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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que vendrá

La línea de costa cambiará aún más de lo que ya lo ha hecho y las ciudades, si no entienden que son un ecosistema y no una maqueta al servicio de los coches, hervirán todavía más entre su pegajoso asfalto

Una imagen de la playa de les Deveses de Dénia, afectada por un temporal a finales en 2020.
Una imagen de la playa de les Deveses de Dénia, afectada por un temporal a finales en 2020.Monica Torres

Es complicado hacer adivinaciones sobre el futuro, pero una cosa les puedo decir: el País Valenciano que vendrá nada tendrá que ver con el actual. La línea de costa cambiará aún más de lo que ya lo ha hecho. Maltrecha por la erosión litoral provocada por estructuras como el Puerto de Valencia, tendrá menor capacidad de resistir una subida del nivel del mar que ya se cuenta por palmos, no por dedos. Hasta 2100, año en el que vivirán algunas de las personas que hoy en día ya pueden votar y que quizás están leyendo esto, el aumento será de unos 70 centímetros. Lo suficiente como para generar enormes problemas en la red viaria y de ferrocarriles, en el alcantarillado, en la primera línea de costa (sí, esa en la que el indigno Mazón y su apóstol del ladrillo, Martínez Mus, quieren seguir construyendo) y en todo tipo de infraestructuras. Todo ello además de borrar o alterar drásticamente buena parte de las playas que conocemos hoy en día, así como los ecosistemas litorales allí donde aún perviven.

En los próximos tres siglos —un tiempo corto según las coordenadas históricas y un fugaz chasquido de dedos según las geológicas— el nivel del Mediterráneo podría subir más allá de los 5 metros. No hablamos ya de arena o recuerdos perdidos, de bombeos o reparaciones millonarias. Hablamos de una retirada en toda regla, de la desaparición de buena parte de esa identidad valenciana por la que dicen preocuparse quienes en realidad la desprecian.

En las próximas décadas lloverá menos, pero lo hará con mayor torrencialidad, algo que desgraciadamente ya hemos podido comprobar de la forma más dolorosa posible. Las vidas humanas están y estarán en un riesgo creciente. Los cultivos, los bosques y los marjales necesitarán más agua por la subida de temperaturas, pero recibirán menos, especialmente en los momentos críticos. El suelo se cuarteará, los pájaros migrarán, las cosechas languidecerán. Mutarán los paisajes y tacharemos recetas de los libros de cocina. Seremos un país que se asemejará peligrosamente a un desierto, pero me temo que como ahora, cuando el yermo ya se anuncia y el diluvio se sufre, seguiremos viviendo en la fantasía del agua infinita, del verde jardín inmarcesible al que le cantaba Ibn Jafaya.

Las ciudades, si no entienden que son un ecosistema y no una maqueta al servicio de los coches, hervirán todavía más entre su pegajoso asfalto, enfermando a sus habitantes y negándoles el sueño con decenas de noches infernales cada año, impidiendo trabajo y ocio. Expulsando también a ese turista ante el que nos postramos, para el cual sólo somos súbditos y comparsas. Conviviremos, también en las brillantes calles urbanas, con enfermedades que habrán vuelto después de siglos y con otras que desconocíamos.

A diferencia de otros que practican la adivinación climática, yo pagaría por estar equivocado. Lo deseo con todas mis fuerzas: ojalá los termómetros hagan trizas mis argumentos, ojalá el calendario me arrebate el pesimismo que enhebra estas palabras. Ojalá esta columna sea objeto de crítica y burla en el futuro cercano. La realidad, sin embargo, se mueve tozuda entre los márgenes de las predicciones que hicimos hace décadas. Todo va exactamente como se dijo; si acaso, más rápido y peor.

Es imposible revertir el camino andado hasta ahora, pero no es tarde para cambiar el rumbo. Lo primero y lo más importante es creerse que las líneas anteriores no son fruto de ningún delirio frente a una bola de cristal, sino la hoja de ruta que acabaremos por transitar si decidimos vivir en el autoengaño permanente. Son una elección deliberada y consciente, no una maldición divina.

Llevamos ya un cuarto del siglo que el filósofo Jorge Riechmann define como el de la Gran Prueba. No nos queda mucho tiempo para entender que esto no es un simulacro. Es aquí y ahora. Ojalá 2025 nos traiga la humildad y valentía suficiente para saber que es momento de mirarnos al espejo y girar el timón de una vez por todas.

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