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“No somos víctimas de la dana, pero sí del hambre y la explotación”

El truculento caso de varias familias migrantes alojadas en una supuesta ONG revela la realidad de personas invisibles a las que el temporal les dejó aún más en precario

Entrada al monasterio de los Dominicos en Torrent.
Entrada al monasterio de los Dominicos en Torrent.María Martín
María Martín

En el monasterio de los Dominicos, en la parte alta de Torrent, uno de los municipios afectados por la dana, no hay ni una mancha de barro, pero acaba de estallar un lodazal. El fango salpica a una supuesta ONG de cuidado de personas mayores que lleva meses sacando dinero a familias migrantes a cambio de dejarlas vivir en un espacio de los religiosos que ocupa irregularmente y que le sale gratis. Hasta el martes pasado, podría ser un caso más de aprovechamiento de personas vulnerables e indocumentadas que por su precariedad tienen aún más difícil encontrar un alquiler asequible, pero la tormenta ha agravado todo también aquí y parte de sus inquilinos se rebelaron cuando el pasado día 31, dos días después del temporal, recibieron el siguiente WhatsApp: “MAÑANA ES DÍA 1. Necesitaré que paséis por el despacho y hagáis la aportación. Por favor tenerlo preparado y no me hagáis ir detrás de vosotros. Ya somos adultos [...]”.

La aportación a la que se refiere la dueña de esta ONG, bautizada como Asociación Cierto Cierto, es, en realidad, un alquiler que cobra a escondidas de los religiosos. Quienes recibieron ese mensaje pagan entre 300 y 350 euros por una habitación, pero este mes había quienes no tenían cómo abonar la cuota. La dana pilló a varios de los inquilinos en la calle y aunque están a salvo y no tenían muchos bienes materiales que perder, varios se quedaron sin sus trabajos, precarios y en negro. La mayoría en situación irregular, se empleaban en casas donde cuidaban o limpiaban y a las que ahora les es muy difícil llegar; en obras que ya no existen; o en polígonos ahora alagados.

Quizá pensaron que la ola de solidaridad que ha llenado las calles de Valencia de miles de voluntarios y gente dispuesta a ayudar podría haber iluminado también este albergue improvisado en el que hay víctimas de violencia de género, bebés, un niño con autismo y muchos menores. Pero no ha sido así, al menos, para seis de sus inquilinos que han denunciado a EL PAÍS que, ante el impago, han recibido castigo, amenazas y una convivencia irrespirable. Su relato se parece al de otra de las residentes que ya denunció a la dueña de esta ONG el pasado mes de octubre, antes de que la olla a presión saltase por los aires. “Que la dicente quiere hacer constar que no tiene adonde ir con sus hijos”, se lee en la denuncia a la que ha tenido acceso este periódico. “Que muchas familias que residen en la vivienda son vulnerables y temen a la propietaria porque les amenaza constantemente con que si no les paga las cantidades que les pide, les echará del lugar”, registraron los policías.

“Es un hostal del horror. La situación era ya muy grave antes del temporal, pero cuando nos pidió el dinero le explicamos que estábamos en una emergencia”, cuenta Adela, una de las afectadas que pide que no se revele su verdadero nombre. “Que nosotros estábamos secos, pero que no teníamos agua embotellada, que no teníamos alimentos, que no teníamos gas, que teníamos niños sin comer... Ella respondió que no compraría la bombona de butano hasta que no pagásemos, nos retiró las cocinas a gas, las estufas y nos prohibió recibir cualquier ayuda externa. Nos llamó egoístas porque nosotros no éramos afectados por la emergencia”, asegura. “No somos víctimas de la dana, no hemos perdido nada porque no teníamos nada, pero somos víctimas del hambre y la explotación”, sentencia.

Adela lleva dos años muy duros en España. Con un hijo a cargo, esta colombiana no lograba trabajos estables y llegaron a dormir dos semanas en un parque hasta que acabó aquí por la desesperación. “Si yo hubiera tenido un trabajo digno, no estaría en este sitio. A veces la sociedad no se da cuenta de que están arrojando a personas a situaciones así”, clama.

Otra de las inquilinas, que vive ahí desde el verano, relata que no había tenido problemas hasta que este mes no han podido adelantar la mensualidad. “De una otra manera, siempre le hemos pagado aunque fuese pinchando folletos en la calle. Me afecta mucho la parte inhumana que ella tiene. Yo me sustento con una manzana, pero a un niño no le puedes tener sin comer. No tenemos dónde cocinar porque ella está colérica porque no hemos pagado”, explica. “Me pagas y te me largas y no te voy a tener aquí si no me aportas’, nos dijo”, explica esta mujer que a pesar de la tensión de cada día marchaba a limpiar el barro a un pueblo cercano.

A Isabel, la dueña de esta ONG, le gusta que se respeten sus normas, aunque con ella misma es mucho más laxa. El espacio de 38 habitaciones, que ha llegado a anunciar en Airbnb, no solo no es suyo, sino que los Dominicos, que pagan todos los gastos, llevan meses intentando que se marche sin éxito. La orden, según ha asegurado a EL PAÍS su abogado, no tiene ningún contrato con la ONG y nunca estuvo en sus planes que ocupase ese lugar. Lo que ocurrió es que, según el letrado, los religiosos cedieron la gestión del espacio a una persona que acabó subarrendando irregularmente una parte a Isabel y, aunque ya no hay ni contrato que sustente el acuerdo original, Isabel se niega a irse.

Los Dominicos no han querido judicializar el caso para evitar un desahucio que dejase familias vulnerables en la calle, pero tras meses de tira y afloja y supuesta negociación para que buscase una solución a sus inquilinos, los religiosos tienen la sensación de que la mujer, que a ellos les niega que cobre ni un céntimo a las familias, solo estira de la cuerda y que no tiene intención de soltarla. Ni de irse. Hasta octubre seguía alquilando habitaciones, según los testimonios de sus inquilinos más recientes. Hay recibos que lo prueban. El Ayuntamiento de Torrent, superado completamente por las circunstancias, está al tanto del conflicto y sigue el caso de cerca, según fuentes municipales.

Mientras el castillo de naipes empieza a desmoronarse a su alrededor, Isabel está sentada en el recibidor del albergue con su bolso a cuestas y un purito en la comisura de los labios. Acepta hablar con EL PAÍS mientras fuma y rebusca en el móvil supuestas pruebas que nunca encuentra, como el contrato que le une a los Dominicos. Todo o casi todo lo que se dice de ella es mentira, asegura. Muchos de sus huéspedes no han pagado porque no pueden y ella les ha abierto sus puertas igualmente. Asegura que los que la denuncian son “problemáticos”, ponen la música alta y no cumplen las reglas. No niega que les cobre, pero no lo llama alquiler. Reconoce que este miércoles por la noche perdió los papeles con ellos, aunque no concreta qué pasó. Dice que les retiró las cocinas por seguridad.

Isabel intenta que alguno de sus inquilinos dé otra versión a EL PAÍS, pero la primera mujer a la que se lo pide sube llorando la escalera con dos críos. “Es que están muy nerviosos”, justifica. Finalmente, avisa al que los huéspedes llaman su guardaespaldas, un colombiano que se ocupa de todos los asuntos de la jefa. También a su mujer, que acaba de ser mamá y trabajó para ella cuando la ONG sí se ocupaba de ancianos. Isabel toma al recién nacido entre sus brazos, mientras la chica colombiana defiende que allí está todo bien, que la organización les ayuda, que todos sabían que había que hacer una aportación, que no se les amenazó con echarlos, que lo que pasa es que sus compatriotas no quieren trabajar.

Al cierre de este reportaje, la policía local acudía por segunda vez esta semana al monasterio. Los inquilinos que habían decidido marcharse de allí denunciaban que no les dejaban salir. Se montó un revuelo y después de mucho tiempo sin apenas relacionarse, los inmigrantes y los religiosos, ya muy mayores, se unieron en un frente común. “Cuenten con nuestra denuncia”, advirtieron las familias a los agentes antes de marcharse.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.
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