La ciudad de los flipados
Últimamente se habla mucho del síndrome del impostor y muy poco del otro extremo de este fenómeno. Dicen que todos tenemos dentro un entrenador de fútbol o un politólogo, pero en realidad yo creo que tenemos a un pequeño flipado
Últimamente oigo tanto hablar del síndrome del impostor que estoy esperando a que la OMS lo declare pandemia. Dicen que es el miedo persistente a no estar a la altura, a ser descubierto como un fraude en el trabajo. Fantaseo con que todos estos diagnósticos sean ciertos, que en el fondo todo el mundo sea un impostor. Igual no hay nadie al volante y vivimos en un mundo de niñatos disfuncionales que se fingen adultos y juegan a las oficinitas. Sería una broma divertidísima, darnos cuenta de que en realidad nadie sabe qué está haciendo y el mundo sigue avanzando un poco por inercia. Pero, la verdad, lo dudo. No le resto importancia al síndrome y creo que hay gente muy válida que lo pasa mal. Que la autoexigencia puede volverse en nuestra contra. Pero tengo la impresión de que en los últimos años la idea se ha hecho tan popular que se ha desvirtuado, y muchos se están subiendo al carro de los impostores porque toca.
Hay gente que se autoedita libros ahí fuera, gente que funda partidos políticos, tertulianos y podcasters que pontifican sobre cualquier tema durante horas. Hay gente que escribe columnas, por el amor de Dios. Y luego aseguran, compungidos ellos, que tienen el síndrome del impostor. Se autodiagnostican este mal moderno, diciendo que en el fondo no son conscientes de lo mucho que valen, que tienden a pensar que no están a la altura. Pues menos mal. Hablamos mucho del síndrome del impostor y muy poco del síndrome del flipado, que sería su exacto contrario. Dicen que todos tenemos dentro un entrenador de fútbol o un politólogo, pero en realidad yo creo que tenemos a un pequeño flipado que se cambia de traje según los temas del día. El mundo está lleno de enteradillos, de gente que te dice que esto se hace así o asá, agárrame el cubata y deja que yo lo arreglo. Gente que apenas sabe flotar y se mete en el carril rápido de la piscina. Gente que le da tres estrellas al mar Mediterráneo en Google Maps. Por eso funcionan plataformas como X, porque el mundo está lleno de personas que creen que todos necesitan saber su opinión sobre cualquier tema.
Este es un fenómeno universal, pero en ciudades como Madrid es donde se hace más evidente. La capital tiene flipados autóctonos, de los mejores de la península, diría yo, que si por algo somos famosos los madrileños es por chulos. Pero es que también los importa de fuera, dejando una España vaciada de flipados. Porque si quieres ser alguien o hacer algo (como tener un trabajo de lo tuyo y tal) no te queda otra que venirte aquí. Madrid está lleno de gente que se creía demasiado buena para quedarse en su pueblo.
Tampoco lo digo como queja, pues los flipados son gente interesantísima. Tienen inquietudes y sueños, tienen tema de conversación, (aunque este suele pivotar siempre en torno a su persona). Y lo que es más importante, tienen un plan y creen en él. Hacen fanzines y festivales, montan grupos y abren asociaciones de barrio. Los flipados hacen cosas, que diría Rajoy. Siempre conocen las mejores fiestas y si no las montan. Van a la moda o vienen de ella. Igual hasta la crean. Los flipados pueden dar envidia e incluso pereza. Pero en el fondo dan cierto interés a esta ciudad.
Porque los flipados, especialmente los que vienen de fuera, soñaron un Madrid que no existía y lo construyeron a fuerza de insistir. Ese Madrid de granito y neón, lleno de planes clandestinos y cañas improvisadas en Lavapiés o en Ponzano (porque hay flipados en todos los barrios). Ese Madrid sucio y malasañero, que solo existía en las canciones. El Madrid de las primeras pelis de Almodóvar, que empezó siendo un flipado y mira dónde ha llegado. Ellos intuyeron el potencial de esta ciudad en furtivos fines de semana. Lo soñaron en películas y lo bailaron en canciones. Y al llegar aquí, amoldaron esta pequeña villa a sus enormes expectativas y convirtieron la ciudad real en una mucho más estimulante, a imagen de la que tenían en su cabeza. Y me da envidia ese Madrid porque para mí nunca existió. Me da envidia porque ellos tuvieron un lugar donde nadie les conocía, donde podían jugar a ser otras personas, que eso de reinventarse es muy de flipado. Nos gustaría ser como nos contamos, pero en el fondo somos como nos perciben los otros. Y cambiar de ciudad supone cambiar de otros.
Yo he intentado ser un flipado toda la vida, la verdad. Pero como soy de Madrid y no tenía una ciudad española a la que huir, busqué mi destino más allá de nuestras fronteras. Me convertí en un expatriado flipado. Con 24 años me fui a Londres a vender bocadillos y a aprender inglés. Eso fue lo que dije en mi casa, pero en realidad yo me fui a Londres a molar. Allí no destaqué entre los míos, porque la competencia era feroz, pero cuando volví a Madrid lo di todo. Londres es mucho mejor para contarla que para vivirla, y yo interioricé aquello de una forma francamente insoportable. Buscaba cualquier excusa para colar un anglicismo o una referencia londinense en la conversación. “¿Llamar a un taxi? Ah, en London los llamamos cabs”. “¿Que el garito está a 20 minutos? Pues en London todo está a hora y media” “¿Que me calle ya con el puto Londres todo el día en la boca? How rude!”. Ese era un poco mi rollo, mi vibe que dicen en London.
De vuelta a Madrid, conseguí mis primeros trabajos en revistas de tendencias, lo que viene a ser un poco como ser un flipado profesional. Pero si hacer esto por convicción es cansado, hacerlo por un salario es agotador. Llegó un momento en el que acabé saturado de la vida disoluta y alternativa. Molar todo el rato quema muchísimo y había una nueva generación de flipados pidiendo paso. Yo era un funcionario de lo cool que soñaba con una vida corriente: comprarme un dúplex en la periferia, escuchar a Manu Carrasco (y no desde la distancia irónica) y cenar los viernes en el Tagliatella. No conseguí cumplir todos mis sueños, que los dúplex están carísimos, pero al final dejé de escribir sobre tendencias. Abandoné la pose y presenté mi dimisión como flipado profesional.
He fantaseado ahora con decir que tengo el síndrome del impostor, por eso de estar en la conversación. Por no sentir que soy la única persona que no se percibe como una estafa. Pero prefiero no pasar de un extremo a otro. Abrazo mis inseguridades y no tengo miedo a ser descubierto como un fraude en el trabajo. A fin de cuentas, pienso, si lo fuera llevaría una década engañando a todo el mundo, no sé por qué deberían pillarme ahora. Así que me he instalado en la comodidad de los grises. Es cierto que los flipados de hoy son los cuñados de mañana y que hay que saber retirarse del adanismo a tiempo. Pero también hay que entender cuando la falsa modestia acaba siendo cargante y se convierte en una moda o una forma de llamar la atención. Es mejor no impostar lo flipado. Pero es casi peor, impostar lo impostor.
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