¿Una primera impresión es suficiente para que alguien nos caiga mal (o bien)?
Las personas modulan su imagen y comportamiento para proyectar buenas sensaciones ante desconocidos, pero existen rasgos físicos y otros relacionados con el instinto que provocan agrado o rechazo. Para reducir la disociación que en muchos casos se produce, el autoconocimiento como fórmula de ajuste puede ser clave
Querer causar buena impresión es una de las cuestiones sobre las que más se reflexiona antes de acudir a una entrevista de trabajo. También cuando se tiene la intención de conocer a alguien con el que uno se cita por primera vez o al entablar nuevas relaciones de amistad con personas con las que creemos que podríamos encajar. Esa creencia tiene que ver con la percepción que se tiene de esas personas y que se ha generado en base a lo que su imagen y lenguaje corporal transmiten. Es probable que parte de esa información recibida a través de la apariencia sea impostada, pero más allá de cómo se pueda adecuar la ropa que se lleva para parecer más formal, o el entusiasmo con el que uno toma la palabra para causar una sensación de seguridad, hay cosas que no se pueden disimular y que hablan de uno mismo sin que puedan ser controladas. Tiene que ver con lo que irradiamos, una primera impresión que puede ser positiva y causar agrado, o negativa y producir eso que se conoce como mala espina.
El estudio del lenguaje corporal lleva años revelando cómo influye en las primeras impresiones la imagen que los individuos transmiten a los demás. Afortunadamente, juzgar a una persona por su manera de vestir, por su raza, fisonomía o estilo cada vez es menos habitual en según qué ámbitos. Para ejemplificar esto, se puede hablar de la evolución en la percepción, a nivel social, de las personas con tatuajes en zonas visibles. Hasta hace unos años, el tatuaje arrastraba la estigmatización de aquellos que los llevaban. A principios y mediados del siglo XX, su presencia estaba relacionada con el gremio de los marineros, con personas de baja estofa o con gente que había pasado por prisión. Tanto ha durado esta conexión que, hasta hace no demasiado tiempo, era muy habitual que en algunos trabajos de cara al público se exigiera a los empleados que los taparan o disimularan con maquillaje. Aunque los tatuajes siguen siendo para muchos un elemento estigmatizador, actualmente han pasado a entenderse como una expresión más de la personalidad a través de la piel. Exigir que se tapen o negar un puesto de trabajo por llevarlos es considerado como un comportamiento discriminatorio hacia el trabajador.
Aunque a nivel social haya habido una evolución significativa y ya nadie presuma de discriminar a otro por su aspecto, no se puede negar que es la primera imagen que proyectan los individuos lo que condiciona la manera en que estos se relacionan. “Las primeras impresiones son la puerta de entrada a la hora de conocer a una persona”, asegura Pablo Redondo, profesor de Sociología en la Universidad de Zaragoza. Estas, según explica, se forman a través de varias fases: “Lo primero que percibimos de un individuo es su aspecto físico, luego, inevitablemente, complementamos esa información con lo que extraemos de su forma de vestir y, por último, en una tercera fase, hablaríamos de lo que nos aporta su manera de interactuar”.
No obstante, hay que pensar que en muchas ocasiones no se llegan a cumplir los tres estadios que forman esa primera impresión completa porque hay personas que consideran el aspecto físico como una barrera lo suficientemente fuerte como para no llegar siquiera a la interacción. “En el ámbito laboral esto es algo sobre lo que se han realizado muchos estudios. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha demostrado que a las personas racializadas se las rechaza en mayor medida que a estadounidenses blancos, así como que las personas objetivamente más guapas tienen más posibilidades de encontrar empleo antes. Por eso, omitir la foto en el currículum es una práctica cada vez más extendida”, continúa el consultor social.
En términos sociológicos, todos los individuos somos actores sociales. Es decir, el comportamiento y la imagen que se quiere proyectar a los demás varía en función del entorno donde las personas se desenvuelven. Instintivamente, por cuestión de supervivencia, se busca encajar en el grupo y eso puede llevar incluso a plantear el dilema de si realmente existe una manera natural de comportarse. Ahora bien, todos los prejuicios que van asociados a la creación de esa primera impresión en tres fases entran en juego a través de la parte cognitiva de nuestro cerebro, es decir, aquella que analiza ―en base a lo aprendido a través de la sociedad y la educación― lo que se ha de identificar como positivo o negativo.
Ese juicio que se hace al recibir a un desconocido, por fortuna, se puede cambiar conforme se evoluciona como individuo. Sin embargo, Andrea Villalonga, consultora de imagen y experta en comunicación positiva, señala otro proceso que también influye en la formación de las primeras impresiones de manera inconsciente: “Además del prejuicio consciente que construimos sobre las personas de manera cognitiva, existe una segunda parte inconsciente que tiene que ver con nuestro instinto, con aquellos rasgos que entran por los sentidos y que están vehiculados por lo que conocemos como cerebro reptiliano, es decir, la parte del cerebro que controla el comportamiento o pensamiento para sobrevivir”. No tiene que ver con la belleza, que es bastante subjetiva, sino con la información que extraemos de la morfología del otro. “Lo interesante de estos prejuicios instintivos es que no se pueden cambiar y que, sorprendentemente, son al 90% comunes en todas las personas”.
“En marketing se estudia esta cuestión de la iconología de la imagen porque existen determinadas características morfológicas que nos advierten ―inconscientemente― si esa persona, logo o producto que nos quieren vender es de fiar o no”, añade Villalonga. En los dibujos animados se encuentra el ejemplo más claro: los personajes relacionados con el mal siempre suelen adoptar formas alargadas y angulosas, mientras que los que representan el bien son dibujados con formas redondeadas y canónicamente más equilibradas, para generar sensación de afecto o cercanía. “Los seres humanos pensamos que cuando entramos en un lugar, la gente ve lo que somos, pero en realidad ve lo que parecemos ser”, continúa la escritora de #Mírate (Aguilar, 2018).
Para reducir al máximo la disociación que en muchos casos se produce, Villalonga propone el autoconocimiento como fórmula de ajuste, es decir, ser conscientes de aquello que física y auditivamente transmitimos para poder modificar esas impresiones a través de la comunicación. “Llevándolo a un caso práctico, ser consciente de que por mi tono de voz genero la impresión de ser más borde de lo que soy, me da la posibilidad de decidir si quiero que eso pase o no. Si quiero, no cambiaré nada; si no quiero, haré un esfuerzo comunicativo a través de mi actitud: me mostraré más sonriente o tomaré la iniciativa de la conversación”, propone.
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