La novela del ‘procés’: giro radical de guion
Bienvenido sea que los hechos de 2017 se juzguen por un posible delito de desobediencia, sumado a un menos posible delito de malversación cuya fundamentación en la sentencia de condena del Tribunal Supremo era algo más que ambigua
Los giros de guion repentinos son una herramienta abusivamente utilizada por muchos autores de novelas de intriga, particularmente policiacas, así como por los guionistas de series del mismo género. Desean guiar al lector o espectador en una dirección, y en el último momento cambian la orientación de la trama para que, de repente, el criminal no sea quien se había sugerido hasta el momento, sino un inocente personaje que pasó desapercibido. Por supuesto, siempre aparece el listillo que dice que él ya lo sabía, incurriendo en lo que los psicólogos del pensamiento han llamado sesgo de a posteriori.
Estos giros de guion son absolutamente infrecuentes en un proceso judicial, y, sin embargo, en el celebérrimo caso del procés, esos giros han sido constantes. Primero se quiso ver una “rebelión” donde solo había una movilización ciudadana acompañada de unos posibles delitos de desobediencia sobre todo de los gobernantes independentistas, fruto de su insensata sobreactuación propagandística en el uso de las instituciones. Poco después, esos gobernantes fueron reducidos a prisión cuando era evidente que no se daban los presupuestos para ello, y a la vez se solicitó a varios países la entrega de los que eludieron la acción de la justicia española. Al cabo de unas semanas, fueron puestos la mayoría en libertad, confirmando lo inadecuado de la anterior prisión, al tiempo que se desactivaban esas solicitudes internacionales de entrega. Al cabo de unos meses, coincidiendo con la tentativa de hacer presidente de la Generalitat a uno de los encausados, de repente son apresados nuevamente en su mayoría y se reactivan las órdenes internacionales de entrega, que nunca llegaron a buen fin, sobre todo a raíz de que los jueces alemanes no vieran una rebelión por ninguna parte, como finalmente dictaminó en su sentencia el propio y mismísimo Tribunal Supremo. Y es que aunque el proceso fue sustanciado en su totalidad por el delito principal de rebelión, al final se apreció una “sedición” que ni la Fiscalía del Tribunal Supremo había visto, y que probablemente no hubiera observado ningún penalista antes de 2017. De hecho, una vez firme esa sentencia, se juzgó al mayor Trapero en otro proceso derivado de los mismos hechos por… rebelión.
Y ahora el magistrado Llarena, en su primer auto tras la reforma del Código Penal, afirma que el delito de sedición ha dejado de existir, y, por tanto, lo sucedido solamente se puede calificar de desobediencia, añadiéndose, claro está, la persecución del delito de malversación. Bienvenido sea que los hechos de 2017 se juzguen por lo único que en mi opinión siempre fueron: un posible delito de desobediencia, sumado a un menos posible delito de malversación cuya fundamentación en la sentencia de condena del Tribunal Supremo era algo más que ambigua. Está por ver si en el asunto que falta por juzgar, mejora esa fundamentación o incluso se descarta el delito. Pero insisto, bienvenida sea esa calificación, que es la única que debió existir desde un principio.
Y bienvenido sea también que en este caso no se estén interpretando creativamente los preceptos del Código Penal como, a mi modo de ver, se hizo con el delito de sedición, y, por supuesto, con el de rebelión, sino que se aplique por fin, naturalmente, la ley penal más favorable al reo. El magistrado instructor, no obstante, lamenta la derogación en unos términos que no dejan de resultar sorprendentes desde la teoría de la división de poderes, realizando en su motivación algo más parecido a un artículo doctrinal que a una resolución judicial, que por definición debe respetar y hacer cumplir lo que diga el legislador, y no aprovechar para hacer comentarios críticos sobre la reforma que, expresados en este contexto, son de simple oportunidad política. Cualquier jurista puede discrepar de una ley, pero los tribunales deberían limitarse a cumplirla y a dar ejemplo con la promoción neutral, apacible y serena de su observancia.
¿Qué queda en limpio de todo ello? Que pese a que un auto de procesamiento no es una resolución definitiva, y es esencialmente modificable como casi todas las resoluciones de la instrucción de un proceso penal, en estos momentos Marta Rovira y Clara Ponsatí pueden volver a España sin miedo a ingresar en prisión. Y así mismo lo podrán hacer el resto de encausados, aunque su imputación por malversación complicará algo más las cosas y su comparecencia sí podría provocar eventualmente un ingreso en prisión. Y todo porque así lo quiere la justicia, que finalmente ha decidido no llevar a cabo algo que, vistos los antecedentes, podía temerse racionalmente: interpretaciones creativas calificando los hechos a través de otros preceptos del Código Penal. Insisto, bienvenido sea todo ello. Dejando al margen la repercusión política de una resolución judicial, es bueno para el derecho que así sea.
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