Mishima hacen suyo el Poble Espanyol de Barcelona presentando ‘L’aigua clara’, su último trabajo
El grupo logra una buena entrada en el recinto, un éxito ante la desmesurada oferta musical
El Poble Espanyol es un pastiche tan bonito como de mentirijillas. Una especie de Disneylandia de la arquitectura que sólo ofrece belleza, belleza sin alma que cantaría Riccardo Cocciante. No hay vida, en eso se parece cada vez más a los centros urbanos de tantas y tantas ciudades, hoy territorio chancleta, pero la vista no la necesita para transportarse a Sigüenza, Alquezar o Aranda De Duero. Es una convención de piedra. Y además, para los urbanitas irredentos, omite estiércol y cencerro. El amor suele ser algo parecido en la música pop, un decorado sobre el que decir vaguedades de manual para acabar sonriendo con el gesto blando de quien quiere creer que amor es pareja, coche y playa. El amor es entonces un cliché, otro decorado hueco en el que creemos o en el peor de los casos, necesitamos creer para huir de la soledad. El amor con dolor no vale, queda para la vida real, como los cencerros.
Mishima no es un grupo que apele al amor sin rasguños, al tedio de tener siempre a la misma persona recordándote esas tonterías que en las discusiones de pareja evitan hacer espeleología en los abismos que las generan. Es importante reconocer la herida pero sin echar demasiada sal encima, sin agravarla hasta que sea quizás irrecuperable. O sí, mejor curar un dolor de estómago que algo más grave con nombre de zodíaco. Al presentar su último disco, L’aigua clara, David Carabén reconocía que esa costumbre en Mishima de no hablar del “subidón” del amor romántico era el nexo que los mantenía unido a un público que por arriba tiene su edad, cuarentena crecidita, y por debajo arranca en lo que fueron sus orígenes, la treintena. Más de los primeros que de los segundos, que según Carabén se van añadiendo a medida que se desarrolla la gira, en esta presentación amparada por el Cruïlla.
No se llenó el recinto, lo cual da muestra de la solidez del grupo, capaz de lograr una buena entrada cuando vender localidades es una heroicidad ante la desmesurada oferta y con la incertidumbre como realidad palpable. Mirar al escenario y a la plaza central del recinto ofrecía tipologías muy similares, el grupo se parece a su público, con la salvedad de no contar con mujeres. Pero ellas estaban el viernes, en ocasiones arracimadas en grupo, conformando un sector notable de su base. También había parejas, otro clásico en los conciertos del grupo, parejas con años de servicio común y parejas que ya han sido pareja antes con otras personas, redondeando una asistencia que renovó los votos de fidelidad con el grupo, que de nuevo retomaba la normalidad de la presentación de un disco.
Y el nuevo disco tuvo protagonismo en el repertorio sonando casi al completo. Los nuevos temas se espolvorearon por el repertorio, abriendo con El gran lladre y dejando para los bises El llibre de l’amor –versión de The Magnetic Fields- y Mia Khalifa. Por medio, piezas reseñables como God’s Move (Lee Sedol), con ese estribillo en subida que sugiere futuros momentos álgidos en directo; la delicada Cotó, una pieza sobre esa sensualidad que ni la rutina del amor y el desgaste de los años debería suprimir; Sé que ets tú, con resonancias al pop clásico de la banda o Un lloc que no recordi, engarzada con ese bajo oscuro y nervioso que alienta la pieza. Composiciones que no desentonan con los clásicos del grupo, expuestos generosamente en un concierto que fue como un reencuentro que se saldó con dos agradecimientos: a Pep Guardiola y a la madre de David, allí presentes aprovechando una noche primaveral en la que a pesar de los pesares merece la pena pensar, como lo hace Carabén en La forma d’un sentit, que bien podríamos ser una canción que alguien nos cantase, melodía en la boca de un desconocido.
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