Moloko, el templo donde el rock suena como si no hubiese mañana
El bar, hogar de músicos y fiestas post-concierto, sigue cerrado a la espera de que se levante el estado de alarma
En la nevera apagada, hay cargamento de bebidas energéticas, guardadas ahí, como reliquias de otro tiempo. Sabi se ha dirigido hacia la misma barra en la que durante 24 años ha servido cervezas, copas y muchos de esos refrescos que dan alas y se ha puesto a revolver en un frigorífico en desuso. Saca varias latas. “Antes, las regalábamos y, ahora, tenemos que venderlas para recibir algo de dinero”, dice. En las latas, se puede ver el logotipo de Moloko, uno de los bares musicales con más pedigrí de Madrid. “No solo son las latas, sino todo nuestro merchandising, que dábamos gratis a los amigos y en aniversarios. Actualmente, todo está en venta en nuestra página web”, añade. Camisetas, polos, mochilas, llaveros, calendarios, posavasos, púas, ceniceros, mecheros, estuches, marcapáginas… incluso unas galletas, marca Moloko, donde siempre han sonado canciones con riffs imparables. Todo está en venta para recaudar dinero ante el “momento más trágico” de un lugar que, como su propio apellido indica (Moloko Sound Club), es algo más que un bar: es un club del sonido, un templo del rock.
Moloko cerró sus puertas el 8 de marzo de 2020. Desde entonces, más de un año después, sigue sin abrir. “Imposible”, señala su dueño, Sabi Palacios, lanzando la mirada a un local vacío que, en circunstancias normales, tiene un aforo de 99 personas, hoy limitadas por ley a 33. Sin embargo, no lo dice tanto por la falta de espacio y las distancias de seguridad, complicadas por dos columnas centrales repletas de memorabilia rockera, sino por el volumen de la música. “Al estar en estado de alarma, no puedo poner la música en el bar a más de 82 decibelios, tal y como marca la ley. Bastan tres personas charlando para que, a ese nivel, la música no se escuche. No puedo abrir en estas condiciones”, explica. Sentada en un taburete cerca de él, Rocío Bayo, pareja de Sabi y camarera, asiente y recuerda que el bar está dentro de la ZPAE (Zona de Protección Acústica Especial), que afecta a Conde Duque y Malasaña y a otras zonas del distrito centro. “Esto hace que no podamos tampoco poner una terraza como sucede dos calles más arriba. De hecho, en Alberto Aguilera, se ven terrazas hasta en garajes”. Con su aire mod, ataviado con gorra y chupa con parches, Sabi sentencia: “Me quieren quitar la identidad”.
La identidad de Moloko, que debe su nombre al cóctel con el que regaban sus noches lo protagonistas de la película La naranja mecánica, es bien conocida por la feligresía rock. Ubicado en la calle Quiñones 12, justo “al otro lado del río” -escenificado por la calle San Bernardo- tras dejar Malasaña camino de Conde Duque, el bar es un lugar de peregrinación para los amantes del rock’n’roll, el power pop, la new wave, el punk, el northern soul o todos esos sonidos excitantes y viscerales que, al calor de la multitud y la madrugada, transforman lo cotidiano en extraordinario, lo vacío en un mundo de posibilidades. “Sin música no puedo abrir. ¿Quién se va a meter aquí si no suena nada? Yo no soy una cafetería ni quiero serlo. Ni quiero poner cafés ni filetes. Yo pongo canciones”, recalca Sabi.
Moloko nació en 1997 por empeño de su dueño, un melómano que se dedicaba a la construcción y que decidió dejar de “dar yeso” por cumplir un sueño. “Me embargué”, dice con una sonrisa. “Me gasté cuatro millones y medio de pesetas más la reforma para abrir un lugar donde pinchar discos y pasarlo bien tomando algo”. De chaval, el primer álbum que se compró fue el vinilo Rock and Roll de Tequila, pero cuando abrió el bar ya tenía cientos, como entradas de conciertos a los que acudió y que se dejan ver en la cabina de Moloko donde Sabi, un apasionado a la música mod y especialmente a grupos como The Jam y The Who, también hace de pinchadiscos. Hay entradas de actuaciones en Madrid ahora ya legendarias, como las de The Clash, Police, Dr. Feelgood y Laurel Aitken, uno de los pioneros del ska jamaicano que murió en 2005. “¡Laurel hizo de dj en Moloko!”, exclama de repente Sabi. “Fue una gran noche. Su mujer nos ha escrito alguna vez para decirnos que se acuerda mucho de aquella noche por lo bien que se lo pasaron ella y Laurel”, indica Rocío.
Bajo esa atmósfera rosada de luces, en este club del sonido han ejercido de djs todo tipo de músicos desde españoles como Pau Roca de La Habitación Roja, Marc de Dorian y Paco Román de Newman hasta extranjeros como Paul Collins y Gary Mounfield Mani de Stone Roses. Canciones atravesando cuerpos en este hogar sonoro donde siempre fue habitual encontrarse a músicos de La Habitación Roja, Sidonie, The New Raemon, León Benavente, Brighton 64 o Los Planetas. De hecho, Eric Jiménez, baterista de Los Planetas, regaló un plato que cuelga al lado de la barra. En las paredes, también cuelgan algunas dedicatorias de estos grupos y otros en carteles de conciertos. Y, en lugar destacado, se ven las rúbricas de Jeff Tweedy de Wilco y Norman Blake de Teenage Fanclub, banda “muy amiga” de Moloko. “Se lo recomendaron. Cuando entraron por primera vez, fliparon porque estaba sonando en ese momento una de sus canciones”, recuerda Sabi. “Nos llevábamos tan bien desde entonces que siempre que tocan en Madrid vienen y nosotros fuimos a verlos a Glasgow y estuvimos en el after-show con ellos”.
After-show, post-concierto, fiestas después de darlo todo en el escenario… Moloko sabe bien de esto. Siempre ha acogido a bandas y músicos que iban a celebrar la noche después de sus actuaciones en Madrid. Justo dos días antes de cerrar por el coronavirus, miembros de Nada Surf fueron al bar pasada la medianoche a tomarse unas cervezas tras su concierto en La Riviera. Fue la última gran fiesta en Moloko. “Este era mi puto sueño hace 24 años y lo sigue siendo”, confiesa Sabi, que espera que se levante el estado de alarma para volver a abrir. “Voy a seguir luchando por conservar mi identidad”. Esto es, ser un templo del rock, donde la música suena como si no hubiese mañana.
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