Dura lex, sed lex
Si las pruebas documentales contra Juan Carlos I fueran suficientes para impulsar una investigación penal, debería asegurarse la disponibilidad del investigado ante los jueces
Con este viejo brocardo se viene afirmando desde los tiempos de Roma, hace 2.000 años, que la ley es dura, pero es la ley. La ley era, y es, severa e implacable. La severidad teórica del texto legal suele amortiguarse cuando los tribunales la aplican, hacen la justicia práctica. Al viejo latinajo del brocardo histórico le nació el siglo pasado un aforismo forense complementario: “La justicia de enero es rigurosa, pero llegando febrero ya es otra cosa”. El tiempo amortigua la fría severidad teórica de la ley. Proporciona serenidad a los tribunales para su interpretación en el caso concreto, aleja el impulso o deseo de venganza de víctimas y ciudadanos, y, finalmente, permite una aplicación progresiva de las penas de prisión. Este modo de aplicación de la pena es el fruto de una histórica corriente de pensamiento humanitario con dosis complementarias de pragmatismo, una sabia mezcla de piedad y disciplina. El coronel Montesinos, nombrado comandante del presidio de las torres de Cuarte de Valencia en 1834, tuvo la idea de evitar el ocio de los presidiarios, origen de violencias, fugas e indisciplina. Ingenió un sistema para ir atenuando la severidad, desde el estadio inicial de arrasar la cadena engrilletada al tobillo hasta el último estadio de salir a trabajar en lugares de las cercanías. El sistema fue aplicado más tarde por los ingleses, pero con menos mérito y riesgo, pues solo lo aplicaban en sus penales de Australia.
De aquel sistema procede el mandato constitucional según el cual las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social. Para alcanzar estos deseables objetivos de individualización de la pena, existe un sistema progresivo de tratamiento penitenciario que comienza con el internamiento riguroso y concluye con el trabajo en el exterior. Hoy todo el mundo conoce lo que es el tercer grado penitenciario. La ley establece los requisitos mínimos imprescindibles para la concesión de este tercer grado. Los equipos técnicos de las prisiones valoran si, dándose los requisitos, es conveniente su concesión en cada caso concreto. Los tribunales, lógicamente, tienen la última palabra. Todos los condenados, cuando llega su momento, tienen derecho al progreso penitenciario. Lo tienen los ladrones, atracadores o vendedores de drogas, lo tienen los de Alsasua, y lo tendrán los del procés. Con los delincuentes convencionales, muy frecuentemente desarraigados, marginales y con escasa cultura, los objetivos de reinserción y reeducación son fácilmente valorables por los equipos técnicos. Pero cuando los condenados lo son por conductas ilícitas de motivación política, la valoración es problemática. No es concebible pretender su reinserción sin producir un torcimiento inconstitucional de sus convicciones. Es razonable que equipos técnicos y tribunales discrepen, porque la aplicación de una misma ley, en casos de distintos condenados, y por distintos delitos, no puede producir una justicia práctica uniforme, y menos aún, satisfactoria para todos. Una razón más para que mucha gente no crea que la justicia es igual para todos.
Tampoco lo creería Juan Carlos I cuando en su mensaje de Navidad de 2011 dijo que la justicia es igual para todos. No se refería a todos, se refería a Urdangarin. Con esa afirmación lo condenaba y lo hundía moral y socialmente. Más tarde hemos sabido que no lo dijo por la profundidad de sus convicciones ético-constitucionales. Lo dijo para reflotar su barco de la monarquía echando lastre, aunque también arrojara al fondo del mar a su propia hija.
Desde que ya no es jefe del Estado ha perdido la inviolabilidad. Como despedida, le regalaron un aforamiento hecho a su medida ante el Tribunal Supremo. Pero ahora su mensaje navideño de 2011 se vuelve contra él. Es posible que la máquina de la justicia, lenta e implacable como una apisonadora, se le acerque más de lo que nunca habría pensado, aunque solo sea por su presunta falta de lealtad para con la Hacienda Pública cuando ya no era rey. Si, por estos hechos, las pruebas documentales fueran suficientes para impulsar una investigación penal, debería asegurarse la disponibilidad del investigado ante los jueces, garantizando que no se hurtará a la acción de la justicia, que comparecerá ante los jueces cuando corresponda, y que hará frente a sus responsabilidades económicas. Como todo el mundo, porque en ese caso también debe valer lo de “la justicia es igual para todos”. Para eso están las múltiples medidas cautelares personales y patrimoniales, de distinta intensidad, previstas en la ley. Y no es ocioso señalarlo porque hay rumores sobre un discreto exilio dorado como alternativa preventiva a un juicio histórico.
José María Mena fue fiscal jefe del TSJC.
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