Rescate a la luz de los móviles en Lanzarote
Vecinos de un pueblo se lanzan al mar para intentar salvar a una treintena de migrantes cuya patera volcó
El mar estaba en calma, pero en el momento en que la patera de madera se aproximó a la escollera de rocas volcó, y sus al menos 36 ocupantes cayeron al agua entumecidos. Apenas les dio tiempo a lanzar un par de bengalas antes de encallar, solo unos metros antes de tocar tierra. Los gritos movilizaron a los vecinos del pequeño pueblo pesquero de Órzola, de 325 habitantes, en la isla canaria de Lanzarote. Fueron los primeros en llegar a la orilla de rocas, formaron una cadena humana, vaciaron los bidones de gasolina de la barca para usarlos como boyas y comenzaron a rescatar con la única luz de los teléfonos móviles.
Los ocho vecinos que se lanzaron al agua en la noche del martes conocían la rompiente desde críos, pero jamás se habían enfrentado a nada parecido. La mayoría nunca habían visto un muerto. “Ni me lo pensé. Corrí para allá y me tiré al agua”, recuerda Ignacio Fontes, de 28 años. Entre todos, y ayudados después por los servicios de rescate, sacaron del mar, vivas, a 28 personas, a las que cubrieron con sus propias ropas. Al menos otras ocho murieron: sus cuerpos fueron devueltos por el mar, cuatro esa misma noche y otros cuatro este miércoles. “Si no llega a ser por nosotros habría muerto más gente”, asegura Marcial Arráez, un administrativo de 49 años. La ruta a Canarias suma ya más de 500 fallecidos en lo que va de año, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Los gritos de los náufragos han marcado a cada uno de los 13 vecinos que presenció la desgracia en primera línea, desde el agua o desde las rocas. Se oían desde el salón de la casa de José Antonio Martín, un carpintero jubilado de 67 años, que sin saber nadar corrió hacia la orilla a arrastrar a tierra a los supervivientes. Volvió a casa después del rescate y pasó doce horas mudo. “Lloraba como un niño chico. Estaba en estado de shock”, cuentan su hija y su esposa en la puerta azul de su casita encalada. “Eran gritos desgarradores”, recuerda el hombre. “Imagínate este paraje por la noche con la mar reventando en las rocas”. Pero peor que los gritos era el silencio. “Era impactante escucharlos, intentar ir a por ellos y de repente no oír nada”, recuerda Armando Tavío, de 46 años, técnico en una central energética. Diez de esos vecinos permanecen ahora confinados en un edificio del Cabildo a la espera de confirmar que no se han contagiado de coronavirus durante el rescate.
Marcial Curbelo, desempleado, de 49 años, fue el primero en llegar y el que puso algo de orden en mitad del caos. “Estuvimos solos por lo menos media hora”, lamenta. A pocos metros del naufragio, en el muelle, había un despliegue de emergencia que esperaba la llegada de los ocupantes de otra patera procedente de la vecina isla de La Graciosa. Los vecinos rescatadores, aunque elogian el papel de un guardia civil que se tiró al agua por su cuenta y el de dos socorristas de Emerlan, la Asociación de Voluntarios en Emergencias y Rescate de Lanzarote, se quejan de que las autoridades tardaron en reaccionar. “Estábamos sacando a gente del agua con bidones y cuando nos trajeron los salvavidas ya solo había muertos”, señala Curbelo.
Poco se sabe de los ocupantes de la patera más allá de que eran jóvenes y magrebíes. La Cruz Roja ha informado de que entre ellos había siete menores y que aseguraron haber partido entre dos y tres días antes del naufragio de una playa de Agadir, al sur de Marruecos. Los supervivientes, según han contado los diferentes rescatadores involucrados, alertaron de que entre las personas que se subieron al cayuco había al menos cinco mujeres y tres niños. El dato, a pesar de que puede ser impreciso, preocupó a las autoridades, que mantuvieron la búsqueda hasta el final de la tarde del miércoles. Todos los rescatados y los muertos eran varones jóvenes, por lo que podría haber aún más víctimas en el fondo del mar. EL PAÍS no ha logrado hablar con ninguno de los supervivientes, que han sido encerrados en una nave improvisada donde se les identificará. Cumplirán allí las 72 horas de custodia policial, junto a otro centenar de migrantes con los que comparten ocho baños portátiles sin ninguna ducha.
Ignacio Fontes, el joven pescador, conoce bien la zona en la que se estrelló la patera, una costa de rocas volcánicas que sobresalen del fondo hasta bien entrado el mar. “La marea estaba buena, pero cada dos o tres minutos viene lo que llamamos la serie de las olas, cuando comienzan a romper más fuerte y te arrastra la corriente. Según pasaba el tiempo, teníamos que irnos más lejos a buscarlos. Era un auténtico desastre”, cuenta.
El pescador entró y salió varias veces del agua, guiado en la oscuridad por las llamadas de auxilio y tomando decisiones críticas en segundos, mientras los cuerpos chocaban contra las rocas. “Cogí a una persona y estaba muerta y mi intuición me hizo dejarla. Yo no miraba a las personas, elegía los gritos más cercanos”, relata. En su última incursión agarró a un chaval que solo decía “frío, frío, frío”. Fontes quiso distraerlo mientras lo arrastraba hasta la orilla. Le preguntó por su equipo de fútbol. Era del Real Madrid. Un segundo después se quedó petrificado. “Comencé a escuchar lo que parecía el llanto de un niño o de una niña. Entonces quise dejar al chico en una zona donde hiciese pie y volver, pero cuando llegamos no se sostenía, se me caía, y tuve que dejarlo en tierra”, recuerda. “Cuando volví, el llanto del niño no se oía más”. Otra vez el silencio.
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