Los Pinares, la colonia de hotelitos que quiere recuperar su bulevar
Estas 50 viviendas, en el distrito madrileño de Chamartín, se proyectaron en 1926 por una cooperativa fundada en la Asociación de la Prensa de Madrid
La colonia de Los Pinares de Madrid es la colonia de Schrödinger. Está abierta y cerrada al mismo tiempo. En sus accesos, un cartel avisa: calles particulares. Prohibido el acceso a vehículos y peatones. En la práctica, el tráfico rodado está restringido a los vecinos a través de las barreras de entrada. Las personas que no viven aquí sí pueden acceder a caminar por sus calles. También sus perros, lo cual genera debate ―no los perros en sí, sino las personas que no recogen sus excrementos― en la asociación de vecinos, en cuyas reuniones se habla en ocasiones esporádicas de la opción de cerrar del todo la colonia.
“A mí me gustaría que la colonia siguiera integrada en la ciudad”, dice Isabel, una bióloga madrileña que llegó en 1984 junto a Jorge, su marido. “Vivíamos cerca y pasábamos cada día que llevábamos a los niños a la guardería. Era un enamoramiento de las casas… Un día vimos una que estaba en venta, pero se nos iba del presupuesto. Pasó el tiempo y vimos esta, que estaba abandonada, llena de gatos y con árboles caídos. Hicimos cuentas, vendimos nuestro piso, pedimos incluso dinero a los amigos… y nos metimos. Pagamos 19 millones de pesetas”, recuerda.
“Esta casa”, explica su marido, economista y doctor en Derecho, “pertenecía a Ricardo García K-Ito, que fue crítico taurino, director de Dígame y un autor muy conocido de viñetas humorísticas y caricaturas”. Lo dice mientras muestra algunos de los dibujos a tinta china del autor. Los guardan enmarcados. “Nos encontramos un batiburrillo de cosas”. Muy de periodista.
La colonia Los Pinares fue un proyecto de 1926 de una cooperativa fundada en la Asociación de la Prensa de Madrid. Dos años después, las obras estaban finalizadas. Se proyectaron 50 hotelitos para 21.500 metros cuadrados de terreno. “Estas casas las construyen los cooperativistas sin ser aún propietarios de la parcela. Y las construyen con el dinero que les da la cooperativa, a la que a su vez se lo había dado el Ministerio de Fomento en forma de crédito. Cuando los cooperativistas devolvían ese dinero, se ponía a su nombre la parcela. Algunos periodistas se exiliaron durante la guerra, sus casas fueron ocupadas y, entre los argumentos de la cooperativa para recuperarlas, estaba el que no se había reembolsado toda la cantidad que se debía”, explica Jorge. La cooperativa se convirtió en comunidad de vecinos a principios de la década de los noventa.
Los modelos originales eran cuatro. Con parcelas individuales de cerca de 500 metros cuadrados y dos plantas de vivienda de unos 70. Miguel Ángel (64 años, Madrid) es arquitecto y lleva en la colonia desde el año 2016. “Son casas de estilo regionalista. De construcción sencilla y barata de la época, muros de carga de mampostería y fachadas enfoscadas con algunos adornos en ladrillo, de refuerzo en esquinas o dinteles de ventanas. No utilizaron cemento ―el material de construcción principal es ladrillo macizo mezclado con árido de cal― y tienen cimientos muy básicos. En los forjados utilizaron unas viguetas de hierro que, en su momento, era una modernidad. Reforzaron los hastiales. Predomina el enfoscado. La mampostería era muy barata. Se ven arcos mudéjares. Otros de medio punto. Los sardineles que ayudan a descargar el peso del dintel en los lados… El elemento más característico es, sin duda, el torreón”, explica.
Miguel Ángel, Isabel y su marido charlan animadamente mientras toman café en la segunda planta de la vivienda del matrimonio. También asiste Nura, una inquieta labradora de un año y pocos meses. “Casi todas las casas han sufrido ampliaciones, modificaciones, o correcciones; hay algunas a las que le han echado mucha imaginación, nada que ver con las originales”, señala Miguel Ángel, para quien es importante “combinar la protección de las colonias protegidas con la modernización de usos y códigos técnicos”. “Es una continua controversia entre los usuarios y las normas. Aunque entiendo que la norma siempre busca ser objetiva… y entonces la gente busca cómo saltársela”, explica.
“Todos hemos hecho algo en nuestras casas. Es más peligroso que se rompan las costuras. Cuando llegamos aquí, entre el torreón y el resto de la casa había una grieta de dos dedos de ancho. Se zunchó soldando sobre las propias vigas del forjado”, recuerda el marido de Isabel, que rememora la llegada a la casa. “Era imposible acometer de golpe todo lo que se necesitaba hacer. Empezamos por lo básico, la fontanería, la electricidad… . Los dos o tres primeros años la caldera era de carbón. Cuando veíamos que descendía la temperatura, bajábamos y le dábamos paladas. Era muy romántico y además no teníamos dinero para el cambio. Nos divertía… hasta que dejó de divertirnos”, ríen los dos. Luego pasaron al gas. Hoy, están en las placas solares.
―Ahora la caldera es la bodega―, dice él.
―Ahora que ya no bebemos por la edad…―, añade ella, con sorna.
Cuando llegaron, en el jardín de la casa había esculturas sobre pedestales. Con el paso del tiempo, se fueron deshaciendo. “Estaban hechas de un material que parece arenisca. Esta cabeza es de un David que un día se derrumbó, se cayó y se destrozó”, dice él mientras muestra la pieza. Del diseño original, resiste un estanque que se nutre del agua que sale de la boca de un tritón esculpido en piedra. Dentro hay carpas amarillas, naranjas o blancas. Alguna pesa cinco kilos. Este verano han procreado, por primera vez en los más de 30 años que llevan aquí.
La colonia recibió su nombre porque era, en su día, un pinar. Hoy, resisten pocos de los árboles originales. Isabel y Miguel Ángel tienen uno en sus jardines. Superan los 20 metros de altura.
Un bulevar separa los dos carriles de la calle de Pedro Mata. “Recuperarlo es una tarea pendiente”, dice Miguel Ángel. Las hojas de los árboles mezclan colores ―rojo, marrón o amarillo―. “Al final de la colonia, hace muchos años, había un quiosco en el que se juntaban los vecinos”, dice Isabel. “¡Tendríamos que recuperarlo!”, añade Miguel Ángel.
La colonia es un proindiviso, de tal manera que las calles son propiedad de la comunidad de vecinos. “Cuando pusieron aquí la zona verde de aparcamiento y los parquímetros, le dijimos al Ayuntamiento que tururú. Hubo que corregir la situación de las calles en el Plan General de Ordenación Urbana, porque aparecían como públicas”, recuerda Isabel, para quien la sociología de la colonia ha ido cambiando mucho en los últimos años. “Cuando llegamos aquí, éramos dos profesionales que vendieron su piso y compraron esta casa. Hoy, sería imposible. Absolutamente imposible. Somos unos afortunados absolutos. Esto es muy singular. Es una isla. Por la mañana oyes los mirlos. Y estás a dos minutos del metro y de un supermercado”.
―No hay otra colonia igual, y es una de las más desconocidas de Madrid―, dice Miguel Ángel.
―No sé si deberíamos hablar tan bien de la colonia, es mejor guardar el secreto―, añade Jorge, el marido de Isabel.
Y tú, Isabel, ¿venderías la casa?
―No. Yo soy muy feliz aquí. Y aspiro a ser una viejecita feliz en su jardín.
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