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Placeres de verano | El primer día en un país extraño llamado vacaciones

EL PAÍS recorrerá en una serie las pequeñas satisfacciones que se asocian a agosto

Playa de la Victoria en Cádiz
Playa de la Victoria en Cádiz.Paco Puentes
Tereixa Constenla

Convengamos que el primer artículo sobre los placeres de agosto es un fastidio para los que se fueron en julio. El calendario no tiene corazón. Esta crónica inaugural se ha construido a partir de un sondeo personal tan riguroso como los del 23-J y un paseo apresurado por el lugar antes conocido como Twitter. Se descartó Instagram porque allí están de vacaciones todo el año y se rechazó TikTok por incompatibilidad de edades. Así trabajan los cerebros mientras avanzan hacia ese país extraño llamado vacaciones, ya sea en el hemisferio austral o el pueblo donde nacieron sus padres.

La píldora del día antes. Cuando en verdad se estimulan los sistemas inmunológicos es la víspera. Esa jornada a la que le faltan horas para atender lo ordinario y resolver lo extraordinario que comienza a la vuelta de la esquina, cuando el sol saldrá solo para nosotros. Ese día impregnado de la felicidad de un viernes perpetuo, como describe con pedagogía mi amiga pedagoga. Hay que disfrutarlo a conciencia porque un porcentaje nada desdeñable de la población se pondrá enferma al día siguiente, cuando las compuertas del estrés se abran de par en par para que circule por el organismo todo bicho viviente. Una minoría cae enferma durante los primeros días de ocio. Y otra minoría cae en el divorcio al final de los días de ocio. Esto es así. Pero volvamos al principio, cuando nadie piensa en separarse ni en enfermar.

Este país no duerme lo suficiente. El primer día es el de la felicidad del sueño: amanecer después del sol, echar siestas sin despertador, venga a dormir y dormir. Alargar la noche por delante y por detrás es el primer elixir mental de las vacaciones. Más del 50% lo cita como su gran placer. La otra mitad madruga para desplazarse por carreteras recalentadas mientras piensa si cerró el gas, encargó el riego de las plantas y cogió las gafas de buceo.

Entre los problemas y yo, el muro de Berlín. El segundo relajante natural es el chute de irresponsabilidad. “Saber que todos los marrones laborales que lleguen al teléfono ya no me tocarán a mí”, afirma una amiga que gestiona una residencia de estudiantes y está especializada en marrones telefónicos. Eso, que se rompa el aire acondicionado o que el de la 212 la líe a medianoche, pertenece a otro mundo. Entre nuestro primer día de vacaciones y ese mundo se alza el muro de Berlín. Un amigo, que almacena todos los libros del planeta en la cabeza, olvida de golpe todas las contraseñas para dejar sitio a las candidatas a canción del verano. Así no hay manera de entrar por despiste al portátil del trabajo.

Este país no lee lo suficiente. Hace unos años uno de mis amigos se iba de vacaciones a la Cuesta de Moyano, a comprar libros junto al Retiro madrileño. Sin llegar tan lejos, la mayoría de encuestados piensa desquitarse del invierno lector con un tocho. Algo del tamaño de Guerra y paz con la marcha de John Grisham. Algún título de la lista de los 100.000 mejores libros del año. Una maratón de Karl Ove Knausgård o de J.K. Rowling. El último Planeta, el primer ensayo. Las obras completas de Purita Campos e Ibáñez. Antes de la satisfacción de leer existe la satisfacción de la lista de lo que se va a leer, aunque luego solo se lean wasaps.

Parar máquinas. “No caminar por la calle como una geisha, haciendo carreritas por las aceras, desacelerar y caminar sintiendo el suelo”, responde otra amiga que pasa el invierno subiendo y bajando montes. En su primer día de vacaciones caben placeres arrinconados como cocinar porque sí o hablar con su hijo adolescente de cosas distintas a “las instrucciones de orden y limpieza”. Quienes salen de viaje el primer día de veraneo siguen caminando como geishas por aeropuertos, estaciones de trenes y autobuses.

Este país no desconecta lo suficiente. Una minoría padece el síndrome del ocio. Se angustia ante la ruptura con lo predecible y lo productivo. Vean tres casos: una profesora se agota bajo montañas de planes para descansar, una empresaria percibe dolores físicos pensando en lo que dejó pendiente y una ejecutiva por cuenta ajena se hunde en la culpa por lo aplazado. “Es más”, se envalentona mi tercera amiga, “no me gustan las vacaciones. Conllevan un esfuerzo ímprobo que no merece la pena”.

La primera vez. En esa vuelta por el lugar antes llamado Twitter para buscar inspiración, encontré esto de Laura Terciado: “Antes de ayer cumplí 34 años, llevo trabajando desde los 18 y es la primera vez en mi vida que TENGO VACACIONES PAGADAS. No sé si reír, llorar, correr o qué. No, en serio, qué se hace tantos días sin currar”. Algunas ideas ajenas: dormir hasta el mediodía, buscar hoteles, aprenderse el hilo musical de la piscina, leer Los pilares de la Tierra, caminar por la calle como un flâneur y no como una geisha y, sobre todo, no sucumbir al pánico escénico ante el tiempo libre. De las vacaciones también se sale, ya lo verán.

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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