La hija que rescató a su madre de una residencia
Mercedes Arribas creía que un hogar de mayores era como un hotel. Pronto, vio que la realidad era distinta
Una mañana soleada de agosto de 2017, Mercedes Arribas montó a su madre en el asiento del copiloto de su monovolumen Renault Grand Scenic y la condujo a una residencia a las afueras de Madrid. Su madre, Aurelia González, tenía 78 años, padecía alzhéimer y su deterioro avanzaba. Ya no podía andar por sí sola, pero todavía hablaba.
-Venga, mamá, vamos a estar muy bien.
-Sí, hija, todo va a estar bien. Ya verás.
A la residencia pública Nuestra Señora del Carmen se llegaba al salir de la autovía M-607 que conduce a la sierra, a la altura del campus de la Universidad Autónoma. Al entrar empujando la silla de ruedas de Aurelia, hija y madre pasaron a un salón central con un techo de cristal por el que se colaban los rayos del sol. Les dio la bienvenida una trabajadora social que llamaba al lugar “esta casa”. A Mercedes todo le pareció encantador. Unos días antes de ese viaje, Mercedes había recibido una llamada que la llenó de alegría. Por fin tenía la plaza de residencia que llevaba cuatro años esperando. A sus 50 años, esta madre divorciada trabajaba de autónoma como patronista de moda, pero tenía cada vez más dificultades para conciliar su oficio de toda la vida con la atención a Aurelia y sus dos hijos adolescentes en su pisito de 55 metros cuadrados cerca de la Puerta de Toledo. Había recortado su tiempo libre y tenía unos horarios de locura que la agotaban. Pensaba que su madre iba a ingresar en un lugar parecido a un hotel. Asociaba las residencias a un recuerdo tierno de su adolescencia, cuando después de clases en un internado de Talavera de la Reina (Toledo) ella y una amiga hacían compañía a los ancianos de un asilo llevado por unas monjitas.
El hechizo en Nuestra Señora del Carmen se rompió a primera hora de la tarde, cuando Mercedes se sentó en el despacho de la doctora que iba a encargarse de su madre. La dejó sorprendida al decirle que le iba a quitar la medicación contra el alzhéimer que llevaba tiempo tomando. Tiene grabado a fuego lo que le dijo:
“Usted tiene que asimilar que aquí las personas vienen cuando ya están muy mal. Su madre ya está en paliativos, así que vamos a mantenerla con tres pastillas de paracetamol, mañana, tarde y noche, por si tiene dolores”.
Mercedes no supo qué decir. Las capacidades mentales de su madre habían mejorado mucho gracias a un medicamento llamado Donepezilo y no había tenido efectos adversos. Si su madre dejaba toda la medicación, se tiraba de la cama y se ponía a dar gritos, pero Mercedes acató aquella prescripción, viniendo al fin y al cabo de una persona con bata blanca. Este iba a ser un día feliz y sentía agradecimiento por esta oportunidad para que ambas tuvieran una vida mejor. Volvió al cuarto de Aurelia y la acompañó hasta las ocho de la tarde, cuando terminó el horario de visitas.
Cuando se montó en el coche le entró el mal cuerpo. Cayó en la cuenta de que la doctora había tomado la decisión sin siquiera haber visto a Aurelia y se le vino el mundo encima. Pensó: “¿Pero dónde estoy metiendo a mi madre?”. Hizo el camino de vuelta a casa entre lágrimas.
“Complot” en el patio
Al cabo de cuatro meses, pidió el traslado a otra residencia pública de la Comunidad de Madrid. Por suerte, había conseguido que su madre siguiera tomando la medicación gracias a un informe de la neuróloga del Hospital Clínico que la había visto hasta entonces, pero veía que la residencia carecía del suficiente personal para dar unos cuidados dignos. Ella trataba de suplir esas carencias visitando a su madre todo lo que podía, uno de cada dos días. Por eso, se alivió cuando le concedieron un centro más cercano, a solo quince minutos de casa, la residencia de Vista Alegre, donde Aurelia ingresó el 29 de junio de 2018.
De nuevo, le engañó la apariencia del centro, rodeado de zonas verdes en pleno Carabanchel. Dentro, los residentes se paseaban por un jardín bonito y espacioso. Pero al recorrer las instalaciones le chirrió ver a los mayores sentados en las salas comunes, mirando a la pared en la penumbra, sin ningún cuidador cerca. En los pasillos le extrañaron unos carteles con grandes mayúsculas en rojo: “Cualquier persona que agreda, verbal o físicamente, a un empleado público de este centro, puede ser acusado del delito de atentado”, decían, “pudiendo ser castigados con las penas de prisión de uno a cuatro años”. Tras acomodar a su madre en su habitación, avisó de que ella se encargaría de asear a su madre, como había hecho en la primera residencia. “Pues no. Aquí usted no va a poder tocarla”, recuerda que le espetó una responsable. “Aquí hay unas normas”. Mercedes se acordó de los carteles en los pasillos y se sintió intimidada. Había metido a su madre en una residencia aún peor. Los mayores se pasaban el día desatendidos, la comida era mala y escasa, y el trato del personal era “tiránico”. Tenía que hacer algo.
La respuesta comenzó ese mismo verano de 2018 en el patio de la residencia. Allí, lejos de los oídos del personal, Mercedes conoció a Eli Martina, una peruana que era de las que más veces visitaba a su madre. ”Es que allí en Perú es como aquí antes, cuando las hijas cuidaban a los ancianos”, le dijo Mercedes a su nueva amiga.
“Oye, yo también he puesto muchas quejas”, le dijo a Eli. Las dos se dieron cuenta de que las reclamaciones caían por sistema en un saco roto.
Se les unieron en corro otros hijos preocupados y varios de los residentes más autónomos, que les hablaron de castigos, vejaciones, gritos, comida escasa y falta de aseo. “Sentíamos que nos vigilaban como si tramáramos un complot”, recuerda Martina. Mercedes, que había pasado mucho tiempo buscando ayuda en internet, les contó que si se agrupaban, quizás sus reclamaciones tendrían más efecto. En casa, redactó en el ordenador el acta de constitución de la Plataforma de Familiares de la residencia de Vista Alegre y una queja colectiva que detallaba punto por punto todos los males del centro. Volvió a la residencia con el papel en mano, que comenzó a circular a escondidas. Lograron 45 firmas. Era todo un logro, considerando que muchos familiares de ese centro de 146 plazas se encogían de hombros.
Surtió efecto. A Mercedes le empezaron a hacer caso el Defensor del Pueblo y la Agencia Madrileña de Atención Social, el órgano que controla a las 25 residencias públicas de la Comunidad. Se unió a una asociación de familiares de todo Madrid, Pladigmare, y junto a uno de sus líderes, Miguel Vázquez, fue recibida por la consejera de Políticas Sociales, Lola Moreno.
“La abuela se va a morir”
Se pasaba las noches delante del ordenador haciendo escritos y estudiando protocolos, pero el activismo daba escasos frutos. Un runrún en la cabeza no la dejaba dormir. Quería que su madre estuviera bien, pero no sabía cómo. Aurelia se apagaba. En fotos y vídeos de sus primeros días en Vista Alegre, en el verano de 2018, Aurelia aparecía sonriente. Pero a principios de 2019, su rostro se había marchitado y ya no respondía a Mercedes ni a sus nietos.
Fue uno de esos días en que vio a su madre deshidratada y perdida cuando a la vuelta a casa le dijo a su hijo Álex, de 17 años, que temía lo peor y que quizás deberían traerla al piso.
-Como siga ahí dentro, la abuela se va a morir.
-Pero mamá, ¿cómo lo vamos a hacer? Yo tengo la EVAU en junio.
Su hijo tenía razón. ¿Cómo iban a hacer ella y sus dos hijos para meter a su madre encamada en un pisito de dos habitaciones?, ¿cómo iba a compatibilizar su trabajo con los cuidados a una madre enferma cada vez más dependiente?, ¿tendría que renunciar de nuevo a las vacaciones y a su vida social?, ¿y de dónde iba a sacar los casi 3.000 euros que calculaba necesitaría para una cama geriátrica y una grúa? Pero al mismo tiempo pensaba: ¿se estaba equivocando?, ¿acaso no estaba viendo la tristeza y el deterioro rápido de su madre?, ¿se recuperaría si la traían a casa?
Sacó un metro y se puso a medir el ancho y el largo del salón. La cama de 2 metros x 90 centímetros podría encajar con dificultad junto a la ventana para que a su madre le entrara la luz. Tuvo un golpe de suerte porque en Wallapop encontró a alguien que le regaló la cama articulada con sistema eléctrico. La grúa la consiguió por solo 400 euros. Forraron una pared con una imagen de una playa paradisiaca e instalaron al lado un sofá cama para Paula, la otra hija adolescente. Estaba todo listo para recibir a Aurelia, pero el momento no llegó hasta finales de julio de 2019, cuando Mercedes y sus hijos pasaban sus vacaciones en las Rías Baixas. Una llamada les sobresaltó. Aurelia tenía una fiebre de casi 40 grados a causa de una infección de orina. Hicieron las maletas y llegaron a la residencia casi de madrugada. La recogieron. Para siempre.
Se lo contó a la gente con la que había compartido meses de lucha. No todos lo entendieron. Miguel Vázquez, el presidente de Pladigmare, la felicitó por su valentía y se alegró por la pronta recuperación de Aurelia, que volvía a hablar y sonreír. Pero le dijo:
-Con todo lo que has luchado, ¿Cómo vas a renunciar? Ser atendidos en un centro asistencial es un derecho y que te la lleves a casa es poco más que decir ‘hemos perdido’.
-Lo sé. Es mi derecho. Pero mi madre no se va a morir por mis derechos.
Siete meses después, cuando estalló la pandemia de coronavirus, en medio de la pesadilla por los encierros y el abandono, Miguel volvió a hablar con Mercedes:
-Hiciste muy bien. Casi con toda seguridad le salvaste la vida.
Pladigmare ha visto otros casos de socios que sacan a sus mayores de las residencias para cuidarlos en casa a costa de mucho sacrificio, a veces en viviendas que no reúnen las condiciones más adecuadas. Ahora, tanto el Gobierno central como la Comunidad de Madrid (con cheques residencia) quieren retrasar la entrada a un centro residencial y fomentar la ayuda a domicilio. Miguel Vázquez dice al teléfono a este periódico que es encomiable la abnegación y generosidad de Mercedes. Pero añade: “Es injusto que este sacrificio recaiga sobre las familias a costa de su bienestar. Ahora promueven el cuidado en casa, pero eso es como decir que la educación de los hijos debería volver a depender de los padres. ¿Es eso lo que queremos?, ¿que las familias asuman esa carga? ¿Y a costa de qué?, ¿de que las mujeres dejen de trabajar? Sería un retroceso para la mujer y para la sociedad en su conjunto”.
Han pasado tres años y medio desde que Aurelia volvió al pisito familiar. Mercedes está convencida. En la residencia, Aurelia habría muerto por covid, hambre, sed o tristeza. Mercedes ha vuelto a renunciar a su escaso tiempo de ocio y a su trabajo de patronista. Vive gracias a faenas esporádicas diseñando interiores y restaurando muebles que suplementa con una ayuda para el cuidado a domicilio de 290 euros. Su hijo Álex, que estudia cuarto de filosofía en la Complutense, le ayuda cuidando a su abuela cuando ella trabaja. Mercedes siente que ha envejecido a paso acelerado. “He engordado cinco kilos, tengo las manos hinchadas, artrosis, hernia, túnel carpiano... tengo momentos de desesperación y llanto y me agobio pensando que esto puede durar diez años o más, pero todo lo malo se compensa cuando la vemos sonreír. Aquí por lo menos tiene dignidad”.
Una noche, hace diez días, Mercedes y su hijo Álex jugueteaban con Aurelia junto a su cama del salón, antes de darle de cena un puré de verduras. Canturreaban algo que ella a veces repetía divertida en los primeros días tras el retorno de la residencia, cuando se la notaba eufórica: “Como en casaaaa ¡En ningún sitio!”. Aurelia reía a carcajadas.
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