El hombre de 70 años que viraliza el ingenio rural con un millón de seguidores: del artesano de veletas al navatero
El aragonés Eugenio Monesma documenta en 3.200 películas oficios perdidos, tradiciones en vías de extinción y fiestas populares que difunde en su exitoso canal de YouTube
Eugenio Monesma tiene 70 años, una filmografía compuesta por 3.200 documentales sobre oficios perdidos, gastronomía tradicional y fiestas populares, 911.000 suscriptores en su canal de YouTube y un consejo: “No hay que ir nunca de inteligente o de superior; tú vas de listillo, pero los listos son ellos”. Ellos son los artesanos, los campesinos, las manos y los cerebros que han desarrollado durante siglos oficios ahora perdidos. Navateros, carboneros, linotipistas, zahoríes o retratistas. Cuidadores de lagartos gigantes, elaboradores de agua de culebra, artesanos de veletas de viento, afinadores de organillos. A todos ellos, este aragonés les ha dedicado el trabajo de toda una vida: miles de documentales, en su mayoría sobre artesanías en peligro de extinción o irremediablemente perdidas que trata de devolver a la vida. Un archivo cuya digitalización ahora lo ha convertido en “influencer” con seguidores españoles, pero también latinoamericanos, estadounidenses, indios o rusos.
Nacido en Huesca, Eugenio Monesma dejó el colegio para ponerse a trabajar a los 14 años. De su origen geográfico le viene el interés por las tradiciones, la cultura y la gastronomía autóctonas. De hecho, hoy, aunque llegó a tener un plató propio y un equipo de 20 personas, Monesma trabaja solo, pero sigue al frente de Fogones tradicionales, el programa más visto de Canal Cocina, en el que divulga recetas antiguas. De su padre, carpintero, le viene el cuidado por los oficios. De un tío, fotógrafo, la facilidad en el manejo de las cámaras. Con esos mimbres y siempre de forma autodidacta, comenzó a trastear con cintas de Súper 8 y a filmar cortometrajes, pero fue cuando empezó a colaborar con el Instituto Aragonés de Antropología cuando lo vio claro: dejó su trabajo fijo por un finiquito con el que se compró una buena cámara. Con el resto, montó un videoclub que, durante un tiempo, pagó las facturas, y se lanzó a grabar lo que estaba a punto de perderse.
Lo que le fascinaba era el ingenio de la gente del medio rural y lo que hacen con sus propias manos: desde las técnicas de caza hasta la fabricación de un carro, que “tiene mucho de ingeniería, de física y de matemáticas”, pasando por una cocina de aprovechamiento autóctona con platos de cuchara potentes. “Si estas personas hubieran podido estudiar, habrían sido pioneras en aquello que se hubieran propuesto”, asegura Monesma.
“Siempre se ha contado la historia de los poderosos, de los reyes, condes y grandes guerreros, pero nunca la del herrero que hacía las espadas, de los que empujaban los carros para llevar los cañones o de los que hacían el carbón para elaborar las armas”, critica. Pero Monesma, que siempre se ha sentido “más próximo a esa gente que a las élites”, decidió dedicar su carrera a sacarlos a la luz.
El primero fue el pastor. Desde los 18 años, Eugenio se echaba al monte en las fiestas. En vez de salir a celebrar San Lorenzo con los amigos, cogía algunos trastos y su cámara y se iba con un pastor trashumante, con el que convivía una semana para aprender su oficio. Después, fueron los navateros (nabateros, en aragonés), artesanos que construían plataformas de troncos para bajar el río con la madera, sobre todo aprovechando el deshielo. Y del río Gállego y sus navatas, al Cinqueta, que pasa por San Juan de Plan, una localidad aragonesa donde conoció a un grupo de mujeres que, durante años, recrearon para él todos los oficios perdidos locales. En 33 documentales estas mujeres, comandadas por la tía Serena, elaboran cáñamo, lavan la ropa en el río, esquilan ovejas o cocinan tortas de arras y bolas de sebo. Con el tiempo, la relación se hizo tan fluida que eran ellas las que proponían ideas para nuevas grabaciones.
Para Eugenio Monesma se han restaurado antiguos pozos de hielo, se han cocido ladrillos de tierra y agua, se han construido carros de caballos, se han montado gaitas y reparado organillos. Cuando llega a un pueblo, lo hace de la mano de un artesano, una persona a la que ha encontrado, normalmente a raíz de trabajos anteriores, y que va a reconstruir para él y las cámaras, solo o acompañado, todo un proceso. Como resultado: una alpargata, un sombrero de pelo de conejo, trajes de flamenca o incluso piezas de las fiestas de gigantes y cabezudos. No siempre le ha resultado fácil que los artesanos accedieran a ser grabados: “Muchas veces son oficios tan humildes que llegaban a ser humillantes para ellos, pero al ver que eran valorados empezaron a surgir colaboraciones”, nombres y caras como las de la tía Serena o Hilario Artigas, a los que considera “sabios rurales”.
Con ellos inicia en cada vídeo un trabajo que “no se puede hacer con guion”. “No puedes decir ‘ahora un plano de aquí, venga desde allí y acérquese de frente’; es vivir, vivir y convivir con ellos”, advierte. Es lo que ha hecho con los carboneros o con los pastores, convencido de que “cuando te echas unos tragos de vino y te comes una chistorra con pan ya van saliendo las anécdotas”. Para que las cámaras no resten naturalidad, apuesta por meter en escena “el mínimo equipo posible” y por dejar que los artesanos se expresen como quieran, que usen su espacio y su lenguaje. “Yo solo soy el aparato para que se comuniquen con el espectador”, asegura.
Pero Eugenio Monesma no solo ha documentado oficios de toda España. También tiene en su archivo series documentales como una sobre la historia de las piedras rituales y constructivas en Aragón, y ha grabado todo tipo de fiestas, como los Picaos de San Vicente de la Sonsierra, que se autoflagelan en un ritual tan sangriento que su operador de cámara “se desmayó y vomitó”. Además, durante 15 años recogió testimonios de “los perdedores” de la Guerra Civil española, como la del piloto de aviación que llevaron a Mauthausen o la del enlace que ayudaba a los guerrilleros antifranquistas a pasar a Francia y que, aun en 1992, guardaba en su casa dinamita y fusiles.
Despoblación
Eugenio Monesma nació y vive en Huesca, la capital de la provincia que es la cuarta por la cola en densidad de población de entre las cincuenta demarcaciones españolas. Con solo 14 habitantes por kilómetro cuadrado, a mucha distancia de la media de España, de 94, en Huesca se encuentra, por ejemplo, Ainielle, el pueblo que inspiró La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, la novela en la que se da voz al último poblador de una localidad por lo demás deshabitada.
“En el Pirineo, la despoblación empieza en los 60 porque es cuando tres profesiones se van de los pueblos, el herrero, el carpintero y el maestro, porque con la industrialización, sobre todo en Cataluña, se buscaba gente con oficio”, considera. Su partida de los pueblos tuvo consecuencias: sin herreros y carpinteros “los que se quedaban, los agricultores y ganaderos, ya no tenían a nadie que les hiciera o reparara las herramientas” y con el éxodo de maestros, empezó a ser más complicado mantener las escuelas abiertas. Además, “en verano llegaba el de la ciudad con el 600 que se había comprado” y sus vecinos pensaban “joder, este no sabía nada más que martillear hierro”, y “lo imitaban”, y también se iban. “Luego, la reforestación del Pirineo y los pantanos han sido los dos grandes argumentos para vaciar los pueblos”, añade. Eso deja en Aragón “pueblos en los que hay 15 o 20 personas, todas mayores de 70 años, sin escuela y sin bar ni tienda”.
Pero Eugenio Monesma encuentra esperanza en el futuro; quizá por eso no solo se ha abierto un canal de YouTube, sino también cuentas en redes sociales como TikTok o Instagram, con público mayoritariamente joven. Ha visto recuperarse la actividad en zonas despobladas, ha visto recobrado el oficio de construir hornos de cal, ha comprobado que “sigue habiendo tejeros o ladrilleros, porque se necesita” y ha conocido a arquitectos que aprenden técnicas como la piedra seca o la construcción con adobe, y a jóvenes diseñadores que “usan el cáñamo, como antiguamente”.
Sus propios hijos -uno de ellos le lleva las redes, el otro trabaja en el montaje de los documentales- no son los únicos jóvenes que manifiestan interés por la etnografía. “La difusión de los vídeos está ayudando a que mucha gente joven tenga interés por la cultura de sus lugares de origen”, reconoce. Por eso, le contactan espectadores de todas partes del mundo. “Me escribe gente de México, de la India, de Estados Unidos o de Rusia, y me dicen ‘quiero recuperar esto o lo otro’”, relata. Su respuesta siempre es la misma: “Pues ánimo, venga, que ahora una cámara es baratísima, hasta se puede grabar con los móviles y seguro que tienes un ordenador para hacer el montaje”. “Me dicen ‘entrevista a mi abuelo, que sabe mucho de esto’. ¡Entrevístalo tú, que tienes más confianza con él!”, zanja. Su trabajo, concluye, tiene las puertas abiertas a nuevas miradas: “Coge una cámara, un teléfono o un dron de los que ahora parece que tiene todo el mundo y que te cuenten cosas”.
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