentados.
P. En esta transición hacia no sabemos dónde, la literatura no da para salvar el mundo, pero ¿sirve aún para salvar personas?
R. Creo que sí, tiene ese poder subversivo. La literatura, al ser un arte de silencio, es más capaz de promover esa salvación interior y crear el vínculo íntimo de la fraternidad. Julia Kristeva dice que permite que las personas se abracen al nivel del subconsciente. Y eso hace que todos los lectores se metan en un libro y sientan que pertenecen a una cadena que forma parte del universo. La mente digital está sofocada por la inmediatez que no permite la humanización. Creo que por eso me esfuerzo por leer. No me importa decir que soy muy anticuada, de la época de Homero. La palabra es religiosa, pero también puede ser social y formar parte de la cosmovisión global de las personas. De hecho, es salvadora.
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