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Ostras, fondue y tortuga “a la Baltimore”: el archivo neoyorquino que recopila los menús más especiales de la historia

Más de 45.000 menús se esconden en un archivo fascinante, desconocido y descuidado de la Biblioteca Pública de Nueva York

Collage of menus from the archive at the New York Public Library.
Collage con algunos de los 45.000 menús que forman parte del archivo disponible en la Biblioteca Pública de Nueva York.The New York Public Library

En el ala norte de la tercera planta de la sede central de la Biblioteca Pública de Nueva York, en la calle 42 con la Quinta avenida, se halla la sección de libros raros. Hay que pedir cita con al menos cuatro días de antelación. Las pocas personas que se mueven entre antiguos pupitres individuales, vitrinas y techos altos, son investigadores académicos. Hay casi más empleados que lectores y es allí donde uno puede tener acceso físico a la inmensa colección de menús (45.000) que se esconde en los almacenes de la institución. Un tesoro archivístico que sigue sin ser descubierto del todo.

Lo empezó la coleccionista Frank E. Buttolph. Guardó su primer menú en 1899 y llegó a sumar 25.000, fechados entre 1850 y 1924. Una cena privada del zar Nicolás II en el Palacio de Invierno de San Petersburgo en 1890. El banquete que dio en Tokio el emperador Mutsuhito en 1905. Las cartas de los hoteles más lujosos de Nueva York. La cena de la Sociedad de Médicos del Centro Oeste de Estados Unidos. “Miss Buttolph está haciendo historia para el año 2000″, se leía en 1906 en The New York Times. “¿Serán entonces nuestras naturalezas carnívoras convertidas en una dieta suave y láctea? ¿Quedará esta generación como un ejemplo de fuerza bruta que debería aniquilar todas nuestras virtudes y dejarnos en la mirada de nuestros descendientes como una raza de horror y codicia?”.

Quizá para responder esa pregunta, la gran reivindicación de estos materiales llegó en 2011, cuando se lanzó el proyecto What’s on the Menu? (’¿Qué hay en el menú?’) con intención de ampliar la colección y digitalizarla, además de hacer un análisis de datos liderado por los académicos Katie Rawson y Trevor Muñoz al más puro estilo big data. La iniciativa fue enormemente popular, como demuestra el que se pidiera colaboración ciudadana y, según fuentes de la biblioteca, hasta 10.000 voluntarios se ofreciesen a transcribir plato a plato las cartas de esos miles de restaurantes. Pero, a pesar de que se consiguieron digitalizar casi 18.000 menús y 1,3 millones de platos, en 2016 se acabó la financiación y el proyecto quedó interrumpido. De ser una idea estrella para conectar a la biblioteca de manera más lúdica y moderna con sus usuarios a convertirse en una herramienta con el buscador roto, callejones sin salida virtuales y con mails de contacto que nadie contesta. Sumergirse en la web de este proyecto inacabado no deja de ser, sin embargo, como entrar en la madriguera de Alicia en el país de las maravillas.

Los trabajadores de la sección de libros raros solo tienen buenas palabras para la iniciativa, si bien reconocen que en los últimos meses apenas dos personas han solicitado acceso a los materiales (una de ellas, quien escribe este artículo). Aunque no ofrecen datos de la consulta online. El uso más evidente, pero no el único, es el de los propios chefs, que encuentran allí una fuente inagotable de inspiración. Mientras ahora en las redes vemos figuras como Dabiz Muñoz viajando por el mundo en busca de ideas para su DiverXo y también se hizo célebre el laboratorio científico que Ferran Adrià montó en El Bulli para seguir coronándose como mejor restaurante del mundo, la investigación culinaria pasa también por el material de archivo. El chef del hotel Plaza de Nueva York, el jordano Muhannad Al Ateem, explica a ICON que invirtió sus tres primeros meses de trabajo fundamentalmente en estudiar la historia del famoso hotel y sus menús. La Biblioteca Pública de Nueva York fue esencial para ello. Cuando celebraron el año pasado el 115º aniversario del Plaza, pudieron encontrar el menú del 1 de octubre de 1907, el día que se inauguró. Un menú bilingüe, en inglés y en francés, con ostras a 60 céntimos de dólar, fondue de queso a medio dólar y, lo más caro de la carta, la tortuga “‘à la Baltimore” por 3,50 dólares de la época (unos 112 dólares al precio de hoy).

“Siempre busco cuáles han sido los ingredientes empleados en el pasado y pienso la manera de mantenerlos vivos hoy, cómo los cocino y los presento para conservar el nivel de experiencia que caracteriza al Plaza”, explica Al Ateem de uno de los lugares donde más pesa la historia en el menú, especialmente en su famosísima hora del té. “Es una mezcla entre intentar sorprender y hacer sentir que nada ha cambiado. Algunos clientes vienen con la intención de recordar una cena que tuvieron aquí hace 30 años”, asegura. La tortuga, por ejemplo, ha pasado a ser un alimento prohibido y, menciona el chef, en el presente priman las intolerancias al gluten o el vegetarianismo. “Nos encargamos de que eso no te excluya de la experiencia”. También ha cambiado el público. “Aproximadamente un 40% de la clientela es de Oriente próximo”, explica el cocinero jordano, que a veces cambia la crème fraîche por labneh y ha introducido el hummus en el desayuno. De un menú de hace más de tres décadas, ha recuperado un scone de trufa para las meriendas actuales y afirma que, frente al exotismo que antes suponía recibir ingredientes internacionales, ahora la tendencia se dirige, especialmente después de la crisis de suministro de la pandemia, hacia lo local. “El 99% de los ingredientes son de esta región”, cuenta. “Antes el caviar, uno de los ingredientes que siempre ha estado presente en el Plaza, venía de Irán o de Rusia. Ahora lo embotamos nosotros mismos en colaboración con una empresa de la costa este de EE UU”.

Queda así claro que, hasta en un lugar tan selecto como el Plaza, en los menús, además de sus caligrafías e ilustraciones, se filtra la evolución de una industria e incluso de toda una sociedad. La profesora Sheryl Kimes, que imparte en la Universidad de Cornell un curso de Diseño e Ingeniería del Menú, detalla en una conversación por videollamada la importancia de la investigación y los datos para componer una buena carta de restaurante. “Puede parecer un simple papel o una pizarra a la puerta de tu local, pero para la mayoría de negocios es la única manera que tienen de convencer a alguien de que entre a su restaurante, en un sector que, ahora mismo, pasa por muchos aprietos económicos”, dice. Para Kimes, una clave es pensar bien cómo se llama al plato. “Hoy en día suelen funcionar las menciones al lugar de procedencia, como se ve en algo tan sencillo como la langosta de Maine, o el peso de la tradición. Recetas de la abuela y cosas así”, asevera. Y es cierto que esa tendencia apenas se ve en los menús más antiguos del archivo de la biblioteca, donde los platos se encuentran descritos sin florituras. Por ejemplo, el 13 de junio de 1951, la American House de Boston ofrecía un salmón hervido en salsa de gambas, unas costillas de cordero y un guiso de paloma, entre otras cosas. La única referencia geográfica la da un guiso de cabeza de ternera con salsa de Madeira. Llama la atención también cómo el menú destaca el nombre del propietario del local (no del cocinero) sobre cualquier plato y diferencia entre turnos para damas y turnos para caballeros. Es habitual en los menús más antiguos, además, incluir una ilustración del edificio que alberga el restaurante, lo que dota a estos documentos de un valor extra para los amantes de la arquitectura.

“Todo depende de la cultura y del momento. En cuestión de longitud, por ejemplo, en la cultura occidental se valora un menú conciso, mientras que en Asia, especialmente en China, cuanto más extenso sea el menú y más peso tengan las imágenes, mejor. Esta cuestión gráfica está también muy presente en los menús online, donde no hay un camarero que te explique el plato y necesitas tomar la decisión tú solo”, manifiesta la profesora Kimes. Como experta en marketing, estudia también las modas en los menús. Según el informe de 2023 de la Asociación Nacional de Restaurantes de Estados Unidos, las tendencias para esta temporada son la comida/experiencia; en lo que a formato se refiere, las tablas de charcutería y la siracha como platos o ingredientes estrella; la cocina del sudeste asiático como localización más popular y, en cuestión de valores, la sostenibilidad del menú. Transitando por el archivo de What’s on the Menu?, los platos más populares en 1851 fueron, en cambio, la tarta de manzana, las naranjas, el jamón y el roast beef. En los felices años veinte, el cóctel de gambas y un surtido de postres. En 1930, en plena Gran Depresión, la manzana cruda, el melón español (que aparecía en el menú del Waldorf Astoria y en la cena de Acción de Gracias del hotel Gramercy Park) y los vegetales con patatas. En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, la sopa del día, si bien hay pocos menús de esas fechas. Ya en los setenta, se puede encontrar el menú que ofrecía Air France en el vuelo de París a Nueva York, que con su ternera Marengo, su ensalada jurasiana y su surtido de quesos deja en bastante mal lugar a casi cualquier aerolínea actual.

Y así, este archivo se convierte en un filón tanto para sibaritas como para sociólogos, historiadores, analistas de inflación, expertos en marketing, ilustradores o, tal como apuntan en la biblioteca, incluso biólogos marinos. Un festín para el experto y para el curioso que, ojalá algún día, pueda recibir la financiación necesaria para poner la guinda a su pastel y que el archivo pueda degustarse sin cortes de digestión.

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