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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cuando las campanas tocan ‘a morto’

En mi aldea, cuando el sacristán hace repicar lento la campana de la iglesia, la angustia entra en las casas. Amigo o enemigo, al finado lo conoces seguro y la muerte, con más o menos pesar, no le gusta a ninguno

Cruces de piedra y un campanario en torno a la iglesia de Santa María de Beade, en Ourense.
Cruces de piedra y un campanario en torno a la iglesia de Santa María de Beade, en Ourense.Xurxo Lobato (Getty Images)
Jessica Mouzo

Las primeras noticias de todo lo importante en la aldea llegan por el aire, cuando baten las campanas de la iglesia. Avisan de los días de fiesta, de una boda, de un fallecimiento. En mi aldea, Pereiriña, tañen bravas y alocadas en la mañana de San Julián; suenan desvergonzadas en los casamientos, golpeadas por los chavales que se cuelan en el campanario para disgusto del cura; y rasgan el silencio despacio, muy lentamente, los días de llorar a alguien. “Está tocando a morto”, comentan unos a otros. El bullicio se apaga, la panza se encoge y a esperar el nombre. Así empieza el rito fúnebre allí.

Hace poco que las campanas volvieron a repicar amargas en la aldea. Otra vez. Y ya van muchas, demasiadas, en poco tiempo. Esas últimas campanadas se veían venir, pero pesan igual que las imprevisibles. La aldea mengua y la liturgia de la despedida empieza a ser mala costumbre. Cuando Manolo, el sacristán, hace sonar la campana a morto, la angustia entra en las casas. Amigo o enemigo, al finado lo conoces seguro y la muerte, con más o menos pesar, no le gusta a ninguno.

El nombre pronto se sabe porque las malas noticias no tardan en correr. Y uno llora, calla o baja la cabeza. Y se aguanta el tipo como se puede. Es ley de vida. Ha dejado de sufrir. No hay derecho o qué injusticia. Lugares comunes todos, pero qué vas a decir si no. Tanta paz lleve como descanso deja. Y empieza la peregrinación de vecinos al tanatorio. Y las flores. Y las esquelas. El ritual, al fin, para tomar conciencia de la ausencia, para despedirse del difunto y, a los que se quedan, para dejarse querer y acompañar. Si quieren.

Antes, cuentan los viejos del lugar, el velatorio se hacía en las casas. Con la caja en el salón y el muerto a la vista, para rendir tributo. Día y noche, todos despiertos, velándolo hasta darle sepultura. Puertas abiertas, comida y bebida, plañideras encerradas en luto e idas y venidas de gente que igual te rezaba un rosario que te miraba si las cortinas eran nuevas. No se escondía a los niños del rito ni a la muerte de ellos. El fin de la vida era normal.

Hoy, ante la muerte, las casas solo guardan silencios y vacío. Todo pasa por el tanatorio, más pulcro, más cómodo. Más aséptico, también. Pero la misma despedida a fin de cuentas. El mismo dolor, la misma gente yendo y viniendo, presentando sus respetos, entregando flores, llorando, riendo incluso, hablando, callando. Acompañando.

Las horas en el tanatorio son una especie de limbo temporal que dan para ver el mundo. Cómo se comporta la gente, cómo cae el más fuerte y se hace pequeño el más grande. Los amigos y los menos amigos. Los que cargan dolor y los que van por compromiso. Las palabras más hermosas, las conversaciones absurdas, las frases hechas y los mejores desatinos. “Llora, neniña, llora. Llora porque no te vas a recuperar nunca, nunca lo superarás”, me consoló una señora una vez, con toda su buena fe (espero) y una abrupta sinceridad. Tenía razón. Y me eché a reir.

Aunque ahora también las campanas a morto llegan por Whatsapp y las condolencias se envían por mail, hay costumbres de antes que aún se guardan en la aldea. Como la de ir a repartir en mano las esquelas por los pueblos vecinos: unos cuantos, parientes o amigos del finado, agarran un manojo de cartones impresos por la funeraria y se van por ahí, por tabernas y bares, marquesinas o pequeñas capillas, allá donde no llegó el sonido de las campanas, entregando el aviso del deceso.

Pocas familias hay que no reciban duelo. Comprensible, siempre; pero hasta en los peores momentos, somos animales sociales y necesitamos de otros para acompañarnos hasta en el sufrimiento, como dicen las condolencias.

La tradición católica sigue mandando por allá y los entierros acostumbran a ser como siempre, dando cristiana sepultura al difunto previo funeral religioso. Aunque no fuera devoto ni pisara la iglesia más que por casualidad, acaba ahí, a los pies de San Julián, primero; y dentro del cementerio parroquial, después. Desde el tanatorio, una fila de coches acompaña al féretro, que va delante, en un vehículo engalanado con coronas de rosas y anturios. En silencio, en una marcha lenta hasta las puertas de la iglesia.

Los vecinos hacen piña en el atrio de la capilla, dando el último paseíllo y su homenaje al fallecido y a la familia, que cruzan el umbral de la ermita al calor de la gente. Luego una misa y el último adiós, en el camposanto, donde ya no hay vuelta atrás (si es que alguna vez la hubo) ni nada más que hacer. El ruido de la pala estampando el cemento para sellar el nicho araña hasta el alma y la campana a morto vuelve a sonar. Para siempre es mucho tiempo.

La liturgia termina. La gente se va. Y al llegar a casa, vacía y en silencio, la vida sigue donde lo dejaron esas primeras campanadas lentas que anunciaron el adiós. Y ya está. Los vecinos vuelven a su vida y al que le tocó despedir a uno de los suyos, también. O lo intenta, al menos.

La campana de la iglesia estremece con los años. Bien se sabe siempre cuándo toca a morto, pero de pequeño, convives con ella, entre la ignorancia y la costumbre, sin darle más importancia que a ese incómodo silencio y recogimiento que se impone tras los golpes lentos. Eres ya mayor —si tienes suerte— cuando el sonido te empieza a encoger el alma y aprendes a ver la angustia de ese eco macabro. Y descubres también que no suena igual cuando los muertos son los tuyos.

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Sobre la firma

Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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