Generación ‘Prestige’: así son los niños del chapapote 20 años después
Seis habitantes de la Costa da Morte que eran críos durante la marea negra cuentan cómo aquella conmoción ambiental, económica y política moldeó su forma de ver el mundo
¿Qué siente un niño cuando descubre que un apestoso manto de fuel ha hecho desaparecer su playa? ¿Qué pasa por su cabeza al ver un batallón de “minions” enfundados en monos blancos limpiando aquella inmundicia? Justo 20 años después de que el petrolero Prestige provocase una de las mayores mareas negras de la historia, seis críos de entonces que vivieron el desastre en la Costa da Morte, la comarca gallega más castigada por este y otros naufragios, analizan la huella que les dejó como adultos aquella conmoción ambiental, económica y política. Hay a quien el chapapote despertó una conciencia ecologista que acabó convirtiendo en profesión. Otros cuentan que labraron su espíritu crítico viendo que lo que los gobernantes contaban por la tele no era lo que ellos veían por la ventana. Todos coinciden en algo: la eclosión de solidaridad de los 65.000 voluntarios que llegaron a Galicia de todo el mundo para limpiar la costa los marcó éticamente para siempre.
Nueve años tenía Mariña Abella cuando el viejo Prestige, con más de 26 años de singladuras encima, sufrió una brecha en el casco en medio de una galerna y empezó a esparcir por el Atlántico sus 77.000 toneladas de veneno. Mantiene vivo el momento en que por primera vez presenció la devastación. Fue junto a su casa de Malpica (A Coruña). De las primeras horas que sucedieron al SOS que lanzó el petrolero el 13 de noviembre de 2002 recuerda “mucha preocupación” a su alrededor. Su percepción infantil le avisaba de que “había pasado algo malo, muy malo” pero no entendía qué, rememora dos décadas después desde Londres, donde trabaja como comercial de software. En la siguiente estampa que le viene a la mente se ve a sí misma con su tía “bajando la cuesta” hacia la playa del pueblo. El impacto no se le ha borrado en 20 años. El arenal estaba negro, negrísimo: “El olor nos mareaba, así que mi tía me dijo que nos teníamos que ir de allí porque no sabíamos si era malo respirar aquello”.
En la brumosa memoria de la pequeña Mariña, a aquella negra escena le sigue un fenómeno luminoso, el que más la marcó. Una muchedumbre de forasteros vestidos de blanco tomó las calles del pueblo. Eran parte de esa ola de solidaridad que emergió en todo el planeta para combatir la marea negra que emponzoñó 2.000 kilómetros de costa, desde el sur de Galicia hasta Francia. Para esta niña criada en un ambiente gallegohablante casi al 100%, escuchar tanto castellano en Malpica fue una sorpresa. “Los voluntarios parecían minions vestidos de blanco”, ríe. Después llegó la prensa internacional y los idiomas se multiplicaron. Su padre, que hablaba francés, hizo hasta de traductor. Le dio rabia que no la dejaran ir a limpiar por ser menor: “Vivir aquello ha hecho que ahora me identifique más con las desgracias ajenas, como la erupción del volcán en La Palma”.
“La tele decía que el chapapote no había llegado y tú lo veías ahí”
Aquellos días de 2002 dieron un vuelco a la vida de los hermanos Suso e Higinia Vidal, entonces de 15 y 12 años y benjamines de una familia marinera de Corme (Ponteceso-A Coruña). El restaurante O Cabazo que regentaba su bisabuela Carmen, que hoy luce 97 años, fue uno de los que se dedicó a saciar el hambre de los esforzados voluntarios que retiraban el pastoso fuel de la arena y las rocas. Su tranquilo pueblo se abarrotó de oriundos de tierras lejanas, desde Bulgaria a Canadá. A Higinia, hoy asesora laboral, se le quedó grabada la información contradictoria que recibía. “En la tele decían que el chapapote no había llegado a la costa y tú lo veías ahí”, ilustra. En el instituto, en cuyo patio llegó a aparecer un ave petroleada, recibían lecciones científicas sobre lo que ocurría delante de sus ojos: “Los profesores de biología nos explicaban lo que estaba pasando y, sobre todo, lo que iba a pasar después: la pérdida de especies y la disminución de sus poblaciones. Nos intentaron inculcar que la catástrofe no se arreglaba [con los marineros] cobrando 600 euros cada 15 días. Hoy no hay aquí ni la mitad de flota [pesquera] de entonces. ¿Por qué será? Pues porque no hay pesca para todos”.
A Higinia aquella crisis le despertó el espíritu crítico: “Aprendí a no fiarme de lo primero que te cuentan, a buscar diferentes puntos de vista”. Su hermano Suso, en cambio, cree que su mentalidad adolescente lo hizo menos consciente del desastre y que fue luego, al madurar, cuando percibió la “manipulación”: “Yo ayudaba en el bar de mi bisabuela y veía aquello como una fiesta. El pueblo estaba lleno de gente. Los voluntarios limpiaban por la mañana y por la tarde tomaban unas cervezas. Cada vez que se iba un grupo, se hacía una despedida. En la tele le quitaban importancia y llegaban ayudas. Había marineros que cobraban más estando parados que trabajando. Veías el mar lleno de mierda, pero todo el mundo comía. Ahora me doy cuenta de que ese dinero era para callarlos y tenerlos contentos, pero entonces no imaginaba que detrás de la bondad de la Xunta y el Estado repartiendo ayudas estaba la intención de tapar su mal gobierno”.
“Ahí nació mi conciencia ambiental”
De la tragedia del Prestige brotaron vocaciones. Saleta Ameixeiras, que tenía 12 años, rompió a llorar cuando al llegar a casa del instituto escuchó en la televisión que un barco cargado de fuel amenazaba la costa gallega. Hija de ganaderos de la parroquia de Salto, en Vimianzo (A Coruña), ya sufría mucho por los incendios que asolaban cada verano los montes de la zona, pero de la marea negra, asegura, nació su “conciencia ambiental”. Hoy es consultora de cambio climático y activista ecologista. La muerte de Man aquellos días, el ermitaño alemán que esculpió en unas rocas de Camelle un singular museo al aire libre arrasado por el fuel, la marcó especialmente: “A mí me fascinaban aquellas pinturas y estructuras que él creaba. Murió de pena al ver que el chapapote había destruido su obra. Recuerdo que fui allí después de su muerte a verlo todo deshecho y manchado. Para mí, Man fue el símbolo de la resistencia y de la sensibilidad; encontró belleza donde otros solo veían un medio de vida”.
Fabián Canosa también sitúa en aquel desastre el origen de su preocupación por el medio ambiente y su repulsa hacia las “malas prácticas” que contaminan el mar. Este maestro y concejal socialista en Camariñas tenía 13 años y se recuerda con su cámara de carrete en mano tomando fotos de los destrozos. Fue la primera vez en su vida que escuchó la palabra “voluntario”. En su balance de 20 años ve positiva la promoción y las inversiones que recibió la Costa da Morte, pero se muestra convencido de que el declive del sector pesquero es “consecuencia del pos-Prestige”: “Cuando se volvió a permitir pescar y mariscar, se dejó coger todo lo que se pudiera y además todos los días, sin topes ni descansos. Lo que se quería es que salieran unos números mejores que antes de la marea negra para transmitir que todo había pasado y que estaba incluso mejor. En unos años esquilmaron. Camariñas era rica en berberecho y almeja y ahora ya no”.
“Los responsables salieron de todo aquello como si no pasara nada”
Tras el estallido de indignación por la falta de medios para combatir la expansión del fuel, el Gobierno central y la Xunta, ambas en manos del PP, regaron la comarca de ayudas económicas. A Saleta le dolía escuchar en boca de algunos adultos eso de “ojalá vengan más Prestige”. “Ya entonces sentía que esa gente no era consciente de la importancia del mar más allá de lo económico”, destaca. El marinero Adrián Nantón tenía 10 años y ahora es patrón de pesca. Sus estudios le abrieron los ojos sobre cuestiones de las que no fue consciente en aquella época: “Cuando estudié para patrón salía mucho el Prestige en clase y los profesores titulados en Marina Mercante siempre hablaban de las malas decisiones que tomaron los que dirigieron la situación. A la gente intentaron comprarla para tapar el desastre. Para muchos no fue solución, pero con otros lo consiguieron. Aun a día de hoy hay quien dice ‘ojalá que viniera otro’. No lo entiendo. A lo mejor si se repitiese no habría tanto dinero o no les importarían tanto los votos…”
Desde alta mar, a través de audios de Whatsapp, Adrián cuenta que lo que más le impresionó fue “toda esa gente que vino a limpiar nuestras costas sin tener ningún arraigo con Galicia y a intentar solucionar un problema que los políticos negaban”. Se muestra convencido de que lo vivido influyó en su “manera de pensar”. Descubrió que “hay personas que aunque no estén involucradas en un problema se acaban metiendo hasta el pescuezo” para ayudar, mientras “otras que sí tienen responsabilidades” son capaces de “lavarse las manos”. “Y salieron de todo aquello como si no pasara nada”, lamenta sobre los gestores de la crisis. La justicia solo condenó al capitán del Prestige, el griego Apostolos Mangouras, y algunos de los protagonistas de aquellos convulsos meses llegaron alto. Mariano Rajoy, vicepresidente del Gobierno, llegó a La Moncloa; y Alberto Núñez Feijóo, aupado entonces a consejero de Manuel Fraga para defender en Galicia la gestión del gabinete de José María Aznar, acabó dirigiendo la Xunta y ahora el PP.
Mariña se visualiza en las manifestaciones entre banderas de Nunca Máis, la plataforma ciudadana que catalizó el descontento. Aquella enseña estuvo mucho tiempo colgada en su clase de Primaria y hacían fichas para colorearla. Fabián y Saleta participaron en una cadena humana de 55.000 estudiantes que recorrió el litoral de Costa da Morte. ¿Aumentó la marea negra la conciencia ambiental de los gallegos? Saleta lo duda: “No quiero ser pesimista, pero cuesta mucho movilizar a la gente”. Ella se ha implicado últimamente en las protestas contra la proliferación de parques eólicos. “En las manifestaciones ves siempre las mismas caras, hay poca gente concienciada”, sostiene. “Y si hubiera hoy otra marea negra dudo mucho que los medios para combatirla fueran suficientes porque el medio rural lo están desmantelando”.
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