Cataluña entierra su revolución
Sobre las cenizas del ‘procés’, el PSC emerge como el nuevo “partido del orden”, con amplios apoyos sociales pero un complejo puzle político por resolver
El hombre de negocios, muy influyente en la vida social barcelonesa, ha metido el bisturí a fondo y se ha extendido en una larga disección de los avatares de una década de convulsa política catalana. Para concluir, deja a un lado las sutilezas y se acoge al lenguaje más crudo. “El mundo de los negocios está hasta los cojones”, resume. Hace una breve pausa y amplía la afirmación: “La gente está hasta los cojones… ¡Los independentistas están hasta los cojones!”.
Cosas parecidas, en efecto, pueden escucharse hasta en boca de algún diputado de ERC o de miembros del sector crítico de Junts. “Lo que necesitamos ahora son cuatro años de un Gobierno aburrido”, sentencia, con un punto de ironía, otro interlocutor de larga experiencia en la empresa y el mundo posconvergente. Y nada mejor para ello que un hombre que ha hecho del aburrimiento su bandera. Ese Salvador Illa que con su premeditada sosería salió indemne de la peor pandemia en un siglo y ahora confía en la misma receta para enfrentar la más endemoniada situación política de la España democrática. Decidido a acometer lo que otro prominente financiero catalán define como “abandonar la política de las emociones y dedicarse de una vez a la gestión”. Un contraste que sobrevoló el pasado jueves el debate de investidura en el Parlament. Mientras el líder del PSC prometía volver a situar en primer plano la preocupación por las cosas materiales, el portavoz de Junts, Albert Batet, seguía girando una y otra vez sobre el “conflicto”, sin una alusión a la economía, la sanidad o la vivienda.
El sol ya empezaba a achicharrar Barcelona a las ocho de la mañana de ese jueves y junto al Arc de Triumf construido en el Parc de la Ciutadella para la Exposición Universal de 1888 flameaban las primeras esteladas. Era el lugar elegido para honrar el regreso de Carles Puigdemont, que se pretendía triunfal y acabó en un sainete, embarazoso hasta el ridículo para los Mossos d’Esquadra y desconcertante para muchos de los seguidores del expresident. Allí todavía imperaba el reino de las emociones, encarnado en estampas como la de la mujer que rompió en llanto por no poder acercarse a verlo cuando surgió por un callejón aledaño a la calle Trafalgar, donde llevaba más de media hora aguardándole sin ningún disimulo la plana mayor de Junts, con el presidente del Parlament, Josep Rull, a la cabeza. En los días de euforia del procés, un acto así hubiese congregado una gran muchedumbre. En esta abrasadora mañana de agosto los asistentes sumaron unos 3.500, el grueso de ellos gente en la edad de la jubilación, aunque juveniles de aspecto con sus camisetas reivindicativas o enfundados en sus esteladas a modo de capa. A primera hora de la tarde, cuando las redes sociales ya hervían de memes sobre la huida de Puigdemont y el debate de investidura avanzaba, frente a la verja de entrada al recinto del Parlament resistía en solitario una pareja de septuagenarios con un cartel contra el “pacte de la vergonya” de ERC con los socialistas.
La investidura de Illa ha constituido, en opinión muy generalizada entre la política y las fuerzas sociales, el clavo final en el ataúd del procés ya esculpido en las elecciones del pasado mayo. Durante el debate parlamentario solo rebatió esa idea el líder del PP, Alejandro Fernández, bajo el argumento de que los pactos con ERC para un concierto económico que sacaría a Cataluña del régimen común de financiación autonómica suponen el inicio de “otro procés, aunque renovado y remodelado”.
También Puigdemont insistió en un mensaje grabado este sábado que el “procés solo acabará con la independencia”. Pero de inmediato admitió: “Lo que es evidente es que ha acabado una determinada fase”. Esa fase caracterizada, según él, por “una determinada manera de hacer, con la sociedad civil organizada al lado de las fuerzas políticas de todo el espectro independentista”. Una manera de dar carpetazo definitivo a aquella suerte de revolución en la que se implicaron hasta dos millones de catalanes y desembocó en la desobediencia institucional de sus dirigentes. La que ellos llamaban la “revolució dels somriures [sonrisas]” o, desde una perspectiva más realista, el “ensayo general de una revuelta”, como lo definió en un libro de 2019 el periodista y hoy diputado de ERC en el Congreso Francesc-Marc Álvaro. La aventura que emprendió en 2012 el entonces president Artur Mas en pos de una independencia que él mismo había calificado años atrás como un proyecto “medieval” y que el patriarca Jordi Pujol siempre desechó como una quimera que jamás sería aceptada por el Estado español. “Eso no quiere decir que el independentismo vaya a desaparecer ni a dejar de tener su expresión electoral”, advierte un antiguo nacionalista hoy en el PSC. “Lo que se ha acabado es esa política de las palabras y los gestos grandilocuentes”.
El procés fue fruto de una mutación, la que llevó al catalanismo clásico a asumir un programa independentista, opción casi marginal durante décadas. Su ocaso tiene que ver con otra mutación, menos drástica y espectacular: la conversión del PSC, de la mano de Illa y de Pedro Sánchez desde La Moncloa, en la fuerza que ha ocupado la centralidad de la política catalana. En los días de vino y rosas del pujolismo se decía que CiU era el pal de paller [literalmente, el palo del pajar, la clave de bóveda, en una traducción libre] del sistema político catalán. Su deriva hacia un independentismo sin concesiones, al lado incluso de una fuerza anticapitalista como la CUP, le enajenó el apoyo de los negocios y de sectores de las clases medias conservadoras. Hoy sus grandes poderes institucionales son la Diputación de Girona y la alcaldía de Sant Cugat del Vallès (100.000 habitantes). Aun lejos de la fuerza que llegó a tener el pujolismo, el PSC acumula el mayor poder institucional y ha heredado esa posición privilegiada que le permite captar votos desde el centroderecha hasta el centroizquierda, de ser favorito de buena parte del empresariado ―“el partido del orden”, como lo define un banquero― y el interlocutor de los sindicatos y las formaciones a su izquierda.
Una gran ventaja para Illa, pero también un potencial problema. Su apretada investidura ―tiene solo un voto de diferencia sobre la oposición― se ha apoyado en su izquierda, ERC y comunes. Y con estos últimos ha pactado cuestiones que no han gustado nada en el mundo del dinero: el mantenimiento de los impuestos de patrimonio y sucesiones, así como la renuncia al macrocasino Hard Rock. A cambio, los comunes han asumido que los socialistas seguirán defendiendo la ampliación del aeropuerto de El Prat, que ellos rechazan por razones ambientales y el empresariado considera irrenunciable y desearía verlo aprobado con el apoyo de Junts y el PP.
En la dirección de Catalunya en Comú hay gran satisfacción por el acuerdo programático, aunque sin dar nada por hecho: “Estaremos vigilantes, no sabemos qué Illa nos vamos a encontrar. Hasta ahora este ha sido un PSC muy conservador, lejos del partido de Maragall”. Los sindicatos también han acogido favorablemente el contenido de los pactos, pero, por las mismas desconfianzas sobre las intenciones del nuevo president, verían bien una ampliación del Govern a sus aliados parlamentarios para reforzar el perfil de izquierdas. Acabar con la inestabilidad política no basta, subraya Javier Pacheco, secretario general de CC OO: “Cataluña ha tenido muchísimos años de estabilidad y eso no sirvió para solucionar nuestros graves problemas sociales. Lo que necesitamos son nuevas políticas”.
Lo que más inquieta en el resto de España ―la posibilidad de conceder a Cataluña un régimen financiero especial― es de las cuestiones que más consenso despiertan internamente. En la investidura, solo se alzó la voz contraria del popular Fernández, para denunciar que se intenta establecer un modelo confederal de facto eludiendo la obligada reforma constitucional. En eso basa su opinión de que ha comenzado un nuevo procés. Por lo demás, en Cataluña se pueden escuchar afirmaciones casi idénticas en boca del responsable de un gestor de fondos, de un dirigente de los comunes o de un sindicalista. Todos repiten la idea de una comunidad infrafinanciada y con grandes necesidades sociales y bolsas de pobreza, lejos, dicen, de ese cliché de la Cataluña opulenta, privilegiada e insolidaria, “el avaro del cuento de Navidad”, como dice Pacheco, de CC OO.
De momento reina el escepticismo sobre la viabilidad de esa especie de concierto aún poco definido en los acuerdos entre PSC y ERC. Uno de los principios que suscita mayor consenso es el de preservar la llamada ordinalidad, es decir, que cada comunidad tenga la misma posición en la clasificación de lo que aporta (Cataluña es la tercera) que en la de lo que recibe por habitante (la decimotercera). Sobre eso incide Joaquim Coello, empresario, expresidente del puerto barcelonés, uno de los mediadores que en el otoño de 2017 intentó evitar el choque total y hoy un defensor de los beneficios que ha traído a Cataluña la política de distensión de Sánchez, “al margen de cuáles hayan sido sus motivos”. Coello ve posible satisfacer las demandas catalanas sin dañar a nadie más, siempre que el Gobierno haga un esfuerzo económico. El modelo se extendería a las siete comunidades que más se beneficiarían: Cataluña (que ganaría 6.000 millones), Andalucía, Madrid, Valencia, Murcia, Castilla-La Mancha y Baleares. El resto se quedaría como está. La factura la pagaría el Estado central, que tendría que aportar, según sus cálculos, 25.000 millones de euros en un plazo de cinco años.
Entre todas las incertidumbres, sobresale una cuya resolución seguirá en manos del hombre de Waterloo. Se trata de una de esas paradojas de la política: cuando Junts menos pinta en Cataluña, más decisivo resulta en Madrid. En sus manos sigue la llave que puede sostener o derribar el Gobierno de Sánchez. Entre la gente que esperaba el jueves la llegada de Puigdemont, una señora gritaba a la portavoz de Junts en el Congreso, Míriam Nogueras:
—¡Míriam, ahora hay que decir no a todo en el Congreso!
—Lo hacemos —contestó la diputada.
Dirigentes como el propio Puigdemont o su secretario general, Jordi Turull, se han mostrado ambiguos estos días. Insisten en exigir al Gobierno algo tan difícil de imaginar como medidas para impedir que los jueces bloqueen la amnistía. En su fugaz intervención en Barcelona, el expresident evitó cualquier crítica al Ejecutivo y se centró en un discurso compartido por numerosos catalanes, incluidos algunos que deploran la actitud de Junts, para cargar las tintas contra el Tribunal Supremo: “Un país donde las leyes de amnistía no amnistían tiene un problema de naturaleza democrática”.
La tocata y fuga de Barcelona no ha dejado en buen lugar el nombre de Puigdemont dentro del independentismo. Incluso entre quienes acudieron a recibirlo, los más críticos dicen sentirse utilizados y censuran el golpe asestado a la imagen de los Mossos, el ejemplo más depurado del autogobierno para muchos catalanes. Ese resentimiento se traslucía el viernes en la comparecencia del comisario general del cuerpo, Eduard Sallent, quien dejó de otorgar al fugado el habitual tratamiento de “president” para rebajarlo a un simple “el señor Puigdemont”. Un sector de Junts que ya en su día se opuso a la salida del Govern añora recuperar el modelo de la antigua Convergència y cada vez más considera a Puigdemont un lastre. Pero ellos mismos admiten que están en minoría y que madurar el cambio requerirá tiempo. Como tantas otras cosas en Cataluña. Lo subraya un dirigente empresarial: “El procés ha muerto, pero el posprocés todavía llevará su tiempo”.
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