Las fracturas del aeropuerto
El proyecto de AENA para la ampliación de El Prat provoca fracturas en cadena en las mayorías de gobierno en Barcelona, Cataluña y España
El choque de posiciones sobre el proyecto de ampliación del aeropuerto de El Prat se está convirtiendo en un debate sobre el modelo de desarrollo de Cataluña y eso es algo que hay que agradecer a sus promotores, los directivos de AENA, aunque ese no fuera su objetivo al redactarlo. De pronto, el debate catalán deja de girar sobre agravios y quimeras, sobre ensueños y represiones, como desafortunadamente ha versado durante la última década. Y aterriza en la realidad de los grandes condicionantes socioeconómicos. Bienvenido.
El debate catalán deja de girar sobre agravios y quimeras y aterriza en la realidad de los condicionantes socioeconómicos
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, lo ha dicho con todas las letras: es un debate sobre el modelo de sociedad. El Gobierno de Pere Aragonès y el de Pedro Sánchez, en cambio, esquivan este enfoque y prefieren los eufemismos, como el del vicepresidente Jordi Puigneró definiendo al futuro aeropuerto ampliado de El Prat como el “más verde de Europa”; o la huida hacia adelante, como la de la ministra de Transportes, Raquel Sánchez, cuando predice, como hizo el domingo pasado, que los aeropuertos de AENA, y el de El Prat entre ellos, “serán neutros de emisiones (de CO2) en 2026 y llegarán a las cero emisiones en 2040”.
Este proyecto provoca una colosal acumulación de contradicciones. En los gobiernos y en los partidos. Dentro de ellos y entre ellos. Primero, clamorosamente, contradicciones entre lo que se predica y lo que se hace. Después, entre los propios actores entre sí, aunque de momento todos intenten contenerse para evitar rupturas. Pero el choque está ahí: cuando en todo el mundo, y aquí también, crece la conciencia social y política sobre la urgente necesidad de reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera, en Cataluña hay que decidir ahora si se apuesta por aumentarlas ampliando el número de vuelos. Cuando la Unión Europea decide dar prioridad a la lucha contra el cambio climático y la preservación del medio ambiente, en Cataluña hay que decidir si se hace lo contrario y, además, se hace al precio de perpetrar una nueva y brutal agresión física al delta del Llobregat, ya más que castigado por las grandes infraestructuras de todo tipo que soporta: aeropuerto, puerto de Barcelona, autopistas, líneas de ferrocarril, grandes tendidos eléctricos y continua expansión urbana en un espacio relativamente reducido. Y cuando el Gobierno de España pone el énfasis en políticas energéticas y medioambientales sostenibles, se encuentra a sí mismo promoviendo una ampliación que perpetúa un modelo de transporte que ha denunciado como insostenible por motivos ecológicos.
De rebote, el debate incide también sobre el modelo de industria turística, sobre si Cataluña impulsa o no un aumento en la cantidad de turistas que llegan cada año, ya tan enorme que lleva camino de desnaturalizar al propio país. Las contraindicaciones para aumentar los aterrizajes y despegues en un aeropuerto son en gran medida las mismas que pesan para potenciar las salidas y arribadas a puerto de los grandes cruceros turísticos. Más contaminación, más masificación de los entornos turísticos. Más low cost, más turismo de borrachera. Pasar de 50 millones anuales de pasajeros de avión a 70 millones acaba revirtiendo en más destrucción de los paisajes costeros, en más pisos turísticos en el centro de las ciudades, con Barcelona a la cabeza. Es el modelo que termina definiéndose como “más camareros, menos ingenieros”. El del ladrillo y la burbuja de la construcción. El de la temporalidad en los contratos de trabajo.
Lo más probable es que la realidad obligue a adoptar medidas drásticas. El hielo de los polos sigue fundiéndose
Después, estas contradicciones estallan entre partidos aliados. En el propio Gobierno de España, en el Ayuntamiento de Barcelona. Entre el PSOE y Podemos, entre el PSC y los Comunes. También los partidos que integran el Gobierno catalán, ERC y Junts, que han apoyado el proyecto, se enfrentan contradictoriamente al debate, pues afirman defender al mismo tiempo condiciones incompatibles entre sí para adherirse, por una parte, a las posiciones ecologistas, y, por la otra, mostrarse favorables al desarrollo económico impugnado por los ecologistas. Es como sorber y soplar al mismo tiempo: no puede ser. O engañan o se engañan. Las respectivas mayorías parlamentarias corren serio riesgo de quebrarse. Si el Gobierno de Aragonès no puede contar con los diputados de los Comunes y los de la CUP para este proyecto, ¿qué hará? Si el de Sánchez no puede contar con los ministros de Podemos, ¿hasta dónde llegará?
Equilibrios políticos aparentemente más difíciles han conseguido los socialistas y sus aliados en los últimos años y puede que ahora logren otro. Pero en el fondo ahí está el debate sobre si optar por un modelo basado en el crecimiento económico a cualquier precio, u otro en el que se tengan en cuenta las externalidades ambientales de las decisiones que se toman, incluso si ello requiere un decrecimiento. Lo más probable es que, como ha sucedido con otro gran reto global, el de la pandemia, la realidad obligue más bien pronto que tarde a adoptar medidas drásticas. El hielo de los polos sigue fundiéndose.
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