Del asesinato de John Lennon a rechazar a Antonio Banderas: cómo el edificio Dakota se hizo más famoso que sus habitantes
Siglo y medio después de su inauguración, este icono neogótico de la arquitectura de lujo neoyorquina sigue dando titulares. La última celebridad en abandonarlo fue Yoko Ono
En La semilla del diablo, la novela de Ira Levin sobre una joven que podría estar embarazada de Satanás, cuando Rosemary, la protagonista, le anuncia a un amigo su intención de mudarse a un apartamento del edificio Bramford, él se lleva las manos a la cabeza. Sale a relucir entonces un truculento anecdotario que incluye episodios de asesinato, canibalismo y brujería. Si Rosemary está decidida a dejarse seducir por el esplendor decimonónico de Manhattan, viene a decirle su amigo, hay opciones menos insensatas. “Mejor vete al Dakota”, le propone. Ella no sigue el consejo, y ahí empiezan sus problemas.
Sin embargo, es el Dakota, y no el Bramford –que solo existe en la ficción–, el inmueble que quedaría asociado para siempre a La semilla del diablo, debido a que Roman Polanski rodó allí parte de su exitosa adaptación al cine, en 1968. Del Edificio Dakota, los Apartamentos Dakota o, simplemente, el Dakota, uno de los iconos arquitectónicos de Nueva York, siempre se pensó que era el modelo escogido por Levin para su novela. Sin embargo, Nicholas Levin, hijo del escritor, ha apuntado que en realidad su principal inspiración provino del cercano Alwyn Court. Pero el Dakota era más célebre, más antiguo y más aparatoso, por lo que resultaba idóneo como localización cinematográfica.
Por otra parte, hay que apuntar que la mayoría de las escenas de la cinta, entre ellas todos los interiores del inquietante condominio al que se trasladan Rosemary y su marido y donde ella vive su embarazo, se rodaron en los estudios de la Paramount en Hollywood, en unos decorados diseñados por el director de producción Richard Sylbert. Un trabajo poco lucido justamente por lo magistral, ya que el espectador da por hecho que aquellos apartamentos de pasillos largos y amplias habitaciones, cuyas paredes parecen irradiar alguna energía maléfica, son los del auténtico Dakota. Del que en puridad solo se muestran algunas vistas de la fachada, el patio y otras dependencias comunes.
En cuanto Rosemary (Mia Farrow) ve aquel señorial apartamento en alquiler, queda fascinada y le insiste a su marido, Guy (John Cassavetes), para que se lo queden. Una vez cumplido su deseo, decide aportarle un toque de luz, pintando de blanco sus paredes y decorándolo con los tonos alegres que podían esperarse de una pareja norteamericana joven y dinámica de mitad de los años sesenta. Por contraste, la casa de sus ancianos vecinos, los solícitos –si bien algo entrometidos– Roman y Minnie Castevet, mantiene un interiorismo solemne, con pesados muebles de ebanistería y empanelados oscuros que la convierte en un escenario perfecto para albergar todo tipo de aquelarres e invocaciones satánicas. Como suele decirse un tanto convencionalmente, el Dakota se convierte en un personaje más de la historia, y en él cristalizan las terribles sospechas que asaltan a Rosemary a medida que progresa su gestación.
Al Dakota le rodea una leyenda que incorpora el repertorio habitual de sucesos de las casas encantadas: apariciones espectrales, ruidos de origen desconocido, objetos que cambian de lugar, ascensores que suben y bajan solos. Pero sería exagerado endosarle el tétrico historial que el amigo de Rosemary atribuía al ficticio Bramford. Lo cierto es que el acontecimiento más funesto que han visto sus muros ocurrió mucho después de la publicación de la novela y el estreno de la película. Fue hacia las 10:50 de la noche del 8 de diciembre de 1980, cuando el cantante y compositor John Lennon, residente del edificio, fue asesinado a tiros en la puerta por un fan con problemas de salud mental llamado Mark David Chapman, a quien había firmado un autógrafo unas horas antes en el mismo lugar. Esto no impidió que la artista Yoko Ono, esposa de Lennon y testigo del asesinato, siguiera residiendo en el Dakota hasta el pasado verano, cuando se anunció su traslado a una granja campestre.
Desde 1961, los vecinos poseen el edificio en régimen de cooperativa, lo que implica que tienen derecho a admitir o rechazar las candidaturas de nuevos residentes. En la lista de ocupantes históricos resulta especialmente concurrido el gremio de las estrellas de cine, con Lauren Bacall, Judy Garland, Judy Hollyday, Jack Palance, Rosie O’Donnell, Lillian Gish, José Ferrer o Boris Karloff (no cabe descartar que el protagonista de Frankenstein aportara algo a la fama luctuosa de la casa). Pero también incluye al bailarín Rudolf Nureyev, el dramaturgo William Inge, el músico Leonard Bernstein o los cantantes Roberta Flack y Paul Simon. Y casi tan airoso es el listado de quienes fueron rechazados: entre ellos, Madonna, Cher, Billy Joel, Judd Apatow y la pareja en su día compuesta por Melanie Griffith y Antonio Banderas.
En cambio, cuando el Dakota se concibió, allá por el último cuarto del siglo XIX, la idea de vivir en una torre de apartamentos no resultaba muy seductora para la crema social neoyorquina. Al contrario de lo que ocurría en capitales europeas como París, Roma, Londres o Madrid, los pisos se reservaban casi exclusivamente para las clases obreras, hacinadas en construcciones verticales bajo las vías del tren elevado, mientras que la “gente bien” solo consideraba digno ocupar las viviendas unifamiliares que aún se extendían por el centro de la ciudad. La edad de la inocencia (novela de Edith Wharton y película de Martin Scorsese) o la serie televisiva The Gilded Age han retratado ese periodo de la historia de Nueva York centrándose exclusivamente en sus sectores más privilegiados.
Aquel fue también el momento en que se construyeron los primeros apartamentos dirigidos a las clases medias y altas, como el Stuyvesant o los Spanish Flats del empresario donostiarra Juan Navarro, demolidos durante el siglo XX. El magnate Edward Cabot Clark también vio allí una oportunidad de negocio, al pensar que quizá sería difícil convencer de las bondades de las casas de vecinos a la capa superior de la aristocracia económica, pero que justo por debajo de ella existía un sustancioso segmento por explotar.
Clark había amasado una gran fortuna gracias a su asociación con Isaac Merritt Singer, fundador de la compañía fabricante de máquinas de coser Singer, de la que era presidente. Y se propuso multiplicar ese patrimonio adentrándose en el negocio de la promoción inmobiliaria. Para ello adquirió una parcela en el Upper West Side de Manhattan, en el flanco oeste de Central Park, lo que no era una decisión exenta de riesgos: aquel no resultaba entonces un enclave demasiado atractivo para una burguesía poco dispuesta a abandonar sus posiciones de la Quinta Avenida y alrededores. De hecho, aunque no existe certeza sobre los motivos por las que el edificio fue bautizado como Dakota, se cree que se debió a su situación en la ciudad, percibida como algo remota en aquel momento. Era, en todo caso, un nombre al mismo tiempo exótico y consabido, con resonancias de territorio por conquistar. Este principio acabó tomándose por costumbre en el barrio: después vendrían un edificio Nevada, un Montana, un Yosemite y un Wyoming.
Para diseñar lo que empezó a conocerse por la denominación alternativa de Clark’s folly (“el disparate de Clark”) se contrató al joven arquitecto Henry Janeway Hardenbergh, que acababa de proyectar el Vancorlear, el primer hotel de apartamentos de la ciudad. La construcción se extendió de 1880 a 1884, y Clark murió dos años antes de su finalización. No pudo ser testigo del éxito de su disparate, que pronto se llenó de empresarios, banqueros, agentes de cambio y bolsa y otros profesionales prominentes que se adaptaban al perfil objetivo que había previsto. A todos ellos les había atraído aquella arquitectura que en esencia era una versión hipervitaminada de las mansiones de los Vanderbilt o los Astor, cúspides de la pirámide aspiracional de aquella sociedad.
Con nueve pisos y 65 apartamentos, cada uno de ellos compuesto por un número de entre 4 y 20 habitaciones, el Dakota irradia la energía de una majestuosa mole. Su estilo mezcla el revival gótico y el Renacimiento francés y alemán, en un pastiche típico de la arquitectura residencial del poder de la época. En su fachada de ladrillo destacan las líneas verticales de miradores, los remates de terracota, la elegante cornisa, la balaustrada metálica superior y las imponentes mansardas que lo rematan. Pero sobre todo el arco doble de la entrada principal, de más de seis metros de altura, que da acceso al patio interior con forma de H a través del cual se llega a las distintas viviendas. Hay un segundo acceso más modesto, inicialmente previsto para el servicio, que hoy permanece cerrado excepto para evacuar los cuerpos de las personas fallecidas, por lo que se lo conoce como “la puerta de la funeraria”. Se estima que se abre una vez al año.
Por lo demás, se instalaron originalmente cuatro ascensores para los residentes y otros tantos para el servicio –los elevadores eran entonces un elemento suntuario–, las escaleras eran de bronce forjado, en el patio reinaban dos fuentes de piedra con adornos metálicos en forma de calas que arrojaban agua, las zonas comunes se revistieron de mármol y maderas nobles, las viviendas tenían una generosa profusión de chimeneas, y se previeron dependencias comunes como un salón de baile, un comedor, cocinas a las que encargar comidas, una lavandería y una oficina de telégrafos propia.
Sería a mitad del siglo XX cuando el Dakota comenzó a adquirir predicamento entre las celebridades, que sucedieron a la burguesía más convencional de sus inicios. Pero, quizá traumatizados por el asesinato de John Lennon, después los vecinos fueron cambiando de estrategia. Cuando en 2005 impidieron la venta de uno de los pisos a Griffith y Banderas, su propietario, el documentalista Albert Maysles, lamentó públicamente que aquella comunidad se estuviera alejando de los perfiles creativos para favorecer la entrada de otro tipo de personas adineradas. En los siguientes años tampoco han faltado las acusaciones de racismo, aunque en 2015 una sentencia judicial rechazó está hipótesis.
Menos popular que en otros tiempos, el Dakota sigue conservando su aura legendaria. Y el extravagante glamour de haber acogido la cuna del Anticristo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.