Una gran confusión
La Ley de Amnistía no fue un trágala impuesto por la extrema derecha, sino una iniciativa de la izquierda que respondía a una enorme demanda de la sociedad española
El acuerdo entre PSOE y Podemos para modificar indirectamente la Ley de Amnistía de 1977 no tendrá seguramente muchos efectos prácticos (la inmensa mayoría de quienes pudieron cometer delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra están muertos) pero va a introducir, sin duda, una gran confusión. Primero, porque la reforma se quiere hacer mediante una enmienda de la ley de memoria histórica, que no tiene mucho que ver con la am...
El acuerdo entre PSOE y Podemos para modificar indirectamente la Ley de Amnistía de 1977 no tendrá seguramente muchos efectos prácticos (la inmensa mayoría de quienes pudieron cometer delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra están muertos) pero va a introducir, sin duda, una gran confusión. Primero, porque la reforma se quiere hacer mediante una enmienda de la ley de memoria histórica, que no tiene mucho que ver con la amnistía; y segundo, porque puede hacer creer que la ley de 1977 fue un trágala de la extrema derecha, cuando en realidad no fue así, sino una iniciativa política de toda la izquierda que respondía a una enorme demanda de la sociedad española y que costó mucho sufrimiento, movilizaciones callejeras y hasta muertos, como recordó el portavoz socialista Txiki Benegas el día de aprobación de la ley.
Plantear ahora su reforma como un éxito de la izquierda que corregirá grandes injusticias aceptadas por los políticos demócratas de aquel momento, incapaces de sacudirse la tutela de la extrema derecha, implica en cierta forma desconocer aquella lucha y su sentido verdaderamente popular. Los diputados que votaron a favor de la amnistía el 14 de octubre de 1977 (80 de los cuales habían pasado por las cárceles franquistas) sabían perfectamente qué votaban. Se amnistiaba a quienes habían cometido delitos de sangre incluso después de la muerte de Franco (en concreto 90 presos de ETA), y también a los torturadores que habían golpeado en las comisarias hasta hacía muy poco a presos políticos y a trabajadores en huelga. Y todo ello se hacía en un Parlamento elegido democráticamente.
Desde el primer momento tras la muerte del dictador las movilizaciones populares contra la prolongación de ese régimen y en defensa de un sistema democrático se concretaron en un grito común, “Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía”, idéntico en el País Vasco, Cataluña, Andalucía o Castilla. Pocos días después de su toma de posesión ―por encargo directo del Rey― como presidente del Gobierno, Adolfo Suárez aprobó, el 30 de julio de 1976, un decreto ley por el que se anunciaba una amnistía parcial, para delitos de intencionalidad política que no hubieran supuesto derramamiento de sangre y que permitió la salida de la cárcel de la gran mayoría de los presos políticos.
En enero del año siguiente, los principales dirigentes de los partidos políticos se reunieron con Suárez y le plantearon la exigencia de una amnistía completa, que comprendiera todos los delitos políticos cometidos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976, “cualquiera que fuera su resultado”. No se comentó en aquel momento, pero muchos dieron por entendido que la exigencia de amnistía total llevaba aparejada una amnistía paralela para los delitos cometidos durante la Guerra Civil y posguerra por los franquistas y por las fuerzas policiales, aunque no necesariamente ello implicara total impunidad, una palabra que no salió casi nunca en los debates y muy poco en las conversaciones privadas.
En mayo hubo en toda España decenas de movilizaciones por la amnistía, reprimidas con violencia. El 15 de junio de 1977 se celebraron las primeras elecciones democráticas y la primera ley aprobada por aquel primer Parlamento, en octubre de ese año, fue precisamente la Ley de Amnistía, prácticamente en los términos planteados en aquella reunión.
El calendario permite ver la urgencia y la tenacidad con la que las fuerzas políticas democráticas exigieron la Ley de Amnistía, elaborada finalmente por una comisión en la que estuvieron presentes, entre otros, Pilar Brabo (PCE), Plácido Fernández Viagas y Pablo Castellanos (PSOE), Xabier Arzalluz (PNV) y Donato Fuejo (PSP). El texto de la ley llegó al pleno del Congreso el 14 de octubre de 1977 y se aprobó con el voto a favor de UCD, PSOE, PCE, minoría vasco-catalana, PSP y Grupo Mixto, la abstención de Alianza Popular y dos votos negativos (uno de ellos, del excomandante de la UMD Julio Busquets, elegido diputado en las listas socialistas).
La sesión se celebró con solemnidad. La intervención más esperada fue la de Marcelino Camacho, uno de los fundadores de Comisiones Obreras, que había sufrido nueve años de prisión en las cárceles franquistas y que se encargó de explicar el voto favorable del Partido Comunista. Camacho recordó que la política de reconciliación nacional era una de las señas políticas de identidad del PCE desde hacía años. “Consideramos que esta ley es una pieza capital de la política de reconciliación nacional… Queremos cerrar una etapa, queremos abrir otra. Nosotros, precisamente nosotros, los comunistas, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado a nuestros muertos y nuestros rencores”.
Camacho, como luego harían otros oradores, solo lamentó dos cosas: que la Ley de Amnistía no incluyera la rehabilitación de los militares de la UMD (varios de los cuales, como el comandante Otero y los capitanes Reinlein, Ibarra y García Márquez, estuvieron presentes en la tribuna de invitados), algo a lo que se había opuesto radicalmente el Ejército; y que se dejara “para más adelante” lo que él mismo llamó “delitos de mujeres”. En efecto, la Ley de Amnistía no contemplaba la salida de la cárcel ni la compensación económica a mujeres que habían sido condenadas por prostitución, adulterio y, la palabra que se tardaría meses en pronunciar en el Congreso, el aborto clandestino, porque no entraban en la categoría de delitos de intencionalidad política.
La defensa del voto socialista corrió a cargo de Txiki Benegas, que recordó: “El número de movilizaciones populares, de violencias, de muertos que la propia consecución de la amnistía ha producido desde la muerte del general Franco y las situaciones de extrema tensión que hemos vivido en algunas zonas, como el País Vasco, hasta llegar, después de este turbulento camino, a la fecha de hoy, en que, por fin, se va a enterrar la Guerra Civil, la división entre los españoles”.
Benegas lamentó que siguiera existiendo violencia de uno y otro signo en el País Vasco e hizo una llamada “a la pacificación de Euskadi”. Fue llamativo que en cierta manera la intervención de Xabier Arzalluz, portavoz del PNV, fuera la que más insistiera en la necesidad del “olvido”, una expresión que muy pocos otros oradores emplearon. “Para nosotros”, dijo Arzalluz, “la amnistía no es un acto que atañe a la política… Es simplemente un olvido, una amnistía de todos para todos, un olvido de todos para todos”. “Si nosotros somos representantes y cauce de esa sociedad, hemos de ser también el ejemplo de la misma con nuestro mutuo olvido (…) Olvidemos, pues, todo”.
Quizás fue Donato Fuejo, portavoz por el partido de Enrique Tierno Galván (Partido Socialista Popular, PSP), quien se refirió más claramente a lo que llamó “aspectos insatisfactorios de la ley”. “Hubiera sido necesario que esta ley contemplara una reparación moral que saldara de una vez y para siempre el abismo que rompió en dos a nuestra sociedad”, explicó. “El no hacer justicia con los que durante tantos años lucharon por la democracia podría crearles una sensación de frustración que puede ser negativa para el futuro de convivencia y pacificación de los ciudadanos”. A pesar de todo, Fuejo consideró que el texto era “el mejor posible”.