Encierro en un colegio a medio edificar en Fuenlabrada: “Construyeron el Zendal en tres meses. Si quieren, lo hacen”
Ochenta personas, entre padres e hijos, pasan el fin de semana en el centro Yvonne Blake que, cinco años después de su inauguración, todavía no tiene las aulas de primaria prometidas
“Es ahora o nunca, con las elecciones a la vuelta de la esquina”. “Tenemos que hacer ruido, mucho ruido”. “Vamos a darnos prisa, el supermercado cierra pronto”. “Mami, ¿dormimos en el cole?”. “Quien vaya a pasar la noche, que se apunte en la lista”. Las frases vuelan de una punta a otra del colegio público Yvonne Blake de Fuenlabrada (Madrid), mientras los niños saltan, gritan y corren. Son las ocho y media de la tarde del pasado viernes...
“Es ahora o nunca, con las elecciones a la vuelta de la esquina”. “Tenemos que hacer ruido, mucho ruido”. “Vamos a darnos prisa, el supermercado cierra pronto”. “Mami, ¿dormimos en el cole?”. “Quien vaya a pasar la noche, que se apunte en la lista”. Las frases vuelan de una punta a otra del colegio público Yvonne Blake de Fuenlabrada (Madrid), mientras los niños saltan, gritan y corren. Son las ocho y media de la tarde del pasado viernes y cien familias acaban de decidir que pasarán allí el fin semana. Al final, lo hacen el viernes unas 40 personas, entre padres e hijos, y otras tantas el sábado.
El motivo es que esta escuela, que se parece a otras tantas de la comunidad ―bloques rectangulares de una planta, fachada de ladrillo, verja azul oscuro, un pequeño parking a la izquierda, el patio a la derecha y la carretera en frente― ocupa la esquinita de un solar que, salvo por los hierbajos, cada vez más altos, está vacío. Y no debería. En 2019, el Yvonne Blake abrió sus puertas en El Vivero, uno de los barrios más nuevos de este municipio del área metropolitana, a 17 kilómetros al suroeste de la capital y con cerca de 194.000 habitantes. Por fin. Las familias de la zona llevaban años reclamándolo, al igual que un centro de salud. “En este barrio nos tienen abandonados”, denuncia uno de los padres.
Se anunció como colegio de infantil y primaria, pero se inauguró con tan solo seis aulas, para los niños de tres, cuatro y cinco años. El resto se construiría a medida que los alumnos fueran creciendo. Es la llamada obra por fases, cada vez más común en los centros de la región. Pero la ampliación nunca llegó y los padres y madres de casi 200 alumnos llevan cuatro cursos luchando por ella. Hasta que el viernes dicen basta, porque el próximo curso va a comenzar sin las cuatro aulas para 1º y 2º de primaria que se necesitan. Con lo puesto, las familias se encierran durante dos días para que Educación los escuche.
Y lo hacen en el comedor por dos motivos. Los prácticos: es grande, hay sillas y mesas, tres baños y montones de colchonetas azules. Los simbólicos: como faltan clases, ya hace las veces de gimnasio y de aula de religión y, el curso que viene, albergará además aulas de primaria. Según un portavoz de Educación, la ampliación “va a comenzar de forma inminente y estará operativa durante el curso 2023/2024″. Las familias responden que ya han escuchado esa misma promesa antes. “Si el aulario no estuviera en septiembre, se valora construir tres aulas en el comedor, dado que el tamaño lo permite sin afectar al servicio”, añade el portavoz.
Los problemas por la falta de espacio se acumulan, cuenta África Ripeu, de 44 años y madre de un niño de tres. Los alumnos que entraron en 2019 ahora están en 1º de primaria y, como carecen de clase, la consejería dividió la sala multiusos en dos aulas con una fina pared de pladur. “Los espacios comunes no son para eso. Y en el patio tampoco entran ya. No lo amplían y los niños tienen que salir por turnos”, explica. Tampoco hay baños suficientes, y los casi 40 niños de seis años tienen que compartirlos con los otros 40 de cinco. Seis inodoros para 80 alumnos. Además, los niños con TEA (trastorno del espectro autista) tienen que dar clase en un despacho o en el pasillo.
Minutos antes de las idas y venidas al supermercado y de los viajes a casa para coger mantas, sacos y ropa de abrigo, las familias empapelan la entrada con carteles. Frente a la verja, una niña de cuatro años y vestida de Rapunzel canturrea una consigna que ha oído ya demasiadas veces: “No al barracón, queremos construcción”. Hace unas semanas, a los padres les dieron la opción de colocar barracones en el desangelado solar. Votaron que no. “Todo el mundo sabe que, si montan los barracones, las obras no van a llegar jamás”, dice Gema Lizana, madre de un alumno de seis años y presidenta del AMPA.
En febrero de 2019, y con ocho años de retraso, se desmontaron las últimas aulas prefabricadas de la región ―llegó a haber más de 200― y parecía que la era de los barracones había terminado. Pero 19 meses después, la presidenta, Isabel Díaz Ayuso, los trajo de vuelta como efecto colateral de la covid-19. El curso 2020-2021 se instalaron 249 en 63 colegios e institutos, con un coste de 21,6 millones de euros. Y al menos 115 de esos módulos se ubicaron en centros a medio construir, como el Yvonne Blake. “Donde se instala barracón, la obra va más despacio e incluso se paraliza. Según el Gobierno regional, construir por fases es mejor para la planificación, pero luego esa planificación es inexistente y los retrasos son constantes”, critica María Carmen Morillas, presidenta de la FAPA Giner de los Ríos. Quedan 239 aulas prefabricadas en la región.
Para las diez de la noche, las familias lo tienen todo listo. Un carrito de la compra cargado hasta los topes con leche, pan, bollos, zumos y fruta descansa a un lado de la sala. Algunos padres entran con las almohadas bajo el brazo, otros, con tiendas de campaña. Colocan tres en el centro del comedor. Hay caídas, lloros, corrillos para jugar a las cartas o pintar, pelotas voladoras... Las sillas se empiezan a amontonar a un lado y las mesas se convierten en la barra para la cena. Alguien ha traído dos empanadas. Llegan las pizzas. “Chicos poneos en fila. ¡En fila!”, grita una madre. “Papi, me han quitado la tienda de campaña para dormir”, protesta un niño. Las tiendas y las colchonetas se han convertido en el bien más preciado.
Los adultos se juntan en grupillos y sus conversaciones oscilan entre los pormenores del encierro y los años de rabia e impotencia que les han empujado a hacerlo. Carlos Sindín, de 40 años y padre de dos niños, está harto: “Es un barrio nuevo, lleno de gente joven y la demanda es cada vez mayor. Este año se han quedado fuera 30 niños y el resto de colegios está igual”.
“Construyeron el Zendal en tres meses. Si quieren, lo hacen”, lamenta otro padre mientras pone el pijama a su hija. Es casi medianoche y algunos niños corretean descalzos, otros cargan un pequeño saco a la espalda y otros se resisten a tumbarse en las camas improvisadas. Hay cojines, mantas, almohadas por todas partes. Fuera hace frío. Un niño con una sudadera roja que le llega hasta los pies se pasea con un ojo medio cerrado.
Montse García, de 40 años, bebe un vaso de Coca Cola y confía en que sirva para algo. “Los niños de primaria necesitan biblioteca y un gimnasio. Escogimos el centro por la cercanía de casa y la comodidad de traerlo andando. No quiero dejarlo. Todos somos del barrio, una piña”, explica.
A las 00.30 se apagan las luces y poco a poco el silencio, salvo por alguna tos y los ronquidos, se hace con el comedor. Los más rezagados echan las últimas carreras al baño y los adultos contestan mensajes. “Pues aquí van a ser las aulas”, dice una madre, mirando al techo. “Qué pena”, contesta su marido. Ambos van a dormir sobre una colchoneta, con sus dos hijas en medio. La noche será larga.
No ha amanecido del todo cuando los primeros padres empiezan a desperezarse. Fuera hace 12 grados. Algunos han dormido destapados, con las manos entre las piernas para mantenerlas calientes. La mayoría no ha pegado ojo, como Gema Lizana, que a las siete está en pie. “Lo que quiere la Comunidad es cansar a los padres y que acaben poniendo de segunda opción un concertado. No quieren incentivar el colegio, ni hacerlo atractivo”, critica. Justo en frente, nada más cruzar la carretera, un enorme cartel anuncia un concertado, a siete kilómetros del Yvonne Blake. A estas familias las relevan otras tantas para el encierro del sábado y el fin de semana termina con pocas horas de sueño, dolores de espalda, una concentración de 300 personas junto a la escuela y ganas de seguir luchando.“Me da que este encierro no va a ser el último”, concluye Lizana.
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