El rey del barrio
Donde la gente ve hierba y columpios, yo todavía, y más que nunca ahora, veo vida y emoción
Al igual que las plazas en los pueblos, los espacios verdes ocupan un lugar central en la geografía de las periferias, por ser el sitio en el que buena parte de las actividades se desarrollan. Sin embargo, la pandemia de la que, poco a poco, nos vamos desembarazando, los ha mantenido cerrados y vacíos, cosa que parecía impensable, salvo en los días más terribles de invierno. No obstante, ni lo anterior ni los centros comerciales han podido destronar al rey del barrio: el parque.
El mío de cabecera estaba tan lleno en mi juventud que parecía Benidorm en temporada alta. De haber sido una playa, nos hubiera tocado plantar la sombrilla o la toalla a primera hora para tener un hueco en ese césped. Era nuestro rincón preferido para hacer vida en cuanto salía un rayo de sol que, además de luz, proporcionara calor. Menudo tono lucíamos de echar ahí las tardes, desde el momento justo en el que empezaban a alargarse.
Eso de pasear a los perros también se llevaba, ahora bien, por aquel entonces no había zonas específicas para ellos y no era raro pisar alguna sorpresa canina. Todo el mundo compartía el verde, como lo llamaban los abuelos, donde comíamos chucherías o cualquier snack, fruto seco con mucha sal o flash que pringara nuestros dedos. ¿Que no andábamos sobradas de dinero? Pues nos bajábamos los bocatas de casa. Faltaba, no obstante, usar con mayor frecuencia las papeleras y algo de esa conciencia medioambiental que, a día de hoy, parece que sí se ha desarrollado algo más.
A falta de romances juveniles, nos centrábamos en nuestras charlas interminables sobre lo que nos depararía el puente de turno, la Semana Santa o las vacaciones de verano
Había chavales que se bajaban el radiocaset, normal si consideramos que no teníamos móviles ni mucho menos altavoces portátiles waterproof o gramenagüer. Alguna batalla de gallos, jóvenes que compiten improvisando rimas, sí he visto, pero en el parque se tiraba de pulmón, nada de microphone.
Y, por supuesto, en tiempos analógicos, sin internet ni aplicaciones de contactos, era donde se ligaba o se intentaba. Todo de carne, hueso y mucha piel, de atreverse a hablar, a mirarse a los ojos, de no mandarse mensajes ni audios, de pedirse salir o rollo a la cara, ya fuera con valentía, temblando o con un hilillo de voz. Mis amigas y yo solíamos ponernos cerca de los que nos gustaban, que eran los que le daban patadas al hacky, una bolsa pequeña de tela de colores rellena de arena o semillas que hacía las veces de mini pelota, jugaban con el diábolo y tocaban instrumentos de percusión.
Ya podíamos llevar camisetas en colores flúor que lo cierto es que nunca nos vieron, pero eso no nos quitó jamás ni el hambre ni el sueño. Así pues, a falta de romances juveniles, nos centrábamos en nuestras charlas interminables sobre lo que nos depararía el puente de turno, la Semana Santa o las vacaciones de verano. Imaginábamos y recordábamos historietas repetidas que mezclaban fiestas en el pueblo materno o paterno, aguadillas en la piscina, excursiones a aldeas cercanas, intriga, calimocho e ilusión.
Por todo lo anterior, donde la gente ve hierba y columpios, yo todavía, y más que nunca ahora, veo vida y emoción. Eso sí, mantengamos la distancia de seguridad.
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