La corte de los milagros
Cuando era el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz actuó tras conversar con el Papa sin sentirse teológicamente obligado a atenerse a las terrenales reglas de la legalidad democrática
La cour des miracles. Así llamaban en París en el siglo XVI al barrio sórdido, mugriento e impenetrable en el que, desde la Edad Media, encontraban cobijo y encubrimiento pícaros y truhanes, y también falsos ciegos y falsos tullidos, mendigos profesionales que, como si fuera un milagro cotidiano, recuperaban la vista o la ligereza en el andar en cuanto volvían a su barrio. De ahí la doble ironía con que se referían al barrio: corte, pero de andrajos, y milagros, pero de fraudes y supercherías.
En su obra La corte de los milagros Valle-Inclán recuperó la irónica expresión francesa para describir, con su genial sarcasmo, la corte de Isabel II de Borbón. La reina era campechana y chulapona, ninfómana impenitente, inculta, crédula, y de “superficial inteligencia”, según el nuncio del papa Pío IX. Del Real Palacio fluían impunes y sin control el despilfarro, el nepotismo y la corrupción. Las decisiones políticas surgían de los caprichos de la reina, según sus amantes, o según los consejos de personajes inverosímiles como sor Patrocinio, monja milagrera que exhibía unas llagas sangrantes como las de Cristo. Una investigación judicial descubrió que las llagas eran una farsa de apariencia mística, con la que embaucar a la reina, y además un embuste lucrativo a costa de muchos incautos, crédulos, beatos y limosneros. El sarcasmo de Valle-Inclán estaba justificado. En la corte borbónica, como en París en el siglo XVI, imperaba la superchería milagrera y el cobijo y encubrimiento impunes de pícaros y ladrones, pero no andrajosos, sino regios y aristocráticos.
La historia medieval de nuestros poderosos incultos, supersticiosos, y beatos no acabó en el siglo XIX. Cuando murió Santa Teresa, a finales del siglo XVI, un piadoso cura creyó oportuno cortarle el brazo izquierdo como recuerdo para las monjas carmelitas. Y, ya puestos, pobre santa, la desguazaron. En Alba de Tormes se veneran ese brazo y el corazón, y por el mundo entero, Roma, Lisboa, México, Valladolid, Ronda, hay relicarios conteniendo costillas, dientes, dedos, y hasta un ojo. Franco se quedó con una mano, se supone que la derecha, y la conservó en un relicario de plata con incrustaciones de piedras preciosas, llevando en el puño la insignia de la cruz laureada de San Fernando, máxima condecoración militar por méritos heroicos en combate. Nunca se separó de ella, salvo en el último viaje en helicóptero. No consta que la mano de la santa fuera milagrosa, porque la mano asesina del dictador nunca tembló cuando firmaba las penas de muerte, mientras desayunaba. Cuando murió, su viuda doña Carmen y su hija, que eran todo lo que quedaba de aquella cutre corte cuartelera, temiendo, quizá, la justicia divina de la mano de plata y brillantes, la devolvieron a la iglesia. Y eso fue el único milagro conocido: fue la única vez que no se apropiaron de una joya que pasaba por sus manos.
Y aún volvemos a la Edad Media, al esperpento milagrero decimonónico y al franquismo fanático y supersticioso, con el ministro del Interior de Rajoy, Jorge Fernández Díaz. Relató, con piadosa emoción, que había conversado con el Papa, al que pidió que rezara por España, en grave peligro por la crisis de Cataluña. El Papa, representante oficial de Dios en la Tierra, informó a Fernández Díaz que el diablo quiere destruir a España. Ante tan relevante información confidencial, el ministro del Interior decidió actuar, sin sentirse teológicamente obligado a atenerse a las terrenales reglas de la legalidad democrática.
Y así nació la Policía Patriótica (la PP), que inicialmente tenía como objetivo proporcionar pruebas, ciertas o falsas, contra todos los que en Cataluña ejercían aquellas destructivas funciones diabólicas. En apoyo de tan sacrosanta misión, la PP de Fernández contaba con el apoyo de peones como el indeseable comisario Villarejo, el reconfortante Silverio, el servil Daniel y el celestial Marcelo. Silverio era su confesor o confidente, cura-policía, exjuez y amigo del atávico cardenal Rouco Varela. Daniel era el director de la Oficina Antifraude de Cataluña, con el que urdía construir pruebas irregulares contra políticos catalanes independentistas, que después “afinaría” la Fiscalía, entonces dirigida por Consuelo Madrigal. Marcelo era el ángel de la guarda de Fernández, que le ayuda, según dijo sin rubor, para aparcar el coche y para cosas más importantes. Esta es, hasta ahora, la última edición de la corte de los milagros. Los pícaros y truhanes son Jorge Fernández con su PP y sus peones. Los milagros, negociado de Marcelo, no existen, son supercherías irrealizables, y si existieran don Jorge no los merecería.
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