El pez león: el acorazado de la invasión del Mediterráneo
La imparable expansión del voraz pez león y otras especies tropicales de la mano del cambio climático muestra la peligrosa metamorfosis de la fauna marina. Nos sumergimos en Chipre para comprobar cómo el calentamiento del Mediterráneo acelera este problema
A 24 metros de profundidad, junto a la barandilla de un pecio hundido para generar un arrecife artificial, Carlos Jiménez señala dos palabras en su libreta. En mayúsculas ha escrito ESPECIE INVASORA. Luego apunta a un bivalvo, a un pepino de mar, a un pequeño pez… Hasta una decena de especies invasoras cuenta este biólogo marino durante una sola inmersión de 40 minutos en las aguas de Chipre. Es una guerra submarina y las tropas locales la están perdiendo. El otro bando cuenta con el mejor aliado: el cambio climático provocado por el ser humano que está calentando las aguas del Mediterráneo y permitiendo que estos organismos tropicales estén ya como en casa y expandiéndose rápidamente y sin control.
Entre todas las especies destaca una: el pez león (Pterois miles), el acorazado de la invasión que vive el Mediterráneo oriental. Originario del Índico y el Pacífico, consigue asentarse rápidamente en los lugares hasta los que llega por culpa del hombre. Las hembras ponen millones de huevos y las larvas viajan con las corrientes. Cuando son crías, comen todo con lo que se topan: crustáceos, moluscos, gusanos… Cuando son maduros, se refinan y solo ingieren pescado, aunque en grandes cantidades (su estómago se hincha para acumular reservas). “Pero si no encuentran comida, en algunos casos practican el canibalismo de juveniles”, explica Jiménez ya fuera del agua. Todo en el pez león está diseñado para colonizar las zonas en las que aparece, como ha ocurrido en el Caribe y en el Atlántico occidental, y como está pasando ahora en el Mediterráneo.
Los primeros asentamientos de esta especie registrados en este mar fueron en octubre y diciembre de 2012 en las costas de Líbano. Al año siguiente se documentó su presencia en Chipre. Luego en Israel, Turquía, Grecia y hace muy poco en Italia. “La explosión aquí, en Chipre, se dio hace cinco o seis años”, explica el científico sentado en la zódiac tras esa primera inmersión en el Némesis, el pesquero hundido que ahora está cuajado de peces león y otras especies exóticas. “Ese barco es el paraíso de la invasión”, añade a su lado Vasilis Resaikos, un biólogo de 25 años que también forma parte del Centro de Investigación Ambiental Enalia Physis.
El costarricense Carlos Jiménez vive desde hace 11 años en Chipre y es el coordinador científico del Enalia Physis. “Soy experto en arrecifes de coral, pero si aparece una especie así delante de ti es imposible no prestarle atención”, dice sobre el pez león, que ha centrado buena parte de su trabajo y sobre el que ha escrito una decena de artículos científicos. A sus 62 años se puede decir que viene del futuro. Porque cuando trabajaba en Costa Rica ya vivió la invasión de este pez en el Caribe. Ahora está asistiendo a lo mismo en el Mediterráneo con una década de retraso.
Hablar de especies invasoras no es del todo preciso. Mejor es llamarlas especies introducidas (por el ser humano). En el Atlántico occidental, los primeros ejemplares de pez león procedieron de sueltas accidentales o deliberadas desde acuarios —su belleza hace que suela ser empleado en este tipo de instalaciones—. En el Mediterráneo, su puerta de entrada ha sido la enorme autopista sin peajes que supone para los organismos invasores el canal de Suez, en Egipto.
El biólogo marino Carlos Jiménez bajo el agua y en el bote toma notas en su libreta.
Los buzos manejan un lenguaje universal para comunicarse bajo el agua. Hay señales que se hacen con las manos para saber si todo está bien, para poner fin a una inmersión, para descender, para decir cuánto aire queda en la botella, para alertar de problemas… Pero el gesto que hace Jiménez en la segunda inmersión de la mañana en la zona del cabo Greco no lo enseñan cuando te sacas la titulación. Aunque se entiende bien qué está pensando cuando abre los brazos en cruz y ladea la cabeza a derecha e izquierda varias veces. ¡Qué carajo es esto!, podría ser su traducción. Porque a su alrededor se extiende un paisaje yermo de posidonia moribunda, esponjas en descomposición y restos amarillentos de cianobacterias, unos microorganismos que proliferan cuando la temperatura del mar es alta. Otro bioindicador del cambio climático.
“Soy un biólogo forense”, se lamenta de nuevo en el bote mientras se quita el equipo de buceo. Luego suelta de corrido un desahogo: “Desde los ochenta estoy viendo cómo está ocurriendo el cambio climático, es increíble que haya gente que lo niegue todavía. Ahora el cambio está ocurriendo más rápido. Antes había olas de calor en el Mediterráneo, pero ahora estamos en una ola de calor constante”.
Ejemplares de pez león y los biólogos Carlos Jiménez, Vasilis Resaikos y Antonis Petrou.
Además de ser bello y voraz, el pez león es venenoso. Cuenta con unas espinas que, si pinchan a un humano, le provocan varios días de hinchazón e intensos dolores. “Hasta ahora, lo único que ha detenido su avance es la temperatura del agua”, explica Jiménez. Por debajo de los 15 grados se complica su expansión. Pero con un Mediterráneo con temperaturas récord y un calentamiento global que avanza a lomos de los combustibles fósiles, el panorama para el pez león es inmejorable.
La especie en estas aguas no tiene suficientes depredadores. Este investigador ha constatado que los meros pueden alimentarse de ellos. Pero no hay tantos como para hacerle frente, entre otras cosas, porque el mero es una preciada especie comercial.
La experiencia en el Caribe apunta a que, una vez que se asienta y su número aumenta, ya no es posible erradicarlo. La mejor opción es controlar la población para evitar más estragos en los peces autóctonos. Los científicos señalan como solución al peor de los depredadores sobre la faz de la Tierra: el ser humano. Es decir, la solución es que se acabe incorporando a nuestra dieta.
El Kopoy atraca a las ocho de la mañana en el pequeño puerto de Ayia Napa, en el sureste de la isla de Chipre. Xristos Tsaukas, su hermano y dos amigos más llegan ya con la cubierta recogida y sin mácula, porque han limpiado el pescado y las redes en el mar antes de entrar al puerto.
Cuentan que salen dos o tres veces por semana a pescar. Después de toda la noche, no traen mucho pescado, solo una caja de poliespán llena. La han dejado en el suelo. Constituye otra prueba de qué bando está ganando la guerra submarina. “La mayoría son especies invasoras, qué horror”, se lamenta Jiménez. En la caja hay tres peces león, pero también un pez trompeta, tres siganos, dos barrenderos… Todos ejemplares de peces exóticos que han entrado por el canal de Suez.
Esta es la caja que contiene lo que pescaron Xristos y sus compañeros [se muestran resaltadas las especies que no son autóctonas del Mediterráneo].
Los científicos estiman que más de medio millar de especies invasoras han llegado hasta el Mediterráneo desde el mar Rojo desde que esta infraestructura se inauguró en 1869. La filtración es de tal magnitud que tiene hasta nombre propio: migración lessepsiana, en referencia a Ferdinand de Lesseps, el ingeniero responsable de este canal de 180 kilómetros. “Pero la velocidad a la que las especies invasoras se están estableciendo en el Mediterráneo está aumentando”, advierte el profesor Jason Hall-Spencer, de la Universidad de Plymouth, en el Reino Unido. Este biólogo marino, que también ha trabajado con el pez león en Chipre, alerta de la importancia de poner el foco en la falta de bioseguridad del canal de Suez.
“Las especies invasoras pasan por el canal nadando, en los cascos de los barcos, en las aguas de lastre…”, apunta Jiménez. Una vez que entran, una corriente que se mueve en el sentido contrario a las agujas del reloj las lleva a Israel, Líbano, Siria, Chipre… De ahí, al resto del Mediterráneo. Cuando en 2014 se ampliaba el canal, los científicos alertaron de la necesidad de poner medidas de control. “El problema era quién iba a poner el dinero. Los países ricos no han querido hacerlo, a pesar de que al final serán los que sufran el problema a miles de kilómetros. Y Egipto no padece las consecuencias”, detalla Jiménez.
La acción más efectiva es el cambio de la salinidad del agua, aumentarla o reducirla mucho para que los organismos no sobrevivan al tránsito. En el canal de Panamá, por ejemplo, es lo que ocurre: el agua por el que pasan los buques es dulce, al proceder de ríos y presas. Pero el canal de Suez atraviesa un desierto sin agua dulce. “Algunos apuntan como solución el uso de la salmuera que generan como residuo las desaladoras”, explica Hall-Spencer. Pero para eso hacen faltan inversiones y que alguien se responsabilice del problema.
A unos metros del Kopoy, otro pescador se afana en su barca en limpiar y preparar sus redes. Acaba de volver de pescar también. Sobre la cubierta yace un enorme ejemplar de pez globo, otra especie invasora muy peligrosa que entró por el canal. “Hay que tener mucho cuidado, mucha gente muere por su veneno. Además, rompe las artes de pesca, por eso el Gobierno de Chipre paga a los pescadores por las capturas que le llevan. Es una forma de compensarlos”, relata Jiménez.
Con el pez león no hay ningún plan similar en estos momentos en Chipre. “Durante cuatro años tuvimos un proyecto, pero acabó en 2022. Nos permitían pescarlo con botella y teníamos 60 buzos dentro del proyecto además de nosotros”, recuerda Jiménez. “Ahora el Gobierno está estudiando si se vuelve a dar permiso. Pero lo que está claro es que no se va a erradicar, es solo un control de la población”.
Es difícil encontrar en Chipre a alguien relacionado con el mar que no se haya pinchado con las espinas de un pez león o que no tenga un familiar o amigo al que le haya pasado. A Christos Christof, de 49 años y propietario de la pescadería Skorpios, en Paralimni, le ocurrió. Aunque a su establecimiento le suelen llegar los peces sin las espinas donde está el veneno porque los pescadores se las cortan antes y las tiran al mar, no siempre es así. “La primera vez se me hinchó el brazo y tuve que ir al hospital, pero las siguientes ya no me ha afectado tanto”, afirma.
Christof recuerda el primer pez león que vio en su vida: “Fue hace 10 años, y era muy pequeño”; y hace un gesto con los dedos para marcar apenas cinco centímetros. “Pero año a año nos llegan más, y mucho más grandes. El mayor que he visto pesaba 2,3 kilos y medía más de 30 centímetros”.
Aunque los vende en su pescadería, y hay algún supermercado también en la zona que los ofrece, el pez león no es el más popular de los pescados en la isla. Los chipriotas lo emplean fundamentalmente para hacer sopa.
Incorporar ampliamente este pescado a la dieta humana es, según los estudios científicos, la mejor estrategia de control. Pero hay que tener cuidado y aprender de lo ocurrido al otro lado del Atlántico. El biólogo costarricense explica lo que pasó en el Caribe: “Al principio, la gente no lo quería pescar ni consumir porque era venenoso; luego, fueron viendo que se podía consumir si le quitas las espinas. Lo aceptaron y empezaron a llevarlo a casa, y se dieron cuenta de que era un pescado de calidad. De las casas dio el salto a los restaurantes y decenas de establecimientos lo ofrecen ya en Latinoamérica… Pero, de repente, nos dimos cuenta de que solo nos ponían piezas grandes o medianas. Hablamos con los arponeros, y nos dijeron que les salía mejor pescar los grandes y medianos por precio. Pero también que no pescaban los más pequeños para mantener la especie. Estaban haciendo sostenible esa pesca, y eso es un error en el que no hay que caer”.
Es un viernes por la tarde de inicios de octubre en el Knight’s Pub Restaurant, en la turística población de Pernera. Aunque está en Chipre, este bar, aparentemente, podría estar en Benidorm o en cualquier otro destino de turismo de sol y birra del Mediterráneo. Suena rock y la mayoría de la clientela son sesenteros de melenas largas, aunque escasas, y camisetas negras. La sorpresa está en la cocina y en los platos que salen de ella.
Además de ser un referente culinario en la isla por su cocina de fusión, el Knight’s Pub es el único restaurante de Chipre que sirve regularmente el pez león. Habla el cocinero, Xenis Soterion: “Hago mi propia receta, yo lo limpio, aunque siempre lo compro sin espinas en la pescadería de Christof”. Lo que resulta son unos jugosos lomos a la plancha de pez león con verduras y una salsa deliciosa.
Este cocinero de 58 años abrió en los años ochenta este restaurante con su hermano. Que sirvan pez león tiene mucho de conciencia medioambiental. Jiménez todavía recuerda la primera vez que le ofrecieron comerlo. “No sabían quién era yo, que era biólogo, pero el dueño nos insistió en que lo pidiéramos porque, además de estar bueno, contribuíamos a reducir su población para favorecer las especies locales”.
A menos de tres kilómetros del pub está el Ocean Aquarium de Protaras. Su director es Vasilis Andreou, un biólogo marino de 36 años. Sentado a su lado y frente a un café está Jiménez: “No hace falta tener 60 años para darse cuenta de que el mar está cambiando”. Andreou asiente y relata: “Mi padre era pescador, aunque no profesional, y yo crecí en el mar. Los cambios son increíbles respecto a lo que recuerdo de niño”. Y empieza a hacer un recuento de bajas: atunes, pulpos, peces limón, dentones… Todos son peces autóctonos que han desaparecido de las aguas de Chipre o que ya casi es imposible capturar. “Estos son los cambios que yo he visto con mis ojos, pero si hablas con mi padre te contará muchísimos más. Imagina qué ocurrirá en dos generaciones”. Se hace el silencio en la mesa. A Jiménez no se le borra una frase que le dijo la noche anterior un viejo pescador de la zona: “El mar está enfermo, Carlos”.