Alain Dominique Perrin, rey Midas del lujo: “Hay cosas más caras que el arte contemporáneo. Por ejemplo, una mesa ‘art déco”
El gran mecenas de la cultura vuelve a ganarles la partida a sus competidores. Su joya más preciada, la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo, celebra 40 años por todo lo alto: en 2025 desembarca frente al Museo del Louvre.
Cuando era solo un treintañero, Alain Dominique Perrin (Nantes, 82 años) tuvo dos anticuarios en Le Louvre des Antiquaires, los famosos grandes almacenes de antigüedades ubicados en un majestuoso edificio de estilo Segundo Imperio frente al Museo del Louvre de París. Más de medio siglo después, Le Louvre des Antiquaires ya no existe —cerró en 2018— y Perrin lleva mucho tiempo sin ser anticuario. Tras su aventura en el negocio de la almoneda llegó a ser presidente de la maison Cartier, emblema del lujo francés, y desde hace 40 años es presidente de la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo. “Ahora vuelvo al lugar donde empezó mi vida profesional”, anuncia el ejecutivo y mecenas en conversación con El País Semanal.
A finales de 2025, Perrin inaugurará una nueva sede de la Fundación Cartier en el edificio donde funcionó Le Louvre des Antiquaires. Es el broche de oro a su carrera y la guinda del pastel para la institución que él mismo fundó en 1984. Su amigo el arquitecto Jean Nouvel es el encargado del colosal proyecto de rehabilitación de esta joya haussmaniana que se extiende a lo largo de 150 metros de la histórica calle Rivoli. Serán casi 9.000 metros cuadrados consagrados al arte en el corazón de Palais-Royal.
“Termino mi carrera donde la comencé. Es emocionante”, insiste Perrin en un perfecto castellano. Lo aprendió en el colegio, en su Nantes natal, y lo perfeccionó viviendo una temporada en Argentina. “Palais-Royal es el mejor sitio de París y del mundo”, continúa, parafraseando a Étienne-Léon de Lamothe-Langon: “París es la capital de Francia, y Palais-Royal es la capital de París”. “¿Qué más se puede pedir?”, pregunta Perrin, vestido con un elegante traje de raya diplomática, mientras bebe un café en su despacho en lo más alto de la actual sede de la fundación, un cubo de acero y cristal diseñado por Nouvel en el bulevar Raspail.
No puede pedir más porque lo ha conseguido todo, incluidas la distinción de comendador de la Legión de Honor y la Orden Nacional del Mérito y los títulos no oficiales de “rey Midas del lujo” y “gran mecenas” de la cultura. Su oficina, con vistas a toda la ciudad, está llena de premios y reconocimientos a su carrera. En 1975 se convirtió en presidente de Cartier, parte del grupo Richemont, y desde esa posición modernizó y expandió la casa de joyería y toda la industria del lujo. Fue él quien creó el concepto de Les Must de Cartier e impulsó la reedición de modelos históricos de la maison. Pero su decisión más audaz y visionaria fue crear una fundación para apoyar todas las disciplinas del arte contemporáneo. Aquel arriesgado experimento de patrocinio corporativo ya es la norma. Hoy, todos los grandes grupos de moda de lujo —LVMH, Kering, Hermès, Prada— tienen fundaciones y proyectos para fomentar el arte y la cultura.
La Fundación Cartier no habría existido sin Perrin, pero tampoco sin la llegada del socialista François Mitterrand al Elíseo, en 1981. “En Francia estamos en un régimen socialista desde entonces. Con ellos cambió el lenguaje y me di cuenta de que nosotros, Cartier, también teníamos que cambiar. Teníamos que rejuvenecernos. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que con los nuevos idiomas del arte?”, admite.
Su amigo César, el gran escultor francés, fue quien le dio la idea de crear una fundación dedicada a financiar y exponer las obras de jóvenes artistas. “César me dijo: ‘Perrin, nosotros, los artistas, necesitamos pasta’. El problema siempre es el mismo: el sector público es pobre, no tiene dinero. Nosotros sí tenemos dinero”, explica. Después de 40 años y más de 300 muestras, la fundación tiene una colección de 4.500 obras de arte de más de 500 artistas de 50 países, incluidas piezas de grandes nombres como Nan Goldin, Ron Mueck, Agnès Varda o David Lynch.
“Cuando tomamos la decisión de montar una exposición, no pasan más de tres meses entre la firma del convenio y la ejecución de la muestra. Eso es lo que les gusta a los artistas: nuestra rapidez. Con el Ministerio de Cultura, pueden pasar tres años. La lenta burocracia estatal no puede competir con nuestra velocidad”, sentencia Perrin.
La Fundación Cartier, que empezó a operar en el castillo Domaine du Montcel, en Jouy-en-Josas, cerca de Versalles, fue un éxito inmediato con muestras dedicadas a temas tan variados como Ferrari, el rock and roll o los grafitis. “Al principio la competencia estaba algo perdida. Cuando hicimos la exposición de Ferrari, en 1987, la gente del arte me dijo: ‘¡Estás loco! ¿Vas a abrir un garaje?’. Tres años después, el Centro Pompidou hizo una exposición sobre el diseño automotriz. Llamé a su director y le dije: ‘¿Tú también vas a abrir un garaje?”.
En el verano de 1986, Perrin invitó a François Léotard, ministro de Cultura, a inaugurar la exposición Los años 60. Sin saberlo, ese día iba a cambiar la historia de la cultura francesa. “En medio de su discurso, sin decirme nada antes, Léotard anunció que yo había aceptado elaborar un proyecto de ley de mecenazgo privado para Francia. Me quedé mudo”, recuerda. Entre el público estaban Ringo Starr, Françoise Hardy y André Courrèges.
Perrin no pudo negarse. Reclutó a 44 estudiantes de las mejores universidades de París y los mandó a recorrer el mundo para analizar cómo se hacía el mecenazgo en otros países. Unos meses después, presentó al ministro de Cultura un extenso informe con una propuesta para desarrollar la filantropía privada “a la francesa”. En julio de 1987, el Parlamento aprobó la “ley Léotard” con amplia mayoría. La norma sentó las bases de uno de los regímenes de mecenazgo más modernos: en Francia, cada donación se beneficia de una deducción fiscal del 66% en el caso de los particulares y del 60% para las empresas.
Son muchos los que han copiado a la Fundación Cartier en estas cuatro décadas, pero a Perrin no le gusta hablar de plagio. “Claro que hemos inspirado a otros. Eso me gusta. A veces tomamos ideas de François Pinault o Bernard Arnault, y a veces ellos de nosotros”, reconoce. ¿Hay competencia? “Claro que la hay. Las fundaciones, como los museos, competimos entre nosotras”, responde. El desembarco frente al Louvre vuelve a poner a esta institución por delante de las demás. ¿Ha ganado a sus competidores? “Bueno, así es la competición”, contesta. “Lo importante es que ahora hay una unión normal entre arte y lujo”.
El artketing, la tendencia en el marketing de unir marcas y arte, ha desdibujado los límites entre esos dos mundos. Ahora hay artistas de renombre creando bolsos de lujo o joyas y diseñadores de moda exponiendo en grandes museos. “No voy a hablar de otras marcas, pero eso está prohibido en Cartier”, se apresura a aclarar Perrin. Ningún artista apoyado por su fundación puede participar en el desarrollo o promoción de un producto de la maison. “¿Hay muchas marcas que lo hacen? Sí, y es su problema. Los artistas que han hecho joyas o bolsos de lujo ya han salido o van a salir de las grandes colecciones de arte”, vaticina.
Pero ¿cómo separar el arte del lujo cuando el arte se ha convertido en un bien de lujo en sí mismo, alcanzando precios estratosféricos en galerías y subastas? “No estoy de acuerdo. Hay obras contemporáneas de muy buena calidad que pueden costar entre 1.000 y 50.000 euros. ¿Es dinero? Sí, pero nada comparable con los millones que puede costar una pieza de Damien Hirst. Hay cosas mucho más caras que el arte contemporáneo. Una mesa art déco original puede valer entre dos y tres millones de euros”, señala el exanticuario.
Uno de los hombres que más sabe sobre el lujo se resiste a dar una definición única de qué es el lujo. “Como producto, es calidad. Como experiencia, es lo que tú haces para ti. El lujo puede ser el tiempo o la familia. Para mí, es mi familia y la vela. En otro tiempo fue el rugby, pero ahora es la vela porque estoy un poco más viejo. Y dentro de nada será la caza”, dice, soltando una carcajada. Otro de sus lujos es seguir trabajando con 82 años. “No pienso retirarme. Me jubilaré cuando esté allí”, concluye señalando a la ventana, desde donde se ve el cementerio de Montparnasse. Allí descansan grandes glorias de la cultura francesa como Baudelaire, Sartre, De Beauvoir o su gran amigo el escultor César.
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