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Placeres de verano | ‘Calippos’ al sol

El de fresa es mi placer más divertido y oscuro. Como el churrasco de cerdo, lo tomo haciendo tremendos ruidos y sin que me afecte el exterior; siempre es algo entre él y yo

‘Calippos’ al sol Jaime Villanueva 28.07.2023
‘Calippos’ al sol Jaime Villanueva 28.07.2023Jaime Villanueva
Manuel Jabois

Recuerdo perfectamente el primer calippo de mi vida como recuerdo la primera vez que me confesé, y los pecados que me quedé conmigo engañando a Dios por primera vez. Yo era un niño que ayudaba a mi abuelo en el bar familiar y esperaba, cada mes de junio, el cartel de los helados de Frigo con la misma expectación que la portada de Semana que le compraba a mi abuela en el kiosco (cómo llevaba Pantoja el luto, eso me atormentaba en aquella época). 1984 fue impresionante, pero no por las razones que suponía Orwell; ese año murió Paquirri, nació mi hermana y se inventó el calippo. Apareció de repente en la carta de helados que mi abuelo colgaba en el bar delante de una nevera en la que se guardaban todos los objetos de deseo de los niños, nuestra propia juguetería congelada.

Yo echaba una mano en el bar sirviendo de puntillas refrescos y vinos (café no sabía hacer), y los cascos de las botellas los metía después en sus cajas ordenándolos meticulosamente en un sótano de apenas metro y medio de altura. Mi recompensa era un helado. Para entonces estaba entregado al mini milk, me parecía lo apropiado para un niño, una transición sencilla de la leche materna al falocentrismo por el atajo que proponía graciosamente Frigo. Y mi respeto por el calippo, la incomprensión del mundo que suscitaba su presencia en la carta y el extraño envase (no había palo, pero era de hielo y venía sin instrucciones) retrasó nuestro encuentro. Fue mejor así. Tuve la oportunidad de poder ver desde la barrera (desde la barra) cómo el mundo se enfrentaba a un hielo envuelto en cartón, y de qué manera le doblaba el pulso. Recuerdo a mi tío chupando y diciendo muy serio, como si fuese una enseñanza que me fuese a cambiar la vida: “Juntas así los dedos, los aprietas y el helado sube, y hay que chuparlo, ojo”, como si me plantease pegarlo un tiro al helado.

La cambió, mi vida. Pero no por el funcionamiento del calippo, proceso complejo que aprendí con el tiempo, sino con el sabor y el simbolismo del helado y lo que pasó a significar en mi vida: el verano más puro, el invencible del que hablaba Camus y el refrescante y vicioso que daba por hecho sus anuncios. El primer calippo de mi vida fue delante de la playa de Silgar, y si lo recuerdo no es tanto por el helado, sino porque era un día de entre semana, por la mañana, en los tiempos en los que yo creía que los vecinos de Sanxenxo no podíamos bajar a la playa a esas horas porque se reservaba solo para los turistas. De niños creíamos muchas cosas idiotas que luego se revelaron como verdades, verdades idiotas si se quiere, pero verdades: los del pueblo no iban a la playa por la mañana básicamente porque trabajaban. Y aquel gesto de desobediencia civil (ponerme a los pies de la playa con la mirada airada) lo acompañé con el primer calippo de mi vida, un calippo de fresa que me supo —por fin su sabor, por fin saber qué era— a verano.

Desde entonces tomé millones. Todos los veranos y, ya en la madurez, todos los inviernos. El de fresa. El calippo de fresa es mi placer más divertido y oscuro. Como el churrasco de cerdo, lo tomo haciendo tremendos ruidos y sin que me afecte el exterior; siempre es algo entre él y yo. Es mi helado y siempre lo será; me gusta cuando tengo hambre, cuando tengo sed y cuando estoy de mal humor: sirve para cualquier cosa. “Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta. Era el duelo y la ruina, y tú fuiste el milagro”, dijo Neruda. “Aquel año [1984], las latas de cerveza y de refrescos habían empezado a comernos algo de terreno. Si te llenas el estómago con bebidas carbónicas, ya no queda hueco para un helado. Así que, ¿por qué no diseñar un envase que se pareciese a una lata? Aunque hoy sea un producto de lo más común, la gente entonces tuvo algunos problemas para entender el concepto —era un polo sin palo!—, y muchos consumidores rompían el envase para llegar al helado”, dijo Joan Viñallonga, creador del helado, en Verne hace años.

Me gusta mucho saborear ese momento en el que el calippo se separa un poco del envase y empieza a subir y a bajar, a descongelarse despacio como algún día nos terminaremos de descongelar todos. Pienso entonces en que lo interesante de la vida es el momento en que no somos ni líquidos ni sólidos, como calippos al sol: criaturas que tenemos nuestro mejor sabor, y se aprovecha lo mejor de nosotros cuando nos aprietan despacio y subimos rápido; cuando, en definitiva, pensamos que no queda nada de nadie y queda lo mejor.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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