Feijóo, un conocido muy desconocido
Pasó de tecnócrata sin militancia a político aguerrido, de opositor implacable a gobernante templado. La carrera del futuro líder del PP arroja incógnitas sobre cuáles serán su papel y su estrategia
Hay un Alberto Núñez Feijóo que toda España conoce. El político que ya ha cumplido 60 años, aunque conserve cierto rastro juvenil, tras emular lo que parecía la hazaña irrepetible de las cuatro mayorías absolutas de Manuel Fraga en Galicia. El presidente que alardea de gestión y huye de las grandes proclamas ideológicas. El gallego prudente y ambiguo que solía intervenir en las disputas de su partido para reclamar moderación. Ese es el Feijóo que todo el mundo conoce y que se dispone a tomar el mando del PP. Si no fuera porque antes —e incluso al mismo tiempo— ha habido otros feijóos, distintas versiones de un hombre a menudo indescifrable, que todavía hoy, después de tanto tiempo de exposición pública, sigue albergando un puñado de incógnitas.
El primer Feijóo apareció a comienzos de los años noventa y era un joven atildado, con aspecto de empollón, el típico tecnócrata de la Administración en el que resultaba difícil adivinar grandes inclinaciones políticas. Ese fue el Feijóo que creció bajo la sombra protectora de José Manuel Romay Beccaría, figura señera del añejo conservadurismo gallego. El Feijóo que gestionó la sanidad pública autonómica y luego, ya en Madrid, el desaparecido Insalud y la empresa pública de Correos, cargo al que fue aupado por el ministro Francisco Álvarez-Cascos. Un gerente con fama de eficaz y flexible, que presumía de sus buenas relaciones con los sindicatos —él mismo había formado parte de uno de funcionarios en la Xunta— y que ni siquiera militaba en el PP.
En el origen del segundo Feijóo hay una analogía casi irónica con la actualidad. Entonces también se había desatado una guerra a muerte entre los populares. Y, como ahora con la pandemia en Madrid, alguien fue acusado de lucrarse con otro desastre, el del Prestige. En aquellos días de 2003 las autoridades se enfrentaban igualmente a una carencia desesperante de material, en ese caso para limpiar las playas. La SER desveló que la familia del conselleiro de Obras Públicas y uno de los referentes del PP gallego, Xosé Cuiña, había vendido a la empresa pública Tragsa una partida de trajes de agua y palas por valor de 40.000 euros. Cuiña corrió mucha peor suerte que ahora Isabel Díaz Ayuso: la dirección nacional del partido lo tenía ya en el punto de mira y fue sumariamente defenestrado. Para reemplazarlo se llevaron de vuelta a Feijóo.
De conselleiro pasó muy rápido a vicepresidente y, tras la derrota electoral de 2005 que jubiló a Fraga, fue el hombre apoyado por Génova para imponerse en la pugna sucesoria. De súbito, el tecnócrata templado se reveló como un político con el cuchillo entre los dientes. Por una parte, se esforzaba en no parecer el clásico dirigente popular. Recordaba que su militancia en el PP era muy reciente y que con 21 años, en 1982, había votado al PSOE de Felipe González. Sus primeros pasos, sin embargo, hicieron pensar en un giro a la derecha. Se alineó con los grupos opuestos a la enseñanza en gallego, tan minoritarios en Galicia como ruidosos en la prensa conservadora de Madrid, rompió el consenso lingüístico de la época de Fraga y, cuando llegó al poder, redujo la presencia del idioma propio en las aulas (aun así, Vox lo tilda de nacionalista por mantener una cuota obligatoria de gallego).
Los años de su oposición al Gobierno bipartito de PSOE y BNG transcurrieron en un crescendo estrepitoso. Arrojó contra el Ejecutivo autónomo las muertes en una oleada de incendios forestales y abanderó actuaciones como una protesta ante el Parlamento gallego de decenas de alcaldes que intentaron entrar por la fuerza en la Cámara. Cuando se convocaron las elecciones autonómicas de 2009, tenía todas las encuestas en contra. Hasta que llegó la campaña.
Bulos en campaña
Feijóo evitó implicarse `personalmente en los ataques, pero sus segundos no dieron tregua con una tormenta de acusaciones que paralizó a sus rivales. Al entonces presidente, el socialista Emilio Pérez Touriño, un hombre de probada sobriedad personal, lo convirtieron en un “adicto al lujo” — “sultán”, lo llamaban— que dilapidaba el dinero de los gallegos en suntuosos despachos y coches oficiales. Contra el vicepresidente, el nacionalista Anxo Quintana, se utilizó una foto suya en el yate de un constructor, y eso que Feijóo —como se sabría años más tarde— escondía en el armario otras fotos en otro yate y en una compañía bastante menos recomendable, la de un capo de la ría de Arousa.
Los populares fueron pioneros en el uso de fake news. Entre otros bulos, hicieron circular el de que Quintana maltrataba a su esposa. En ese clima escandaloso, con la crisis económica ya asomando, Feijóo ganó por sorpresa. De paso le salvó el cuello a Mariano Rajoy, acorralado por una oposición interna en la que se alistaban algunos de los mismos que han ejercido de arietes contra Pablo Casado, solo que ahora en el mismo bando del presidente de la Xunta.
Los primeros años de gobierno fueron los de la explosión de la crisis, y el gestor se atuvo con disciplina a los preceptos de la austeridad. Aplicó recortes y políticas privatizadoras, aunque —él siempre lo hacía notar— menos drásticas que las de otros gobiernos de su partido como el de Madrid. Su gran obsesión —y su gran logro— fue presentar unas cuentas públicas saneadas. No aplicó rebajas de impuestos hasta que pasó lo peor de la crisis y lo hizo también sin las grandes alegrías del liberalismo madrileño. El balance económico de sus 13 años no impresiona. La tasa de paro y el crecimiento del PIB incluso han empeorado ligeramente respecto a la media nacional en este periodo.
En la Xunta se rodeó de técnicos y funcionarios de carrera con escaso perfil político. Creó un equipo de confianza muy reducido, hermético hasta llegar a veces al secretismo. En el partido se plegó a algunas componendas. Encajó una dolorosa derrota tras emplearse a fondo para evitar que el incombustible cacique de Ourense José Luis Baltar designase sucesor a su hijo Manuel. Escocido, jamás volvió a agitar ese árbol y desde entonces consintió que la dinastía de los Baltar siga gobernando la provincia —un imbatible granero de votos populares—, aun a costa de arrostrar más de una situación embarazosa. Como en la campaña de las últimas municipales, en la que Feijóo proclamó que “sería letal para Ourense” que ganase la alcaldía el atrabiliario candidato independiente Gonzalo Pérez Jácome. Semanas después, el PP de Baltar hacía alcalde a Jácome ante la pasividad del líder regional.
Al contrario que Ayuso
El ejercicio del poder moldeó al Feijóo institucional, pragmático, tolerante y laico, alérgico a las batallas ideológicas, hábil para conectar con el sentido común del ciudadano medio y para salir de cualquier charco sin excesivas salpicaduras. Su figura se fue elevando por encima del partido, como quedó patente en el diseño de sus campañas electorales, con las siglas del PP cada vez más escondidas tras el candidato. Así consiguió evitar que Ciudadanos primero y Vox después entrasen siquiera en su territorio, al tiempo que él penetraba en los sectores más centristas del electorado del PSOE. Las autonómicas de 2020 se celebraron en plena pandemia, a la que ha combatido con severas restricciones, el método opuesto al de Ayuso. Alcanzó el 48% de los votos, casi rozando los impresionantes techos de Fraga.
Feijóo había llegado con la pretensión de desterrar herencias del fraguismo, pero poco a poco fue recuperando esquemas del viejo patrón, como una vaga retórica galleguista, agradable a una parte de su electorado. También aportó combustible nuevo a la maquinaria de poder sobre la que Fraga había reinado durante 14 años, con los medios de comunicación como puntal básico. Hoy es difícil leer una crítica a Feijóo en un periódico gallego. En los medios públicos los casos de manipulación informativa se han contado por decenas, entre la indiferencia del presidente a las protestas de sus periodistas.
Siempre tuvo un ojo puesto en la política nacional. Era recurrente que la oposición lo acusase de estar más preocupado de cuidar su relación con los medios de Madrid que de rendir cuentas en Galicia. En pocas facetas como esa ha brillado tanto. Feijóo ha sido capaz de pasearse triunfal por las televisiones y radios conservadoras y al tiempo complacer a audiencias progresistas con guiños en cuestiones de derechos sociales o con gestos como su respaldo a la iniciativa para devolver el Pazo de Meirás al patrimonio público. Todo el mundo lo veía con ambiciones nacionales, por eso causó asombro que desistiese en el último momento de disputar la sucesión de Rajoy en 2018.
Aquel episodio marcó la apoteosis de su hermetismo. Un 18 de junio convocó a la prensa y a cargos del partido a un acto en Santiago que no aparentaba más que el anuncio solemne y esperado de que se lanzaba a la carrera. “Llegamos allí sin saber qué iba a decir”, confiesa un miembro de su círculo más próximo. Llevaba dos discursos escritos, uno con el sí y otro con el no, según ha revelado el periodista Fran Balado en su libro El Viaje de Feijóo. Para incredulidad general, leyó el segundo. Nunca ha acabado de aclarar la razón última que lo empujó a desistir y esa ambigüedad ha servido para alimentar leyendas negras sobre guerras de dosieres en el PP. La versión más extendida entre los populares gallegos es que esperaba que Rajoy se lo pidiese y no lo hizo, mientras veía cómo se preparaba la candidatura de Soraya Saénz de Santamaría. Y además no podía controlar los tiempos —una de sus obsesiones— en unas primarias convocadas apresuradamente. Entre los suyos se añade otro motivo de índole familiar: su pareja, la exdirectiva de Inditex Eva Cárdenas, lo acababa de hacer padre a los 56 años. Ese 18 de junio que dejó boquiabiertos a todos sus compañeros, mientras proclamaba entre lágrimas su amor a Galicia, Feijóo pareció más que nunca un Fraga redivivo.
La amistad con Dorado
De los enigmas sobre el líder gallego ninguno como el episodio que pudo hacer tambalear su carrera: su larga relación personal, revelada por EL PAÍS en 2013, con Marcial Dorado, contrabandista de tabaco conocido en toda Galicia y más tarde condenado por narcotráfico. En la época de esa extraña amistad, a mediados de los años noventa, aún no se había disipado por completo la familiaridad de los dirigentes del PP gallego con los clanes del negocio ilegal en Arousa. El propio Feijóo ha relatado que en 2003, cuando acudió a Fraga para confesarle que un juez había encontrado fotos suyas en un registro en casa de Dorado, el presidente se echó a reír: “¡Si me contasen a mí las fotos que tengo con contrabandistas…!”.
Lo más chocante de aquello fue descubrir que el joven y pulcro tecnócrata, que se había echado una novia de CC OO, mantuvo durante años una faceta oculta en la que compartió vacaciones y fiestas navideñas con un hombre rudo y sin estudios, alguien de un mundo completamente ajeno al suyo. Y que el amigo común que los había conectado era un chófer de la Xunta, testaferro de Dorado y habitual de pendencias ultraderechistas en el Ferrol de la Transición.
Ahora que se prepara para dejar su apacible balneario gallego e instalarse en el vociferante Madrid, con un partido en ruinas, una baronesa regional en permanente agitación y un competidor extremista que está fagocitando su electorado, la pregunta surge inevitable: ¿seguiremos viendo al mismo Feijóo? Los suyos insisten en que, pese a todo, es un político previsible y no cambiará mucho. “Feijóo es lo que ha sido siempre el PP, un liberal conservador con un programa de centro reformista adaptado a las circunstancias del momento”, comenta un destacado miembro de los populares gallegos. “Hará, como le gusta, un plan a dos años pensando en las elecciones. Y será coherente con él, sin los bandazos de Casado”. Sobre la mayor de las papeletas con que se encontrará, la decisión de pactar o no con Vox, ya dejó una pista días antes de que se desatara la carnicería en el PP. En un gesto muy característico de él, descargó toda la responsabilidad de la decisión en el presidente castellanoleonés, Alfonso Fernández Mañueco.
Intentar responder a la pregunta de qué Feijóo veremos como líder de la oposición conduce finalmente al más tópico de los tópicos gallegos: depende.
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