Colección de 15.485 hueveras para ganar el Guinness
María José Fuster, que ha participado en los mercadillos de los Egg Cup Collectors Club británicos, asegura que este pequeño recipiente lleva “fantasía a la mesa”
La palabra “huevera” tiene distintas acepciones. La que conviene a esta crónica no es la que se refiere a los cartonajes o cestos de alambre que permiten transportar docenas, y más, de huevos. Quien colecciona hueveras la hace de los menudos recipientes en forma de copa pequeña donde se coloca el huevo pasado por agua. Más nomenclatura. Del latín “pocillum” (“tacita”) y ovi (“huevo”) nace “pocilovista”, colecccionista de hueveras. María José Fuster (Campo, Huesca) lo es. Y muy destacada. Tiene 15.485. Y, sorpresa, nunca se ha servido un huevo pasado por agua. “No me gustan, nunca los he probado”. Eso sí, además de mimar estos enseres, ha investigado sus aledaños. Conoce su historia. Tiene todas las piezas documentadas (año de adquisición, procedencia, material…) y dibujadas en más de treinta libretas. Hace tiempo, por iniciativa de los hijos, mantuvo dos blogs sobre la materia. Una huevera al día recibió en 2005 el premio al Mejor Blog en la categoría de “inclasificables” de 20 Minutos y mereció citas, con algo de perplejidad, en la BBC y La Repubblica. Es miembro de una asociación de coleccionistas francesa y ha participado en los mercadillos de los Egg Cup Collectors Club británicos.
Fuster ficha los libros en cuya portada hay una huevera y guarda una copia de pinturas donde aparece este humilde utensilio. Me enseña la portada de la edición alemana de Haciendo historia, de Stephen Fry. Lleva una. Sur la scène intérieur (Gallimard), de Marcel Cohen, luce otra y el propio Cohen lo justificaba: “me digo a mí mismo que no se puede conservar un objeto tan modesto y descolorido durante setenta años sin motivos serios”. Es fácil de entender que una huevera resuma la intención de un libro que se titula Cocina sencilla para tiempos complicados (Igone Marrodan, Alianza) o que Martha Stewart recurriera a ella para uno de sus recetarios. Menos lo es que The New Yorker insistiera más de una vez en lucirlas como icono exclusivo de portada o que una imagen de huevera ilustre un libro de tecnología. Fuster me muestra su álbum con obras de Klee, Le Corbusier… y la más irónica de todas, casi un chiste, de Magritte: una gallina contemplando su huevo servido en una huevera.
“La huevera es un artículo universal, insignificante, pero al que se le quiso añadir belleza. Se difundió desigualmente. En España, por ejemplo, prácticamente no hay en Galicia y abundan en Cataluña (ouera) o Aragón (copeta). No es indispensable, el huevo encaja en copitas de uso común, pero es un refinamiento del espíritu que ha llevado mucha inventiva a la mesa”, comenta Fuster. Sobre su historia cita un mosaico de Pompeya anterior a la erupción del Vesubio (79 d c) y otro turco del siglo III. “Marco Polo pudo traer en el siglo XIII, de China, piezas de porcelana. No tengo noticias sobre la Edad Media. Los materiales eran rústicos, poco resistentes, y además en las mesas no había platos individuales. Del siglo XVI hay ejemplares en Peralada, en el Victoria & Albert Museum de Londres o en el Louvre, entre otros. En este siglo llega a la corte francesa Catalina de Médici y con ella la elegancia en la mesa, con los platos de loza fina y las copas de cristal italiano, y el uso ¡del tenedor! Pero el hecho que fue determinante en la expansión de vajillas y complementos de la mesa fue la fabricación de la porcelana en Europa, en Meissen, a principios del siglo XVIII. Posteriormente, en el XIX, una gran difusora del uso de la huevera fue la reina Victoria de Inglaterra que, debido a su matrimonio con el príncipe alemán Alberto de Sajonia, tenía acceso a los numerosos fabricantes que surgieron en esa área. Y como siempre ocurre, las modas que nacían en palacio, eran copiadas por los aristócratas y poco a poco llegaban a todo tipo de clase social”.
Durante un tiempo tuvo un blog, Hueveras, regalos y recuerdos, donde registraba las piezas que le regalaban. De todos modos, quien más alimentó la colección fue su marido, recientemente fallecido. Aprovechaba sus viajes de funcionario de un organismo internacional para adquirir ejemplares de países impensables. Fuster tiene autoeditado un libro que es como un atlas universal sobre la procedencia de sus hueveras (La vuelta al mundo en 800 hueveras).
Los materiales son variadísimos. Las hay de mármol, papel maché, mimbre, opalina, plástico, silicona, resinas termoplásticas, porcelana, oro y plata o una keniana de esteatita. Igualmente interminables son sus formas y las ocurrencias. Hay hueveras en las que el huevo es la cabeza de un lector de diario (Le Figaro, Financial Times). No faltan las sugerencias eróticas más o menos osadas. Otra lleva un reloj de arena para vigilar la cocción y también puede encontrarse un ejemplar con la receta del “oeuf à la coque”. Hay mensajes en catalán (“L’avorriment és la malaltia d’aquells que tenen l’ànima buida i la intel·ligència sense imaginació”); a favor y en contra del Brexit…
Este mes de julio se inscribió para conseguir el récord Guinness del coleccionismo de hueveras. Con la ayuda excepcional, amigable, del pueblo de Campo expuso en un local de la población casi todas sus posesiones. Algo más de mil ya están permanentemente instaladas en el Museo del Juego Tradicional de Campo. Una vez mandada la documentación, ahora está a la espera del reconocimiento del Guinness World Records. Llegue o no, será el final de su dedicación a este lúdico empeño al que tantas horas y pasión ha dedicado. Para acreditar ante Guinness el número de piezas debió mandar una grabación audiovisual del recuento que dos supervisores-contables hicieron. La tarea fue fácil porque habían desplegado en las mesas unas plantillas cuadriculadas donde cabían cien hueveras en cada una. Había que comprobar que todas estuvieran llenas. En aquel espacio te dabas cuenta de la magnitud de la colección. Y lo sé porque, junto a la abogada Carmen Máscaray, fui uno de los supervisores que acreditaban la cifra ante Guinness. Es la segunda cosa más extraña que he sido en mi vida. La primera, en época de Franco, fue la de testigo de apostasía. Pero eso ya es otra historia.
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