Sin promoción ni difusión, este artista español ha logrado vender miles de copias de su baraja de tarot
El ‘Tarot de luz’, creado por Aitor Saraiba y editado por Fournier, se ha convertido en un inesperado éxito mundial con más de 10.000 ejemplares vendido y una nueva tirada de 4.000
Nada más acabar de dibujar su versión del tarot, Aitor Saraiba (Talavera de la Reina, 1983) fue al fisioterapeuta porque se sentía contracturado. “Me preguntó si trabajaba cargando sacos. Le dije que no, que me pasaba el día sentado, dibujando. No daba crédito”, recuerda. Aquello fue en mayo de 2021, después de cinco meses encerrado en su estudio planteando con lápiz, tinta y acuarela su propia visión de los 78 arcanos del Tarot de Marsella. Su Tarot de luz, editado por la veterana empresa vitoriana Heraclio Fournier, salió a la venta en julio de ese mismo año. Tres semanas más tarde empezó a recibir mensajes y notificaciones en redes sociales procedentes de países como Vietnam, Rusia o Canadá. Este verano, un año y más 10.000 copias vendidas en todo el mundo después —en países como Italia, Dinamarca, Holanda, Lituania, Polonia, Portugal, Rumanía, Serbia, Bulgaria, Rusia o Turquía, según informan desde la compañía— esta singular baraja de artista se publicó esta primavera en francés —la primera edición ya va por 4.000 ejemplares— y está traduciéndose a más idiomas.
Poco imaginaba este desenlace Saraiba cuando, “a los diecisiete o dieciocho años”, tuvo en sus manos su primera baraja de tarot. “En aquella época, el tarot era algo propio de líneas 908″, recuerda aludiendo a los servicios de astrología y adivinación de pago por teléfono que desde los años ochenta conformaron la variante esotérica de las líneas eróticas. Sin embargo, analizar con detalle la baraja le mostró algo muy diferente. “Era como un puzzle, o una novela gráfica que podía montar en el orden que quisiera”, explica. Saraiba estaba iniciando sus estudios de Bellas Artes. “Venía del bachillerato artístico y tenía la cabeza llena de imágenes del Gótico y del Renacimiento, y en el tarot me encontré con todo aquello, con una creación centenaria, europea, cuyos orígenes no se conocían. Me atrajo la idea de que sigamos utilizando una herramienta cuya historia y autores desconocemos”.
Hay otra definición que Aitor Saraiba suele utilizar para aludir al tarot: “Catedral portátil”, una expresión procedente de La vía del Tarot (Editorial Siruela, 2004), el influyente tratado donde el escritor, cineasta, artista y tarotista Alejandro Jodorowsky restauró para toda una generación la dimensión cultural, iconográfica y psicológica del Tarot de Marsella, la versión más antigua y, afirman los expertos, más pura de este juego. “Aquello tuvo mucha influencia maravillosa en mi generación, porque era la primera perspectiva seria sobre el tarot, donde se contaba su historia y se corregía la baraja de Marsella a partir de planchas del siglo XVIII”, afirma Saraiba.
En su obra, Jodorowsky y Marianne Costa recuperaban, con la colaboración del impresor Philippe Camoin —descendiente de la familia que imprime el Tarot de Marsella desde 1760— la forma original de estos naipes que, según la teoría que recoge el propio Jorodowsky, pudieron nacer en la España medieval como un modo de comunicación y de juego entre las tres culturas que convivían en ella: cristianos, musulmanes y hebreos. En el tarot hay elementos bíblicos, imágenes abstractas que pueden venir de la tradición islámica, y también símbolos cabalísticos que remiten a lo hebreo. Dividida tradicionalmente en dos partes, los arcanos mayores incluyen 22 cartas con representaciones muy complejas —El Loco, El Carro, La Papisa o el arcano XIII, que no tiene nombre y adopta la forma de un esqueleto—, y una serie de arcanos menores —espadas, copas, oros y bastos— definidos por números y símbolos, igual que en la baraja francesa o la española que se usa para jugar al mus. Empleado como método de adivinación durante siglos, el Surrealismo recuperó su potencial creativo como método de introspección: para Salvador Dalí o Leonora Carrington, el tarot permitía jugar con símbolos tan antiguos como la propia cultura occidental. Un método de introspección —y como tal es reivindicado hoy— que, a modo de espejo o de test de Roscharch, permite abordar las emociones y las vivencias a través de imágenes externas. Ocultura de altura.
De forma consciente o inconsciente, todo aquel imaginario empezó a dejar huella en la obra propia que Saraiba iba desarrollando como artista plástico. “Desde el principio tuvo presencia en mi obra”, explica. Por ejemplo, los dibujos de corte autobiográfico con que expuso en galerías como Mad is Mad, Twin Gallery, Mutt, Galería Fúcares y La Fresh Gallery, en el Musac de León y en ARCOmadrid, se basaban en la yuxtaposición de una imagen y una frase. “También me influyó a nivel estético, con su uso de los colores planos, del dibujo con una línea muy marcada, o en el concepto de arte portátil, que es algo que me fascina de siempre. Cuando estudiaba Bellas Artes había una tendencia a crear obras gigantes, y a mí me interesaba mucho más hacer obras de pequeño formato”. También los símbolos que empleaba —la cruz, la calavera, la muerte— recordaban a los del tarot. Hacia 2008, Saraiba empezó a trabajar con sus dibujos curativos, una performance en la que el dibujo resultante se realizaba tras una conversación con un tercero que recordaba, en formato y extensión, a una lectura de cartas.
Sin embargo, durante esas casi dos décadas, Saraiba nunca se planteó hacer su propia baraja. “Le tenía tanto respeto que ni siquiera me planteaba hacer dibujos que recordaran al Loco o a la Emperatriz”, cuenta. En la década de 2010, su trayectoria se apartó de los canales ortodoxos del arte —galerías, museos, ferias— y adoptó otros derroteros. Por un lado, a través de libros en forma de álbum ilustrado o novela gráfica que hicieron que su historia llegaran hasta un amplio público que conectó con la carga política, queer y confesional de su relato. Por otra, produciendo obras de forma autónoma y vendiéndoselas a su público a través de internet y de las redes sociales, colaborando con proyectos como el Centro Cerámico de Talavera o recuperando el bordado como herramienta expresiva. Cuando charlamos acaba de mudarse a una aldea de Cantabria donde prevé residir el próximo año en compañía de su marido, una historia de amor que protagoniza su proyecto más reciente, El libro de la crisálida (Libros Cúpula).
Este álbum, más allá de su dimensión autobiográfica, cuenta la historia de su iniciación en la cábala. Esta tradición espiritual y disciplina mística de raíz hebrea, asegura, le resulta “una herramienta que permite conectar con lo invisible y traerlo al mundo físico”, y explica por qué, en los últimos años, su dibujo ha adoptado motivos más adultos y un colorido distinto que remite a la simbología del color y también a la influencia de las pintoras espiritistas de los últimos dos siglos. Todo eso, cuenta, confluyó en la decisión de elaborar su propio tarot, que es un compendio de su interpretación de los símbolos del tarot de Marsella con elementos cabalísticos y astrológicos y, sobre todo, un planteamiento original en el que los arcanos menores —el seis de copas, el nueve de oros— reciben un tratamiento igual de complejo y original que los arcanos mayores o los ases. Un ejemplo: el nueve de copas, que en el tarot de Marsella muestra nueve copas idénticas, y en el de Rider-Waite —uno de los más populares— incorpora la representación de un misterioso hombre de aspecto satisfecho, en el de Saraiba se transforma en una mariposa nocturna que acaba de dejar atrás su crisálida: un guiño a la simbología que el propio artista ha desarrollado en los últimos años —su libro más reciente está recorrido por esta iconografía— pero también al significado que se atribuye a este naipe en la cartomancia tradicional: regeneración tras la crisis, crecimiento vital.
Su Tarot de luz es, por tanto, un tarot de artista, como los que crearon en el siglo XX Dalí o Nikki de Saint-Phalle, como el que desarrolló la década pasada la también española Marina Vargas en Las líneas del destino y como los que Fournier viene desarrollando en los últimos tiempos con artistas españoles contemporáneos como Ricardo Cavolo. “Me gustaría que la gente se acercara a él como el juego poético que es, quitando toda esa oscuridad que ha cubierto el tarot durante años”, explica Saraiba, “como nos acercamos a observar una pirámide o una catedral. No lo digo porque mi baraja sea de la misma magnitud, sino porque encierra los mismos símbolos. Me encanta que sea una obra de arte que todos podemos llevar en el bolsillo y ordenar, un puzzle que dice con símbolos y colores cosas que a veces no podemos poner en palabras”.
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