La importancia de estar tumbado
Siglos de ‘progreso’ organizativo y científico-técnico y al final, como se demuestra en verano, lo que nos gusta de verdad es trabajar poco y tumbarnos al sol, como ya hacían los cazadores-recolectores
Me gusta estar tumbado. Y soy muy bueno en ello: de todas las personas que conozco, soy la que mejor me tumbo. Me dice Liliana que me tumbo con tanto poderío y determinación que parece que me han arrojado de un helicóptero. Hace unos años, cuando era freelance, me compré un iPad para trabajar tumbado. Ya fuera en el sofá o en la cama, tecleé cientos de artículos en posición horizontal, y salían más equilibrados, hasta que me empezó a doler la espalda. Tumbarse no solo es un placer, sino una paradoja: por un lado, nos dejamos vencer por el influjo de la gravedad, nos dejamos ir amablemente, abandonamos la batalla. Pero, por otro, nos rebelamos contra la bipedestación, ese momento en el que un homínido fatal se puso sobre dos pies y, probablemente, comenzaron todos nuestros problemas. Aceptación, rebelión, así es la tumbación.
El verano es para huir de la ciudad, cuando los edificios de la Gran Vía se derriten como melaza y el asfalto de la M-30 inicia el chup chup como fabada. Y después de huir, a tumbarse. A la mierda el turismo activo. Tumbarse en la playa, tumbarse en la piscina, tumbarse en el camping. Tumbarse en el sofá, ahora que se va a poner del moda el permanecer como forma de resistencia. Tumbarse hasta que llegue la tumba: los muertos son los que se tumban para siempre.
La tumbación nos traspasa a todos. Cuando pienso en un millonario pienso en alguien tumbado. Es curioso, porque para tumbarse solo hace falta un cuerpo y un suelo, y eso todo el mundo lo tiene. La diferencia estriba en un tercer factor: el tiempo. Y algo de contexto: al rico lo imagino tumbado en una colchoneta rosa, flotando en la piscina, con el daiquiri en la mano. Al pobre lo imagino tumbado bajo una encina con un palillo en la boca. En las ciudades ponemos pinchos y cosas para que la gente no se tumbe. Pero tumbarse es tumbarse, al fin y al cabo.
Probablemente todos los esfuerzos de la vida sean en busca de la horizontalidad: los únicos que pueden tumbarse todo el tiempo son los que lo tienen todo y los que no tienen nada, aunque cualquiera pueda tumbarse en cada momento. Desconfío de aquellos que pueden tumbarse y no se tumban. Desconfío de aquellos que han alcanzado la tumbación y siguen obsesionados con la acumulación y la competición. Como Elon Musk o Jeff Bezos, que en vez de tumbarse planean viajes a Marte, absorben grandes empresas o financian la inmortalidad. Que se estén quietos, tumbados como Diógenes y Onetti.
Este verano, mientras estoy tumbado, me doy a una lectura inquietante: Civilizados hasta la muerte (Capitán Swing), de Christopher Ryan. Es una invectiva contra las ideas neohobbesianas que defienden la civilización contra el caótico y violento “estado de naturaleza” previo. Ryan, por el contrario, defiende el modo de vida de las sociedades de cazadores-recolectores, que, despreocupadas por el progreso y la ética del trabajo, obtenían el sustento de la naturaleza trabajando muy poco y eran más igualitarias y felices. Y, quiero entender, pasaban mucho más tiempo tumbadas.
Es una idea sugerente y triste: que todos los considerados logros de la humanidad son solo un dislate que nos hace infelices y que desde el desarrollo de la agricultura que nos ató al terruño, a la propiedad y a las estructuras de poder, estamos tratando de volver a ese estar tumbado inicial que solo se nos hace accesible, parafraseando a Azahara Alonso, en vacaciones.
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