La España de las casas vacías
El abandono o el desuso de las viviendas rurales dificultan la repoblación en zonas sin apenas habitantes
La antigua casa de doña María, en Roelos de Sayago, un pueblo zamorano de 100 vecinos, es como viajar en el tiempo, agachado y con telarañas en la cabeza. Un rosario cuelga de una imagen de la Virgen para bendecir una cama donde yacen los restos de un tejado semicolapsado. Un bote de mayonesa caducada da la bienvenida a una cocina cubierta de polvo y moteada de excrementos de mosca y pájaros. La vivienda dejó de habitarse el verano de 2002 y desde entonces empezó a hundirse. Doña María salió del domicilio por problemas de salud y nunca volvió; tampoco sus herederos. La familia no mantuvo el inmueble y este ya forma parte del censo de viviendas españolas deshabitadas, un 14,4% del total y una cifra al alza en el medio rural. En el interior despoblado de la Península se vive una paradoja: los pocos con ganas de dejar las ciudades e instalarse en esos pueblos y aldeas al borde de la extinción chocan con dificultades para acceder a hogares bien conservados.
Esta casa, como otras muchas de la comarca zamorana de Sayago, lleva décadas sin suministro eléctrico, un parámetro que guía al Instituto Nacional de Estadística (INE) para estimar el número de inmuebles deshabitados en España en los últimos 20 años. El informe evidencia dos corrientes, con Madrid, Euskadi o la cornisa mediterránea, con altos índices de ocupación frente a la desolación de la meseta o del cuadrante noroeste peninsular. En zonas costeras o eminentemente vacacionales también abundan propiedades poco frecuentadas, pero no por motivos demográficos. Apenas el 6% de las residencias vascas o madrileñas se encuentra deshabitada, contra el 29% gallego, el 22,5% castellano-manchego o el 20% castellano y leonés. Esta última comunidad ha sufrido un incremento de casas vacías del 73,5% en estas dos décadas, frente al 24,1% de media nacional.
Julio César Moralejo, de 51 años, concejal en Roelos de Sayago, pasea entre casas tapiadas, techumbres caídas y maleza invasora. “Una vez muere el abuelo, la gente se olvida de todo”, lamenta el edil, fontanero de profesión y buen conocedor de las necesidades de esas residencias cochambrosas. Los sayagueses tratan de taponar la sangría demográfica con una asociación para recopilar casas disponibles para nuevos pobladores, pero se topan con dos problemas: o bien algunas viviendas provienen de herencias y propician disputas familiares sobre cómo proceder, o bien los poseedores piden cifras inasumibles para pueblos pequeños. El resultado, el mismo, pues las tensiones o esperas conllevan abandono y que, cuando se deciden a venderlo, el inmueble sea una ruina total o parcial.
“No se vende la casa familiar por respeto a la propiedad de los mayores y acaba perdiendo valor”, expone el concejal. Esas casas olvidadas cuestan entre 6.000 y 20.000 euros, pero acarrean unas remodelaciones de hasta 40.000 ante su pésimo estado. Los compradores “buscan gangas” y exigen que los vendedores asuman cuanto antes que por muy grande que sea la propiedad o muy amplios terrenos disponga, no recaudarán el precio que reclaman. Esta dinámica se nota también en los alquileres, con escasas opciones, lo que dificulta que residentes puntuales como los profesores interinos arrienden en zonas rurales.
El concejal ofrece por 350 euros mensuales un enorme inmueble con parcela y terreno, requisito crucial para la mayoría de los interesados en regresar al medio rural. Sus anteriores inquilinos la califican de “mansión”. Alicia Morales y Javier Paredes, de 53 años, pasaron allí unos meses antes de comprar y remodelar un nuevo hogar en el cercano Almeida de Sayago (450 habitantes), núcleo con más servicios: farmacia, consultorio, tres tiendas, tres bares, fibra óptica, sucursal bancaria y un amplio colegio para 16 niños cuando antaño acudían 400.
La pareja tiene un hijo de 19 años felizmente arraigado y con empleo en la construcción, parte de la economía circular creada a raíz de los nuevos habitantes. “Hay que fomentar el teletrabajo y saber vivir aquí”, comenta Morales, encantada con su huerto y sus gallinas. La calidad de vida, ensalza el matrimonio, les permite “vivir con 1.000 euros” y disfrutar de “la naturaleza metida en pleno pueblo”.
La lugareña Menchu de la Iglesia, de 49 años, ha acompañado en su aventura a la zamorana Teresa Fuentes, arribada hace un año tras prejubilarse a sus 62. “No siempre hay trabajo y faltan ayudas, viene gente encantada o con ganas de asentarse, pero hay dificultades”, lamenta De la Iglesia, pues, más allá de los oficios manuales, el campo, la atención a ancianos o el teletrabajo, apenas hay salidas laborales.
Los mayores pasean con nostalgia entre los muros de granito propios de la zona y esas persianas bajadas convertidas en impronta de estas localidades. Joaquín Moralejo, de 74 años, mira bajo la estrecha montura de sus gafas la vieja fábrica de harinas de Almeida, que empleaba a 14 personas. Sus propietarios la cerraron y, al igual que en tantos otros casos, perdieron interés por las instalaciones. “Es una verdadera pena, se ha venido el pueblo abajo, mueren los ancianos y sus hijos no hacen ni caso”, musita el señor, agradecido de oír voces distintas antes de perderse entre las callejuelas: “Se aburre uno de tan poca gente, ya no me encuentro con nadie”.
El ligero ajetreo se adormecerá durante el invierno, con los pocos habitantes recluidos en sus salones, y contrastará con esas urbes masificadas con graves problemas inmobiliarios, precios desbordados y saturación en los servicios.
Alicia Morales, malagueña de cuna, se compadece de aquellos “okupas por necesidad” o de las familias sin ingresos que se hacinan en grandes ciudades: “Hay muchísimas casas caídas, hundidas, me da pena ver a gente pagar burradas por el alquiler”.
Así malvivió Abdel Halim, argelino de 38 años, antes de recalar en Roelos de Sayago en 2018. El norteafricano paga 90 euros mensuales más gastos por arrendar una casa completa y respira con su sueldo en la panadería local, cuya masa reparte a núcleos carentes de horno o de manos que lo manejen. “Estoy en paz, llego a fin de mes y vivo dignamente, pero es importante tener trabajo para vivir aquí”, sostiene Halim. En Zamora ha encontrado otro mundo. “Antes vivía en la avenida de Asturias de Madrid, cobraba 500 euros y pagaba 350 de alquiler por una habitación”, explica. “Ya no se siente uno así”, remata, mientras se agarra la garganta como si se estrangulara.
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