Los jardines en febrero o cómo apreciar las bondades del invierno

Durante estas semanas, los magnolios, los dientes de león, las violetas o los eléboros empiezan a germinar y brotar a un ritmo acelerado, provocando cada día una oleada de minúsculas novedades vegetales para disfrute del paseante

Un abejorro se zambulle en un diente de león para gulusmear algo de su polen.Ed Reschke (dpa/picture alliance via Getty Images)

¿Puede haber un mes más interesante que otro para pasear por un jardín? Es una pregunta difícil de contestar si se han abierto todas las puertas a los sentidos, si el jardín se vive como un todo que aporta belleza a cada instante. En un recorrido a finales de febrero se encuentran ritmos acelerados que germinan y brotan, y a cada nueva jornada le sigue una oleada de minúsculas novedades. El despertar de las plantas en estos días fríos no es tan efervescente como en primavera, pero es continuo y...

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¿Puede haber un mes más interesante que otro para pasear por un jardín? Es una pregunta difícil de contestar si se han abierto todas las puertas a los sentidos, si el jardín se vive como un todo que aporta belleza a cada instante. En un recorrido a finales de febrero se encuentran ritmos acelerados que germinan y brotan, y a cada nueva jornada le sigue una oleada de minúsculas novedades. El despertar de las plantas en estos días fríos no es tan efervescente como en primavera, pero es continuo y progresivo.

Los magnolios (Magnolia spp) han abierto sus tremendas flores de gran tamaño y suaves coloridos. Un abejorro se zambulle en una de ellas para gulusmear algo de su polen. En plena incursión, rompe un par de estambres con su gran peso y la vibración de sus alas. Lleva todo el invierno sobreviviendo gracias a pequeñas flores de hierbas que no temen a las heladas. Desde la grieta que le sirve de refugio nocturno, entre dos ladrillos de uno de los antiguos muros del jardín, el abejorro se lanza todas las mañanas a pecorear de flor en flor. Está de enhorabuena, porque ahora goza de más días de bonanza y de más especies que se lanzan a abrir sus corolas ricas en néctar y en polen.

Últimamente, se han unido a esta fiesta floral los dientes de león (Taraxacum officinale), una de las flores pratenses y ruderales más generosas, porque está repleta de néctar. Sus inflorescencias doradas brillan bajo el sol, y se ven acompañadas en aquella pradera casi salvaje de las espiguillas de la poa anual (Poa annua), gramínea que conquistó el mundo entero gracias a su capacidad para adaptarse a lo que le echen, tanto de lo bueno como de lo malo. A pesar de ser modesta y pequeña, hasta Rafael (1483 – 1520) la pintó en algunas de sus obras religiosas, al mismísimo pie de la virgen María o de san Juanito.

En este febrero más cálido han abierto las pequeñas flores de los olmos (Ulmus spp.) en muchos jardines, parques y descampados; están tan poco ornadas que, si no se fija en ella la mirada, no se descubren. Son como pequeños pompones algo despeluchados. Si uno se acerca, se descubren colores rojo burdeos, rosados, ocres, blancos y marrones. Hasta lo diminuto y modesto en las plantas guarda una lección de maestría, en este caso de una composición tonal sobria. Quienes se han cubierto también de sus estructuras reproductivas son los cipreses (Cupressus sempervirens). Basta tocar ligeramente una de sus ramillas llenas de conos masculinos, de color marronáceo, para que se libere una nube de polen.

El diente de león es una de las flores pratenses y ruderales más generosas en febrero, cuando está repleta de néctar. picture alliance (dpa/picture alliance via Getty Images)

Por debajo de ellos, en uno de los claros del jardín, eclosionan las flores de anémonas (Anemone spp.), plantadas hace un par de años y que rebrotan cada otoño, con las primeras lluvias. Estas anémonas son blancas, violáceas y rosadas, y han conseguido tapizar el terreno junto con las violetas (Viola odorata) y la celidonia menor (Ficaria verna), con sus pétalos amarillos brillantes, como un reclamo para atraer a los insectos. Todas florecen a la par, y se pelean por colonizar más superficie de tierra que las especies compañeras.

Los brezos (Erica spp.) continúan tiñendo el jardín, sin parar desde noviembre, con florecillas como de papel encerado, así ajenas a las lluvias y a las nieves, allá donde caigan. Alrededor de ellos hay una cama elegante de canastillo de plata (Cerastium tomentosum), que resalta junto con el verde oscuro del brezo y sus rosados y blancos. Hace honor a su nombre popular con las hojas recubiertas de un fino y denso tomento plateado. Cuando explote con sus flores, una cobertura blanca de delicados pétalos lo llenará todo. Muy cerca, las yemas de los rosales (Rosa cv.) comienzan a formar nuevas ramillas. Por el momento son muy tiernas y acuosas, y también rojas por completo. De esto último se encargan los pigmentos vegetales del grupo de las antocianinas, para proteger a estas células primerizas de los rayos de sol que reciben en su vida recién iniciada.

Los eléboros aguantan temperaturas muy frías sin ningún daño en sus tejidos y su anatomía es ciertamente peculiar y atractiva. Flowerphotos (dpa/picture alliance via Getty Images)

Los eléboros (Helleborus spp.) saben los nombres de todos los insectos que les visitan desde hace unos meses por sus flores, como el de aquel abejorro torpe, al que salvaron de morir de inanición. Una euforbia (Euphorbia characias ssp. wulfenii) se despereza, sus inflorescencias llevan dentro el ansia por abrirse. La despertaron los narcisos (Narcissus cv.) de alrededor, que se aprestan a subir más flores desde el subsuelo. Su algarabía blanca, amarilla y naranja se hace sentir por todo el jardín.

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