La profundidad del Estado
El Estado profundo o deep state es una expresión originaria de Turquía, utilizada ahora por populistas de derechas y de izquierdas para sus denuncias antielitistas
Toda la culpa es del Estado profundo. Hay ideas que no se sabe muy bien de dónde salen, pero de pronto están en boca de todos, sin que se sepa tampoco su exacto significado. El deep state o Estado profundo es una de ellas. La puede utilizar Pilar Rahola o Eric Zemmour, Pablo Iglesias o Donald Trump. Este último lo declaró su enemigo y le atribuyó su derrota electoral y, naturalmente, la persecución judicial y parlamentaria que merecieron sus numerosas fechorías. También es el enemigo de los independentistas catalanes y de los podemitas. Vale para una metáfora excesiva y un zasca vengativo, un fregado antielitista o un barrido conspiracionista, descalificar la transición española o criticar la monarquía.
Son conocidos los orígenes de la expresión, exactamente turcos, como alternativa posmoderna a la dictadura militar, en un país con una abundante tradición de golpismo y tutela de la milicia sobre el poder civil. El ‘Estado profundo’ es allí una confluencia conservadora entre unos servicios secretos fuera de control, una justicia corrupta y el crimen organizado, con el objetivo de controlar el Estado desde sus cloacas. El ejemplo turco inaugurado en los años 60 ha proliferado luego en los países árabes y asiáticos, donde hay un abundante catálogo de regímenes con instituciones formalmente democráticas y una estructura autocrática oculta que es la que toma las decisiones. En países como Egipto, Sudán o Myanmar es directamente el ejército el que ostenta el poder, aunque en determinadas etapas haya permitido la instauración de un aparente poder civil, rápidamente liquidado, a veces a sangre y fuego, antes de perder su hegemonía de facto.
Hay países donde se le reconoce por denominaciones locales, como ‘el Majzen’ de Marruecos o ‘Le pouvoir’ en Argelia, variables fijas por encima de cambios, reformas e incluso amagos de transiciones democráticas. En otros, como en Rusia, tiene una visibilidad y un descaro asombrosos, con actuaciones criminales a plena luz del día, sinceras manipulaciones electorales, farsas judiciales sin sonrojo y una corrupción que se exhibe más que oculta. No hay ‘Estado profundo’ en las dictaduras y autocracias más puras, como son las monarquías petroleras. Allí es sencillamente el Estado, lo que hay, arbitrario, corrupto, adicto al crimen y al abuso y alérgico a cualquier idea democrática y liberal.
China es un caso aparte. También tiene su Estado profundo, que responde al nombre de Partido Comunista y está presente como estructura doble y decisiva en todos los aspectos de la vida. Quien quiera prosperar encontrará ahí el camino que le conducirá a la riqueza y al poder, a cambio de vender su alma, naturalmente. Los 90 millones de militantes comunistas saben que están sometidos a una disciplina especial, bajo la vigilancia de una sección del partido, la temible y todopoderosa Comisión de Disciplina, que constituye una jurisdicción especial secreta y aparte. Eso sí que es un Estado profundo y soberano, instalado dentro del Estado, con un monopolio del poder y una capacidad de decisión que constituye la clave del éxito comunista chino.
El Estado profundo al que se refieren abusivamente populistas de todo bordo es simplemente el Estado de derecho y sus instituciones, democráticamente controladas, y con sus márgenes de autonomía y sus enormes defectos, a veces escandalosos. Hay cloacas en el Estado democrático, y hay abundantes ratas que por ellas circulan, como sabemos muy bien en España, pero normalmente termina imponiéndose la razón e incluso la justicia y, sobre todo, la transparencia y la libertad, cosa que jamás sucede allí donde hay de verdad unas estructuras dobles por encima de la ley, que controlan al Estado desde dentro del Estado.
Para Trump, el FBI, la CIA, el Congreso, los fiscales y jueces que le investigan, le contradicen y le contrarían, son parte del ‘Estado profundo’, encarnado plásticamente por las elites de la capital federal, Washington. Lo mismo vale para Carles Puigdemont, con su falsa ingenuidad sobre la reacción que esperaba ante la proclamación unilateral de independencia por parte de un Estado que suponía sin capacidad de defenderse. Para ambos, anarquistas instrumentales, el Estado profundo es sencillamente el Estado que obstaculiza sus propósitos y al que quieren destruir.
No fue el Estado profundo el que respondió al golpe de mano parlamentario del 6 y 7 de setiembre, al plebiscito ilegal del 1 de octubre y a la proclamación más o menos ficticia de independencia del 27 de octubre. Fue simplemente el Estado democrático de derecho, con la legalidad del artículo 155 de la Constitución en mano, aplicada probablemente con torpeza y exceso de demora y tras no pocos errores y traspiés --el mayor la actuación infame y contraproducente de la fuerza pública ante las urnas plebiscitarias-- por parte de un gobierno inepto, perezoso y con reflejos autoritarios.
El deep state, denunciado tanto por Trump como por Puigdemont, es simplemente el Estado de derecho, con sus ventajas democráticas y sus defectos, a veces escandalosos
La tergiversación del trumpismo catalán llega al extremo de convertir en un estigma el apoyo recibido por Rajoy a la hora de aplicar ‘in extremis’ la legalidad y de identificar el artículo constitucional redactado para defender al Estado democrático de quienes lo quieren destruir con el deep state español, al igual que hace con la judicatura, el CNI y la policía, e incluso los Mossos cuando actúan a las órdenes de los jueces y fiscales. La escasa credibilidad y la enorme superficialidad del trumpismo de derechas y de izquierdas queda evidenciada por las propias ideas políticas de quienes lo practican. Frente al ‘Estado profundo’ de Washington, Trump se proponía un gobierno familiar y mafioso, capaz de comprar cargos y jueces y de romper todas las divisiones entre poderes. Puigdemont, en su minúscula y cada vez más irrelevante medida, no le anda a la zaga. No había división de poderes en el proyecto legislativo aprobado en setiembre por el parlamento insurrecto. Y del carácter iliberal y personalista del ‘deep statelet’ o ‘pequeño estado profundo’ que preparaban ha dado suficientes pruebas en los turbulentos cuatro años transcurridos desde aquel octubre sin gloria ni sentido.
Confundir a Putin y a Rajoy, a Xi Jinping y a Macron, o a Lukashenko y Pedro Sánchez, es en el mejor de los casos parte de una moda frívola que todo lo confía al relato y a los marcos conceptuales, a la propaganda y, en el peor, una repugnante asimetría moral de quienes despellejan a las democracias liberales bajo las que viven y en las que se expresan en libertad, mientras les atribuyen precisamente los desmanes de los regímenes autocráticos ante los que cierran los ojos.
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