Un estudio de tres plantas en Manhattan: en casa de Tony Oursler, el rey del videoarte
El artista neoyorquino, que revolucionó las videoinstalaciones, fue amigo de Bowie y mira con cierto desencanto a la generación ‘smartphone’, nos abre su estudio de tres plantas del bajo Manhattan
Durante toda su carrera, Tony Oursler (Nueva York, 65 años) ha indagado en torno a los efectos de la tecnología. Con paciencia y un trabajo de investigación más propio de un hombre de la Ilustración que de una persona criada con los flashazos de la MTV, las primeras series de culto y el consumo interminable de imágenes. Oursler es un pionero del videoarte desde que a principios de los setenta comenzó a experimentar con los trucos más antiguos de las linternas mágicas o las cámaras oscuras para adaptarlos a esculturas, pinturas e hipnóticas instalaciones. Las extrañas criaturas que Oursler fabrica desconciertan, muchas veces provocan ternura y emanan una extraña belleza. Invitan a la reflexión. Son fruto de un punto de vista paradigmáticamente boomer: “Soy de la generación de la tele. Pasamos más horas viendo la televisión que durmiendo. Eso fue un gran experimento social”, explica hoy Oursler, sentado en la gran mesa de madera del salón del primer piso de su casa-estudio del Bajo Manhattan.
El artista compró el antiguo edificio de tres plantas donde nos recibe, situado en una tranquila calle entre la orilla del East River y Chinatown, unos meses antes de que dos aviones se estrellaran contra las Torres Gemelas, a pocas manzanas de aquí. Fue el primer acontecimiento histórico del siglo XXI retransmitido por internet, y del que la mayoría del mundo se enteró por uno de aquellos primitivos mensajes de móvil en los que todavía no se podía incrustar imágenes. Todo lo que sucedió antes y después de este punto de inflexión en la manera de comunicarnos está reflejado en la obra del neoyorquino. “Siempre he explorado lo que significa ir desde el espacio real al virtual”, comenta.
A los 20 años, cuando todavía se debatía entre optar por la pintura o la escultura como estudiante en el Instituto de Arte de California, popularmente conocido como CalArts, la televisión todavía era una fantasía encorsetada en una caja de madera y pocos contaban con la posibilidad de grabar imágenes. Para sacarle de dudas y motivar sus intereses, su profesor y uno de los primeros pintores fotorrealistas, John Mandel, le animó a experimentar con el vídeo. “Conseguí una cámara y fue algo mágico”, recuerda. Enseguida comenzó a incrustar pequeños vídeos en unas instalaciones que hablaban al espectador con humor, ironía e imaginación sobre temas como los trastornos de personalidad, el impacto de la publicidad, la política en plena Guerra Fría, la videovigilancia o, su más reciente obsesión, el cambio climático, que le ha llevado a proyectar imágenes sobre árboles, ríos, lagos o montañas.
“Mi aprendizaje fue un proceso similar a lanzar un móvil grabando para ver qué sale de ahí”, comenta para explicar su técnica de ensayo y error. El estudio de la planta baja del edificio es una especie de laboratorio repleto de cables, chips, ordenadores, libros y botes de pintura, que se mezclan con las piezas que irán a sus próximas exposiciones. Entrar allí es como abrir la cortina tras la que se esconde El Mago de Oz. Como en la icónica película de 1936, dirigida por Victor Fleming y protagonizada por Judy Garland, entre todos los artefactos, aparecen unos muñecos de unos 30 centímetros que representan a personajes arquetípicos: una mujer salvaje, un mago, un astronauta y un punk gótico con aspecto del líder de The Cure, Robert Smith. En sus rostros hay incrustadas pequeñas pantallas de vidrio que proyectan caras humanas susurrando palabras inconexas. “Es un experimento sobre la empatía y sobre nuestra relación con nuestros otros posibles yoes”, explica a propósito de estos personajes que viajarán a Aspen (Colorado) para ser expuestos en la Baldwin Gallery.
Las cabezas parlantes de Oursler han sido siempre una constante en su trabajo y las piezas más reconocibles de su obra. El origen se remonta a 1990, cuando introdujo una boca humana en el peluche de un oso panda que aparece en el videoclip de la canción Song for Karen, de Sonic Youth. Tres años más tarde, utilizó esta técnica en dos maniquíes instalados en el Centro de Arte Contemporáneo de Ginebra, con los nombres de Phobic y White Trash (Fóbico y Basura Blanca), que se interrumpían entre sí para mostrar la ansiedad y el caos que reinaba en los suburbios de EE UU. Pero la pieza que quedará en el imaginario colectivo es el videoclip del tema Where Are We Now, con el que su íntimo amigo, el músico David Bowie, retornó en 2013, tras una década en la sombra. Grabado en el estudio de Oursler, dos muñecos con la cara del cantante y de la esposa del artista, la pintora Jacqueline Humphries, están sentados frente a una pantalla que proyecta imágenes de Berlín, ciudad donde Bowie grabó su aclamado álbum Heroes en los años setenta.
La atmósfera melancólica inunda toda la grabación. La pieza resultó ser el epílogo del epitafio personal del cantante, completado tres años más tarde con el lanzamiento de su último álbum, Blackstar, poco antes de fallecer a causa de un cáncer. Esta amistad dio lugar a numerosas colaboraciones entre ambos. Para satisfacción de los mitómanos, aún tiene material guardado que nunca ha visto la luz. “Era genial, tuve mucha suerte de poder conocerle y trabajar con él. Le echo de menos”, confiesa. La explosión del videoarte se fraguó en los entornos de las bandas de rock y del arte performativo y después entró en las instituciones. Antes de Bowie, Ousler trabajó con el artista conceptual Mike Kelley, la actriz y autora del libreto de la ópera Satyagra, de Philip Glass, Constant DeJong, o el exguitarrista punk convertido en sonidista Stephen Vitiello.
Este despliegue de creatividad llamó la atención de los museos. “Tuve la suerte de vivir ese momento en el que comenzaron a apostar por la experimentación con vídeo”, recuerda. Sus trabajos llamaron la atención de la que fuera comisaria del Centro Pompidou entre 1994 y 2013, Christine van Assche, que le invitó a pasar un año en París. “Las videoinstalaciones comenzaron a consolidarse, luego se convirtieron en ubicuas y más tarde la gente se cansó de ellas”, resume. La obra de Oursler entró así en las colecciones del MoMA, el Whitney de Nueva York o la Tate Gallery de Londres, entre otros. Sus piezas se exhibieron por primera vez en España de la mano de Soledad Lorenzo. La galerista afincada en Madrid no paró hasta encontrase con él después de ver su primera exposición individual en 1994 en la sala Metro Pictures de Manhattan. En marzo, presentó una nueva colección de sus pequeños frikis en la Galería MPA en Madrid. Los esquemas del proyecto aún cuelgan en las paredes del estudio. Antes de abordar cada pieza, Oursler emprende un meticuloso trabajo de documentación con fotografías antiguas, recortes de periódicos, libros de psicología o historia que extiende sobre una mesa de ping pong en el salón de la casa. “Es un impulso, me emociono con un tema y lo llevo hasta las últimas consecuencias”, explica frente a un despliegue de objetos relacionados con el agua y el pensamiento mágico para su próximo proyecto.
Ese planteamiento humanista le viene de familia. Su abuelo paterno, Fulton Oursler, fue un escritor obsesionado con las historias de Arthur Conan Doyle que trabajó con el ilusionista Harry Houdini. Su padre, Charles Fulton Oursler, periodista y escritor de novelas de detectives. Y su madre, Grace Perkins, también escritora y actriz. De esta herencia se entiende que su obra esté repleta de misticismo, humor macabro y efectos paranormales para reflexionar sobre las creencias de la cultura popular. Las videoinstalaciones de Oursler no son tan simples como parecen. “Siempre he pretendido que sea el espectador quien complete la historia”, explica. Una tarea que cada vez encuentra más complicada porque se enfrenta a una audiencia pasiva atrapada en los teléfonos móviles. “Pensé que con un aparato tan potente en las manos habría más creatividad, pero no ha sido así”, lamenta. Zetas, es vuestro turno.
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